Siento cómo envejezco y me encuentro pensando cada vez más en la materialidad de las cosas, que se vuelve incierta. Quizás ‘sospecha’ sea la palabra que mejor refleja mi sensación hacia lo tangible, ya no confío tanto en la realidad que percibo. Soy pragmático ante esto, sigo con mi vida, haciendo lo que se debe hacer sin pensar constantemente en ello, pero hay un ruido de fondo que no logro sacudirme. La sospecha se ha alojado en mí. Por una parte, no tengo duda de que es un síntoma existencial al acercarme a aquel horizonte delineado por la muerte, esa certeza absoluta que no discrimina, y nivela el campo de juego justo cuando el juego se acaba. Pero también, estoy convencido de que este desconcierto se debe a lo extraño que se ha vuelto todo en la última década. Enumero algunas cosas: Trump, Bolsonaro, pandemia, cuarentenas, inteligencia artificial, Elon Musk, fake news, ovnis, Ucrania, Palestina, el auge de redes sociales, balazo a Trump, quizá Trump de nuevo, Milei, Maduro de nuevo. Tengo claro de que nada de esto es nuevo per se, la historia está repleta de ejemplos, pero en este último trecho de historia, pienso que la realidad dio un giro abrupto, se siente cada vez más ajena a lo que la cronología venía calcando. A veces juego con la idea de que, a partir de noviembre de 2016, la existencia se bifurcó en dos: una, más racional y acorde con la historia reciente, y otra, la que habitamos, resulta ser una realidad «simpsonificada», una suerte de biproducto claramente degradado, como si fuéramos víctimas de una mala jugada cósmica. Quizá un cisma ocurrió de nuevo en diciembre del 2022, esta vez de manera más auspiciosa, cuando el Dibu atajó el remate de Kolo Muani. Pero, dejando estas especulaciones de lado, sé que parte de mí reacciona así porque no quiero resignarme a que esta realidad, tal como se presenta en toda su trágica ridiculez, sea algo tan evidente que simplemente se muestre a sí misma como sí misma desde sí misma.
Tengo claro que todo esto suena como la perspectiva de alguien que no acepta el estado presente de las cosas. Sin embargo, más allá del mirador etario desde el cual rumio, siento que hay algo que no calza, que a veces se vislumbran las costuras, como si el ropaje fenomenal le estuviera quedando pequeño a la metafísica de las cosas. A veces, se siente como que estamos en la mala novela de un tallerista entusiasmado al que se le ha escapado de las manos y se ha vuelto inverosímil. No sé, puede que esté solo en esto; creo que no, pero sea cual sea el caso, no puedo obviarlo. Y de todo esto, lo más sospechoso es el tiempo mismo; ese fenómeno incomprensible al que le hemos puesto nombre y creado máquinas para medirlo, como si el supuesto flujo de las cosas se sometiera a los engranajes de un reloj. No obstante, existen y persisten diversas pseudo-definiciones del tiempo, algunas más poéticas que otras. Van desde lo más austero, como «el tiempo es lo que marca el reloj» y fin del asunto, hasta ideas más elaboradas: «el tiempo es el avance de la entropía», «el tiempo es movimiento», «el tiempo es la presencia de una temperatura» o «el tiempo no existe; es simplemente una función lineal de la consciencia que depura y adapta la realidad, porque somos animales secuenciales, incapaces de procesar lo que realmente es».
Esto último no me suena tan descabellado por varias razones. Sabemos que la realidad se nos presenta filtrada por los sentidos; por ejemplo, nuestro aparato óptico no está equipado para ver todo lo que hay. El ojo solo puede acceder a un segmento ínfimo del espectro, viendo solamente el 0,0035% de la realidad. Quizá, así como nuestras mentes no son capaces de percibir ni procesar la totalidad del espectro visual, tampoco pueden asimilar la realidad en su forma total y cruda. Necesitamos una parcelación de la información, hilada de manera lineal en una secuencia que nos permita digerir la existencia. No entendemos el Quijote mirando el tomo; debemos avanzar por sus líneas para hacerlo. El libro no contiene tiempo, o dicho de otra forma, contiene todos los tiempos, pero solo enhebrando la secuencia de letras por el ojal de nuestras mentes podemos darle sentido. En otras palabras, la consciencia es una suerte de huso que estira una hebra lineal desde una nube atemporal. Además, si aceptamos la explicación fisicalista de la consciencia, la totalidad de nuestra experiencia cognoscible transcurre en una bóveda confinada a nuestro cráneo, codificada y decodificada por nuestro cerebro, encerrado en una cámara sellada y muy oscura. Si lo pensamos bien, esto extrañamente no desemboca en algo muy fisicalista; el conjunto de químicos, conexiones gelatinosas e impulsos eléctricos cruza una brecha (que no entendemos) para producir «esto». Vale señalar algo que, si damos un paso atrás, suena absurdo: hay un flan gris que flota en nuestras cabezas y nos «convence» de que el tiempo es algo. Y ni hablar de aquello que se ubica y transcurre en dicho flujo temporal.
