POR BLAS MATAMORO

Alguna vez Octavio Paz insinuó que el hombre es un mono gramático. Ante la magna obra de Wenceslao Castañares —lamentablemente interrumpida por la muerte a la vez que se editaba éste, su segundo volumen— cabe glosar: un primate semiótico. Un carácter sostenido, que nos viene registrado desde la Antigüedad y que se renueva en el tiempo, de modo que hallamos en la caudalosa y ejemplar barrida documental del autor, ya diseñada en siglos medievales, prácticamente toda la temática del asunto en nuestros días. Llama la atención no sólo la modernidad de esta herencia, ya que Huizinga nos enseñó hace mucho que el Renacimiento europeo data del siglo xii, sino también, el ancho campo que en el mundo cristiano ganó, a pesar de la ortodoxa paranoia de la censura eclesiástica, un pensamiento de sesgo laico y secular.

Somos animales simbolizantes y, en este sentido, es obsesiva nuestra preocupación acerca de lo que nuestros signos hacen. Su insistencia en la historia humana señala su relativa autonomía y la infinitud de la cadena significante, que las religiones intentan cortar en un acto de fe para calmar la ansiedad cognitiva que produce ese entretien infini, según lo define Maurice Blanchot. La Edad Media, conforme la evaluación de Castañares, es la era histórica que mayor importancia ha dado a la semiótica, centrada en la gramática y, a partir del siglo xii, en la dialéctica.

De algún modo, la instalación humana en el mundo cabe en el ejercicio semiótico. Pensamiento, realidad y lenguaje —acaso también las verdades y la verdad— están en el enunciado, verbal, gestual, oral, escrito, emblemático, sacro o profano. Por eso, junto con las disciplinas puntuales del lenguaje, siempre ha habido una suerte de espuma epistemológica, una tentativa ciencia de las ciencias cuyo objeto fuera el signo.

En general, anunciando el riesgo de generalizar, se puede ver la Edad Media como una era libresca. El intelectual del Medievo es un hombre de libros, confiado en el poder significante de la palabra y los demás signos en tanto verbalizados, al tiempo que desesperado por no contar para entender la palabra más que con otras palabras en una inacabable faena interpretativa: un vaivén dialéctico entre la lectura —acto subjetivo y solitario por excelencia: yo leo— y el texto, evento objetivo compuesto en una lengua que es esencialmente social: todos leemos.

La tarea letrada medieval fue tan estricta como minoritaria. Los libros eran escasos, manuscritos y caros. Quienes dominaban la escritura constituían una ínfima minoría de varones. Las bibliotecas estaban instaladas normalmente en instituciones eclesiales —catedral, monasterio, convento, universidad— y sometidas a la terca mirada del censor. Los escritos de Averroes fueron incinerados por cristianos y musulmanes, y salvados providencialmente por los judíos de El Cairo. Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, recibió el juicio de herejía por tantas de sus páginas. Tomás de Aquino, sospechado de averroísmo, no pudo ver autorizada la Suma teológica, que se editó póstuma. En rigor, estas gentes merecían ser perseguidas: estaban diseñando el pensamiento moderno: la eternidad del mundo, ni creado ni condenado; la mortalidad del alma individual; la independencia de la verdad filosófica respecto de la verdad teológica; la lectura comparada de los textos surgidos de los diversos monoteísmos, en especial los de origen árabe.

En este contexto, destaca Castañares, la figura paradigmática es la del mallorquín Ramón Llull, el primer escritor europeo que produce textos filosóficos en lengua vulgar, la que hoy llamamos el catalán pero que, en su tiempo, al referirse a la poesía occitana, Dante consideró hispano. Enfatizando: español. También se expresó en latín, la lengua franca, y hasta en árabe, bien que sus escritos en ésta no se han hallado.

La construcción luliana se centra en la disidencia con su paisano Arnau de Vilanova. Ambos se preguntan en qué lugar se formula la verdad de las Escrituras. Para Vilanova, en la fe. Para Llull, en la letra. En su desciframiento cabe todo: etimología, astrología, alquimia, numerología, cábala, maestros árabes como Algazel. La oración nunca se detiene: discurre, fluye. Enfatizo: deviene. En ella hay signos manifiestos y ocultos que conviven por analogía, el sello divino de las cosas que abunda por doquier (¿panteísmo?). Toda palabra es libro —fijeza, repetición, identidad— y espejo —mundo múltiple, móvil, heteróclito—. Los números y la música aseguran la velada armonía del mundo.

Dios, en esta compleja textura, es un ser necesario frente a las contingencias de la existencia temporal, más o menos lo que dirá Descartes unos siglos más tarde. Pero cuando Llull dice Dios se refiere al mismo de los tres monoteísmos, de modo que está planteando una suerte de teología de la convivencia, el irenismo de Lessing y tantos otros ilustrados del siglo xviii.

