POR MARGARITA LEOZ

Aprendemos a escribir moviéndonos en unos límites. De niñas, unas reglas ortográficas, sintácticas, gramaticales, caligráficas; de mayores, una tradición colectiva, un canon, lo que otros escribieron. Cuando nos convertimos en escritoras, a esa herencia universal se añade el hecho de que también partimos de nuestra propia bibliografía, de lo que hemos escrito con anterioridad. A cada nuevo libro deseamos, sin embargo, salirnos de la cuadrícula, de la pauta, escribir en los márgenes, como sostiene Elena Ferrante. Deseamos descarrilar, abandonar las vías, olvidar nuestro nombre, soltarnos la melena y avanzar campo a través. Que no haya senderos para nuestra escritura, solo la hierba alta. Pero para ello es preciso humedecer el papel hasta hendirlo, hasta crear heridas que con el tiempo produzcan libros con aspecto de cicatrices.

Este romper con el pasado individual y colectivo, con lo que escribieron y escribimos, debería desencadenarse en cada nuevo proyecto literario. En lo que a mí respecta, la última vez que decidí no mirar atrás fue el día en que dejé de resistirme a poner en palabras la muerte de mi padre. Ese día abandoné la lucha contra mí misma, traspasé el límite que me había impuesto: la frontera del país de la ficción. Ese día lo asumí, asumí el deseo y el miedo que me producía escribir sobre mi padre. No trazar frases sino hendir el papel. No había escapatoria, lo sabía; la escritura, si es verdadera, nos lleva a ese lugar que pretendemos por todos los medios evitar.

Salirme de la escritura de ficción fue algo parecido a apretar la pluma contra el folio hasta que la tinta abre camino. Una parte de mí se negaba a desgarrar el papel, quería respetar la cuadrícula y deslizarse sobre el folio con los movimientos gráciles e inocuos de una patinadora. Pero eso no era escribir «la vida viva» de la que hablaba Dostoievski; era colmar mi anhelo de seguridad. Ahí estriba el problema: la cuestión de la comodidad; para escribir hay que instalarse en la incomodidad.

No es indispensable y, sin embargo, la escritura al padre suele estar próxima a la escritura del duelo. Para mí así lo fue. De no haber fallecido, nunca habría escrito sobre mi padre. Afirmo esto y me doy cuenta de lo estúpido de la aseveración: tarde o temprano mi padre iba a morir y tarde o temprano yo iba a escribir sobre mi padre. Los padres tienen la costumbre de morirse, por suerte y por regla general, antes que su progenie. Si además cuentan con la (mala) fortuna de que sus hijas sean escritoras, su muerte lega a estas una herencia directa, sin trámites notariales: un material literario en bruto, de índole imprevista, igual que un sobre sorpresa cuyo contenido ignoramos hasta rasgarlo y escudriñar su interior. Mi padre falleció la mañana el 7 de julio de 2016, de muerte natural pero repentina e inesperada. En Pamplona —donde vivía mi padre, donde vivo yo— el 7 de julio es el día más alegre y festivo del año. Dos meses atrás mi padre había cumplido setenta y cinco años. Dos meses atrás yo había dado a luz mellizos. La víspera de su muerte mi padre había paseado de la mano de mi hija mayor, de dos años y medio, y había ido luego a la piscina con mi madre, a nadar unos largos. Al día siguiente mi padre ya no existía. Mi estupor era absoluto.

Al principio —meses después, muchos meses después de aquella jornada fatídica— tomé notas dispersas. Notas para escribir un libro que no tenía intenciones de escribir, que no quería escribir, y que, por descontado, jamás se publicaría. Se me ocurrían frases en la ducha, en la cama, al dejar a los niños en la puerta de la guardería y en el trayecto al trabajo. Las anotaba en papelitos, en libretas, directamente en el ordenador en un archivo donde empezaba a caber de todo. No las ordenaba, no les daba importancia, no iba a escribir nunca sobre la muerte de mi padre. Y, sin embargo, no pude sustraerme a ello. Lo demás —las ficciones que intentaba construir en vano para luchar contra esas notas deslavazadas, contra ese libro que se iba imponiendo a mi costa— me resultaban débiles, flojas, artificiosas, inauténticas.

