POR  RODRIGO FRESÁN

La terminología legal —a menudo, al igual que la científica, tan inspiradora en lo que hace a lo literario— define a aquello de el peso de la prueba como la obligación de probar un determinado hecho ante los tribunales y todo eso. El fundamento de lo conocido como onus probandi (gracias, Wikipedia) radica en un viejo aforismo del tantas veces retorcido Derecho que expone que «lo normal se entiende que está probado, lo anormal debe probarse». Por lo tanto, aquel que, con mayor o menor ligereza, invoca algo que rompe o interrumpe un cierto «estado de normalidad» debe presentar evidencia más o menos incontestable. Affirmanti icumbit probatio y, sí, la responsabilidad y obligación de presentar justificación es aquel quien, de un modo u otro, rompe lo hasta entonces establecido o, al menos, aceptado como normal.

¿Y habrá algo más disruptor que la escritura y publicación de un nuevo libro: ese objeto que, de algún modo, viene —o aspira— a alterar o modificar el paisaje tal como se lo conocía hasta entonces? En su momento, Proust o Joyce o Kafka pidieron la palabra (las palabras) y presentaron argumentos irrefutables de que venían a alterar para siempre el curso del proceso.

Yo ahora —tanto más humilde que ellos, y a lo largo del pasado agosto angosto en el que todo eso del «calentamiento global» fue corregido por un «ebullición global»— me enfrento al peso no de la prueba sino de las pruebas: las pesadas pruebas (unas 700 páginas) de mi próximo libro.

Adiós a la pantalla y de regreso al papel. Mejor así. Llega un momento en que uno ya no ve nada en esa brillante superficie vertical y luminosa y resulta recomendable recuperar la percepción (al menos un poco) regresando a la opacidad de aquello que alguna vez fue árbol. Y, sí, ya se sabe: plantar un árbol (varios, durante mi servicio militar obligatorio en Argentina); tener un hijo (Daniel, una vez más, por quinta ocasión, diseñador de la portada de mi libro); y escribir un libro (este que estoy escribiendo/corrigiendo es mi número trece: familia más que numerosa, ya asesino en serie de árboles). Y las pruebas de imprenta (ahora tatuadas con abundante marginalia por las indicaciones del corrector, en mi caso el nunca del todo bien ponderado José Serra, funcionando como partero del asunto junto a Lourdes González como enfermera jefe) vienen a ser algo así como la ecografía de la criatura cada vez más cerca de ser dada a luz con todas sus sombras. Y, claro, a uno le da más o menos igual el sexo (masculinos cuentos o femenina novela; esta vez lo último, pero ya con tantas ganas de volver a tener esos chicos que hace tanto que no tengo), pero sí desea que venga con todos los dedos en su sitio y la menor cantidad de erratas posibles.

En cualquier caso, ahí está el monstruo sobre el escritorio. Como corazón delator, como my precious anillo de poder, como pata de mono, como infinity stone, como esa legendaria canción que supuestamente lleva al suicidio y que se titula (gracias de nuevo, Wikipedia) «Gloomy Sunday» pero que ahora se silba y tararea todos los días.

Me he cambiado de habitación (lo he llevado a la mesa en la habitación de mi hijo ahora lejos, de vacaciones) y ahí están: mirándome mirarlas. Tan pesadas. Ya he pasado por la faena de leerlas una vez y de aceptar (en un 99%) las sugerencias del corrector. Pero falta aún mucho para alcanzar veredicto. Va a ser un mes lento y caliente. Y me he comprometido a entregar las pruebas a principios de septiembre. Y —calculo— unas tres o cuatro semanas más tarde despacharé en un día y sin siquiera sacarlas de la editorial un segundo juego de pruebas y fin de condena y libertad más o menos provisional y siempre bajo palabras y fianza nunca del todo digna de confianza. Y entonces ser el más culpable de los inocentes o viceversa. Pero falta tanto para eso… (y nunca dejó de maravillarme a la vez que producirme una cierta tristeza —a veces los envidio, pero son más aquellas las veces en las que los compadezco o que no me los creo— todos esos escritores que afirman no sentarse a escribir hasta que tienen todo el libro perfectamente claro en sus cabezas y que, después de más transcribirlo que otra cosa, alcanzan la seguridad plena de que este ha llegado a su fin y que no les quedó nada por quitar ni tanto por añadir).

Ahora, claro, es el momento de los inserts (que tanto inquietan a mis editores) y de cambiar una palabra por otras y de advertir repeticiones y asonancias que no se puede entender cómo se pasaron por alto o bajo durante la escritura.

Ahora es la repetición —como de marmota y de perjurio de nieve y de bebé que no deja de llorar— de ese despertarse a las tres de la más insomne de las madrugadas. Así, en la más que oscura noche del alma, el súbito convencimiento de que se ha vislumbrado algo que cambiará por completo el sentido del libro; de que ese nombre a la altura de la nota de los agradecimientos no tiene la altura para figurar allí (o de ese otro nombre al que se había pasado completamente por alto y, por suerte, de golpe es nombrado en las sombras para ser añadido entre tantos otros nombres de los sospechosos de siempre). Así, caminar descalzo hacia el escritorio y volver a empuñar marcador (en mi caso tinta verde) y hacer justicia o injusticia o algo así. Así, en más de una ocasión, descubrir que eso nuevo a injertar (una vez que se ubica el sitio exacto en el que mejor quedaría) ya estaba allí, desde hace meses, ya había ocurrido, ya se nos había ocurrido. Entonces, sonreír y querer convencerse y necesitar creer en que esto no puede sino significar que falta menos para la resolución de la causa y que se espera no perder el juicio tan cerca ya del dictamen del visto y leído para sentencia. Creer en que esta es la manera que tiene nuestro libro de ordenarnos que lo dejemos en paz y comunicarnos que la guerra terminó; aunque sepamos que este es un oficio que no da tregua ni ha lugar en la audiencia del campo de batalla en el que se lucha contra uno mismo. Y que por lo tanto —protesta y objeción y desorden en la sala y por siempre juzgados cortejando al jurado lector— se seguirá pidiendo la palabra y las palabras con todo el peso de las pruebas.

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