Las palabras lulianas son convencionales como cualesquiera otras figuras. Más directamente: falsas. Lo único auténtico de sus significaciones es la convicción del individuo que las profiere, que las prefiere, con independencia de las lenguas a las cuales pertenecen. En el discurso convicto y compartido entre dos hablantes de una misma lengua, la fe interior e inefable se hace comprensible a la razón. Dios ha armonizado por similitudes toda la realidad. Es el divino modo de significar, un arte. Apela al alma sensitiva, que nos viene de los animales, y a la cual añadimos la humana razón. Llull lo denomina affatus.

En todo caso, el lenguaje luliano es bicéfalo: secreto en la inmanencia y manifiesto en el discurso demostrativo. Casi siempre digo algo distinto de lo que estoy diciendo, lo que quiero decir y lo que queda dicho. Por eso puede ser lógico pero también una inferencia ajena a la lógica. Es lo que ocupa a la hermenéutica. Necesariamente se expide en una lengua determinada, que nunca está determinada del todo y busca llegar a la abstracción de la lengua perfecta, la que puede decir todo lo decible de una vez y para siempre. La ha estudiado Umberto Eco como construcción quimérica. Mientras tanto, nos vamos valiendo de la voz subjetiva (vox) y el objetivo código de la lengua (verbum). Digo con mi voz las palabras de otros, lo mismo que hacen los demás.

Como se ve, en Ramon Llull cabe toda la semiótica de nuestros días, que, desde luego, son los suyos. Las cosas son signos que se significan y son significadas por otras cosas, se entresignifican entre sí, si cabe tal fealdad fonética. En todo caso: ¿cómo considerar al signo en tanto cosa para saber objetivamente qué es? ¿Qué decimos cuando decimos algo?

La Edad Media se hizo cargo del asunto en el tópico axial de la relación entre los nombres y las cosas. ¿Qué es la cosa? ¿Un ejemplo accidental de la sustancia o una mera ocasión para dar lugar a su designación? La verdad es la coincidencia entre la cosa y el intelecto. Pero el intelecto se manifiesta en la palabra, que nunca es natural ni inmediata porque si lo fuera tendríamos una sola lengua universal. En cambio, tenemos Babel, un generoso don de lenguas y una maldición proferida desde la ira divina. Los griegos habían aquilatado el mito del étimo, la perfecta armonía entre cosa y nombre, para siempre perdida. Lo que un nombre significa es como si fuera algo pero no lo es. Más bien siempre está a punto de ser algo y lo deja todo para más tarde. Trabaja con la suposición —un concepto extraído por debajo de otro concepto— y la copulación —sobreponer un concepto a otro— para conciliarse, si cabe, en la apelación, mera corrección usual de los términos. Es decir: una enésima convención.

Una vía de escape a esta situación consiste en considerar signos también a las acciones de los hombres. De tal modo, se puede convertir una acción en un signo verbal y viceversa. Más aún: el signo puede ser objeto de otro signo, dando lugar a la semiótica, ya vigente en el siglo xiii. Roger Bacon escribe el primer tratado de la materia, De signis. Se trata de una gramática general, común a todas las lenguas, como mucho más tarde la articulará Noah Chomsky. Puede ocuparse aún de los vestigios, o sea los fragmentos de signos destruidos o arruinados, y de las señales producidas por la naturaleza: las huellas de los animales, la eclosión de una flor, la pátina que deja la lluvia sobre las superficies. Así, como concluye Buridán, se supera la dualidad entre oraciones interiores y exteriores porque no las hay las unas sin las otras. Sólo pensamos con palabras según —de nuevo Buridán— una característica humana que él denomina nuestra virtud vociferante.

La lengua existe objetivamente pero no se da sin un hablante que la diga y el hablante es libre, un inventor de dialectos e idiolectos. Por ejemplo: estoy escribiendo en una lengua que lejanamente fue un dialecto del latín, un román paladino como quiere Berceo, eso que los alemanes llaman el habla de los ratoncillos callejeros. No es impertinente aludir a la calle, al exterior de la casa del lenguaje porque el más sublime ejercicio de la palabra, la medieval alegoría, ya forjada por los gramáticos alejandrinos, siempre señala algo que está fuera de la palabra y que ella intenta alcanzar y mantener atrapado.

Este encuentro fue descrito en la Alta Edad Media por Severino Boecio cuando tradujo dos vocablos griegos, symbolon y semeion a una misma palabra: nota. Es decir que simbolizar y significar son, para él, una sola operación: anotar. Bien vista, una dupla inconciliable: fijar términos y abrirse a la infinita significancia. Hoy diríamos: lenguaje comunicativo y lenguaje poético.

Para calmar estas tensiones dialécticas podríamos invocar a Dios y a su infinita sapiencia. Por lo mismo que infinita, incognoscible e inefable, incluso para sí mismo, como sostiene Eriúgena. Anselmo de Canterbury, por su parte, identifica la palabra divina con la intuición interior del sujeto. O sea: donde no hay signos. Así que es mejor no dar trabajo al Creador en estas cosas. El lenguaje es una invención humana, es decir algo artificial y en tal artificio, por paradoja, reside su natural relación con la realidad, un vínculo parcial, como todo lo humano en la historia, ya que en todo lo sensible siempre hay algo de inteligible.

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