Tuve que tomar distancia con los hechos, darme un tiempo para elaborar. Me fue necesario «salir de la vida», en palabras de Virginia Woolf. Las primeras frases coherentes las construí pasado el primer año, no antes. Las escenas de la muerte de mi padre eran tan vívidas, tan marcadas, que continuaban ahí con la misma intensidad del primer día. Avancé con dificultad. Una parte de mí seguía apostada en el «pensamiento mágico» de que estaba escribiendo un libro que nunca iba a culminar. Aunque luego el proyecto mutó, comencé queriendo hablar en exclusiva de mi desolación, de cómo mi vida, a consecuencia de la muerte de mi padre, se había transformado de forma radical y súbita, igual que el infarto que fulminó su corazón. Quise hablar de mi sentimiento de orfandad, de mi experiencia de duelo y de que mi existencia, tal y como yo la concebía a comienzos de julio de 2016, no regresaría jamás.

Yo también leí de manera obsesiva todos los libros sobre el duelo ante la muerte de padres y madres (y parejas y hermanos y hermanas e hijos e hijas). Son libros que buscan recorrer la distancia entre la vivencia y el dolor. Debía conocer esas obras con minuciosidad, así lo sentía, como quien domina cada punta escarpada de un acantilado, esa sima ventosa pero firme desde la que una planea arrojarse. Insertarse dentro de una tradición tan hondamente cultivada constituye asimismo una maldición, la de una escritura que, de tan gastada, no mueva, no conmueva: ¿qué más puedo decir yo que no se haya dicho ya? Pese a todo, con aquel cúmulo de lecturas entendí algo: que todos los libros valiosos sobre el duelo y los padres son libros incómodos, libros que rascan la herida, meten los dedos en ella, la abren más, la hacen sangrar en profusión y observan de cerca el efecto causado.

Si escribimos para comprender, como he mencionado antes, ¿aspiraba yo a comprender el dolor? En un primer momento, desde luego, no lo creo. Yo lo que deseaba era permanecer en el dolor; era una adicta al dolor. “Queremos escribir, no curarnos”, sostiene Alan Pauls

¿Por qué escribimos al padre? En esencia por la paradoja de que algo tan próximo, tan cotidiano, tan familiar, nos resulta oscuro, misterioso, contradictorio. Se escribe para comprender, para aprehender, para que el encadenamiento narrativo sirva como explicación ante la falta de explicación. En mi caso, yo viví las circunstancias de la muerte de mi padre —quizás no excepcionales ni en exceso trágicas— de una manera tan obstinadamente ininteligible que esta incomprensión me obligó a ponerlas por escrito. Inmersa en una realidad demasiado abundante, en una hiperrealidad, yo dudaba de la verosimilitud de la vivencia. Necesité tomar la palabra para entender, «transfigurar la experiencia en un universo de discurso», utilizando la fórmula de George Gusdorf. Para ello, el principal escollo fue encontrar la voz: una voz para expresar lo inexpresable, lo incomprensible; una voz que no podía ser la misma que había usado en mis (anteriores) ficciones. Era consciente de la insuficiencia del lenguaje para recrear el recuerdo y, al mismo tiempo, sabía que solo conseguiría escribir el libro si alcanzaba ese lenguaje mediante el cual —solo mediante el cual— se colmaría la insuficiencia de la vida. «Si no las escribo, las cosas no han llegado a término, solo se han vivido», apunta Annie Ernaux.

Si escribimos para comprender, como he mencionado antes, ¿aspiraba yo a comprender el dolor? En un primer momento, desde luego, no lo creo. Yo lo que deseaba era permanecer en el dolor; era una adicta al dolor. «Queremos escribir, no curarnos», sostiene Alan Pauls. Y, a pesar de esto, de mi recreación bulímica en el sufrimiento, tratar el dolor de forma narrativa, darle una línea coherente, fue quizás una forma de domarlo. Más adelante, cuando conseguí transformar las notas deslavazadas en fragmentos —y los fragmentos en capítulos— y la historia, por fin, salió a flote, me percaté de un hallazgo sorprendente: el dolor no se eliminaba, como mucho se amansaba, y de este amansamiento del dolor se gestaba otra cosa. Todas las mezclas de recuerdos, voces, visiones, olores, al ordenarse a través de palabras, dejaron de pertenecerme, se convirtieron en un producto, en una narración, en un artificio, en algo fuera de mí. Escribir, por tanto, no suprimía el dolor: creaba algo distinto.

Tiempo después, el proyecto —«el libro de mi padre», como lo llamé durante años— derivó hacia otras latitudes. Escribir sobre la muerte y el duelo posterior habían constituido mi punto de partida, pero más tarde, de manera natural, pasé a preguntarme quién había sido mi padre. Quise narrar su vida, la vida que compartió conmigo, a partir de «esos recuerdos que no teníamos más que él y yo en el mundo», como dice un personaje de Natalia Ginzburg. En ese instante lo más complejo de la escritura fue seleccionar aquellas escenas determinantes para moldear al personaje. Durante semanas me dediqué a la espeleología memorialística: rescaté diarios, cuadernos, agendas, fotografías de épocas pasadas. Pedí a amigos que me reenviasen las cartas que yo les había escrito hace veinte años. Hablé con mi madre —la entrevisté, en realidad—, grabé y transcribí nuestras conversaciones. ¿Qué buscaba con todo aquello, qué hallazgos esperaba encontrar, si, en el fondo, como apunta Nora Ikstena, «no existe prueba alguna, a excepción de la propia memoria»? Necesité datar con precisión, creo, para después sentirme libre de alterar la cronología de la narración. Con ese material tan abundante, y por encontrarme demasiado próxima a los hechos, me costaba separar el grano de la paja; todas las evocaciones podían llegar a resultar igual de esenciales. En la vida lo son; en la literatura, no. Agregué mucho, suprimí mucho. Además de esta criba —y del mismo modo en que acecha el peligro de la autocompasión cuando se habla del dolor—, en el retrato del padre siempre se agazapa otra trampa: la de caer en «sentimentalismos absurdos, en juicios lapidarios o en fantasías que responden a necesidades personales», en palabras de Pilar Donoso. O en ajustes de cuentas artificiales y gratuitos, solo por pretender epatar al lector. Deformar para perdonar o para perdonarse, para culpar o para aliviar la culpa, para salvar o para salvarse.

Avanzada la escritura —y creyendo haber superado el duelo—, me formulé la siguiente pregunta: ¿buscaba yo crear un personaje sólido (esto es, construirlo, afianzarlo mediante esa narración de hechos de nuestro pasado) o solo deseaba recuperar los años compartidos para prolongar mi vida con él? Escribimos sobre el padre también para ser dueñas del tiempo, para gozar de esa maleabilidad temporal que solo posibilita el arte. Escribir su personaje me permitió seguir conviviendo con su fantasma, alargar su vida a través de la intimidad con su alter ego, acompañarme por él unos años más. Me concedí esa prórroga, esa prolijidad que la vida no me había otorgado. «La muerte de alguien es el corte, la cesura, entre los dos hemistiquios de otras vidas», escribí. Su muerte había dibujado un punto final; solo mediante la escritura podía retomar yo la historia, podía regresar, por ejemplo, a esa niñez donde fui, donde acaso fuimos mi padre y yo, felices. «Nunca celebraremos lo bastante las anchas espaldas de la infancia», señala Marcos Ordóñez. Yo deseé retornar al cobijo de aquel manto cálido y protector; recuperar, en suma, a través del lenguaje, lo que sabía perdido.

No todas las épocas fueron tan dulces como la infancia. Revisitar los choques de la adolescencia, mis distanciamientos en la primera juventud, el alejamiento físico y de pensamiento durante los años universitarios o su aproximación paulatina a la vejez contribuyeron a delinear una figura paterna de luces y sombras. Eso era necesario: que ese personaje y su percepción se modificasen a lo largo del tiempo, analizar las constantes que lo definían, las grietas que lo asediaban, su evolución. Escribir este libro me hizo darme cuenta de que yo tuve un padre. «La memoria es un proceso en curso de escritura», dice Annie Ernaux. Y así es: mi padre surgió mientras escribía, los recuerdos emergieron a demanda de las frases.

No obstante también, sin buscarlo, emergí yo. La muerte de mi padre —y su escritura posterior— me hicieron tomar conciencia de mí misma: yo era la hija de alguien. Al morir mi padre me definí de nuevo en relación con él, regresé a un estado que pertenecía a la infancia, a una vida pasada, donde era niña y era hija. Fui de nuevo su hija con treinta y cinco años, justo en el instante en que dejé de serlo, cuando con su muerte se rompió el vínculo. A lo largo de los años yo me había ido deslizando hacia otras vidas —mi vida de adolescente, mi vida de universitaria, mi vida de escritora, mi vida de adulta, mi vida de madre— y había ido borrando así mi condición de hija. Cuando me convertí en huérfana, volví a ser la hija de mi padre, volví a ser alguien con filiación. Comparto cuantiosos rasgos físicos con mi padre, una carga genética que me fascina tanto como me asusta —mis orejas serán siempre sus orejas—. He heredado su sentido de la orientación, su gusto por los términos precisos. He adoptado algunos de sus gestos y costumbres: su orden en la nevera, escuchar La Pasión según San Mateo en Viernes Santo, los zapatos bien lustrados. ¿Por qué lo hago? ¿Lo hago porque me es útil o por rendirle pleitesía? Al escribir al padre, nos escribimos a nosotras mismas, nos confrontamos a nosotras mismas, inventamos y desordenamos la hija que fuimos, revisamos nuestra identidad y, algo que no es en absoluto baladí, nuestra relación con los hombres, los otros hombres. Nos miramos en un espejo que nos devuelve un reflejo desfigurado que maravilla y espanta —de nuevo el deseo y el miedo—. Tal vez solo busquemos «en el pajar del tiempo / la aguja que me cosa al forro de mí mismo», como apuntan estos versos de Javier Velaza. ¿De qué manera pespuntear la hija que fuimos cuando él nos miraba y la hija que somos ahora que no nos mira ya?

A raíz de esta constatación, la de que nuestro padre ya no está para mirarnos, me pregunto, además, qué nos ha supuesto liberarnos de esos ojos paternales. Escribimos al padre para terminar con él. Para despedirnos, si no tuvimos ocasión de hacerlo como fue mi circunstancia —¿acaso alguien se despide verdaderamente, acaso las despedidas son posibles?—, pero también para apremiarlo a desaparecer. En la recta final de mi escritura, me cansé de la memoria y de la aflicción. Deseé que el papel, como la herida, volviera a cerrarse, se suturase, cicatrizase. Elegí la vida y no la muerte, elegí que el dolor no me fagocitase por completo, elegí un cierto olvido. Algo dentro de mí se negó a ser devorada por mi padre, por su falta, por el abatimiento de la pérdida, por la narración del dolor. Preferí ser devorada por cualquier otra cosa, ser devorada por mis hijos que no me permitían la ociosidad ni el desánimo ni el insomnio ni la escritura, por sus demandas inaplazables, ser requerida y consumida por la vida. Pero me pregunto si, al escribir sobre mi padre, no lo estaba expulsando de mi vida actual, de mi vida sin él.

No poseo demasiadas certezas en relación con la cuestión de narrar al padre, pero sí sé que escribir Lo que permanece es la cosa más verdadera, más directamente basada en mi vida que he escrito nunca

«El libro de mi padre» ya no se llama así. Ahora posee un título: Lo que permanece. Aún no se ha publicado, pero pronto tendrá una cubierta, una contraportada, un ISBN. Le pondrán una faja roja. Se distribuirá por las librerías. Los críticos lo comentarán. Tendré que responder a entrevistas, a preguntas más o menos oportunas para las que me habré preparado unas respuestas más o menos adecuadas. Comienza a no pertenecerme, lo siento ya; el cordón umbilical que me une a sus páginas está presto a cortarse, pronto se desatará de mí por completo. Ese libro será de los demás, de sus lectores. Hoy, casi ocho años después de la muerte de mi padre y con la publicación en el horizonte, no sé bien si lo que sucedió fue como lo cuento o si lo que cuento ha acabado suplantando el relato cierto de los hechos. «El recuerdo es un acto de la imaginación», sostiene Julian Barnes. Lo que recuerdo y lo que escribí son ahora una misma cosa.

Por más que ha pasado el tiempo y las arduas jornadas de escritura de mi libro han quedado atrás, compruebo que este artículo está plagado de preguntas. No poseo demasiadas certezas en relación con la cuestión de narrar al padre, pero sí sé que escribir Lo que permanece es la cosa más verdadera, más directamente basada en mi vida que he escrito nunca. Y, sin embargo, mientras me sucedió todo aquello, esa experiencia —la muerte, sus particularidades, los recuerdos anteriores y los posteriores— me resultaba tan irreal, tan literaria, como si quien lo viviese no fuese yo, sino el personaje de uno de mis cuentos. Un personaje de ficción, un personaje sumergido en una ficción. Yo había salido de la ficción, campo a través, para escribir el libro de mi padre, pero al escribirlo me di cuenta de que estaba regresando a la ficción por medio de la escritura del yo. Escribir «mi padre ha muerto» convirtió el hecho en una ficción. Ese galimatías, uno de tantos, que nos persigue, nos incomoda y nos hechiza.