Reitero que no es algo que piense ni examine en la cotidianidad; en ese contexto, acepto el tiempo de manera tácita. Pero cuando escribo, estas cosas se vuelven más presentes. Pienso que la escritura es tender vías, trazar extensiones de tiempo mediante el lenguaje, o tal vez es más preciso describirlo como ficcionar el tiempo, así como uno ficciona espacios para convertirlos en lugares, o personajes para hacerlos personas, entropías para que se vuelvan eventos, y así sucesivamente. También considero que escribir requiere abrir momentos y espacios de la nada y asignarles temporalidad, para poder habitarlos, amoblarlos, envejecerlos, para que algo acontezca, para que algo se sienta, se piense, se diga. En esos procedimientos, siento que entiendo el tiempo y, a la vez, dejo de creer en él de la manera en que suelo pensarlo en el día a día. Escribiendo siento que puedo moldearlo, retrocederlo, acelerarlo, detenerlo, atravesarlo, bifurcarlo, extinguirlo. Es maleable; de cierta manera, se vuelve tangible. Pero es una ficción. Sin embargo, ¿qué hay de la narrativa que tiende mi mente para lidiar con mi vida, para darle sentido hasta en el nivel más básico y mecánico? El tiempo es ritmo, el ritmo es movimiento. Poner un pie delante del otro y establecer un compás para caminar no sería posible sin la narrativa temporal que se escribe en mi cabeza. Pensándolo así, también debo abrir y ficcionar momentos y espacios en mi mente para albergar la «realidad» cotidiana.
En este sentido, escribir se ha convertido en un antídoto contra el mal que nos asedia desde hace unos 15 años. Y lo llamo mal sin titubeos ni equívocos, sin caer en apologías. Me refiero a la pérdida del pensamiento narrativo, no en el sentido literario, sino en un sentido más amplio: la capacidad de hilar ideas narrativamente para dar paso al pensamiento abstracto y crítico. Estamos sumidos en una cultura doblegada por pantallas portátiles que nos alimentan con una procesión de imágenes, videos y audios breves, desechables y non sequitor. No hay narrativa más allá de los propósitos del algoritmo, cuya directiva es mantenernos ahí, evitar que nos aburramos y distraernos ad infinitum. Es una secuencia no secuencial, pienso en TikTok, onomatopeya del ritmo de un reloj, pero sin compás coherente. No nos ofrece líneas de pensamiento, sino cápsulas de «contenido» que cercenan la posibilidad de tender puentes entre una cosa y la otra. La velocidad irreflexiva y los virajes que apuntan más a la dopamina que a la abstracción han intervenido nuestras capacidades cognitivas. Por un lado, nos volvemos agentes pasivos incapaces de desconectarse del trance y, por otro, cuando actuamos lo hacemos de manera deshumanizada, miméticamente, funcionando como organismos básicos de estímulo y respuesta ante un espejo digital. Este dispositivo de (no)ser lo llevamos en nuestros bolsillos siempre y recurrimos a él cada vez que hay una pausa, porque poco a poco no toleramos estar a solas con nosotros mismos. Cuando perdemos la capacidad de reflexión, de abstraer la experiencia y de procesar las cosas, lo único que queda en la pausa son las embestidas de un aburrimiento fatal que no somos capaces de tolerar. Ante esto, el tiempo vuelve a tornarse sospechoso, descronologizado, y las pausas no logran conectar con mentes que están en cortocircuito. Lo que alguna vez fueron momentos de tregua, terminan siendo parajes hostiles y deshabitados que tempestean al encontrarse con estas mentes inconexas. Escribir es mi forma de combatir mis propios cortocircuitos e irreflexiones, evitando la pérdida del pensamiento narrativo y rescatando la pausa. La capacidad de abstraer es una facultad necesaria, incluso en la escritura de textos caóticos, y resulta fundamental. Para poder abstraer, es imprescindible hilar ideas, es decir, narrar.
En este contexto, vale señalar que distingo esta noción de narrar del uso común del término que generalmente implica contar una historia con una trama definida y un desarrollo teleológico. Existen narrativas que no siguen este esquema de manera tradicional; hay prosas que habitan en las oquedades que crean, estableciendo un lugar y un tiempo, o incluso sugiriendo su ausencia. Me interesa especialmente la ausencia del tiempo en la prosa, cuando se abre un espacio donde el reloj no corre: una pausa habitada, una especie de naturaleza muerta articulada o esbozada en palabras. Y cuando digo escritura, me refiero específicamente al proceso en sí, no al resultado legible. Creo que este fenómeno paréntesis ocurre de ambos lados de la cuestión, pero me atrae más la creación de temporalidad o atemporalidad en tiempo real. En el proceso de lectura, hay un elemento pasivo en este aspecto, no absoluto, sino una suerte de convenio tácito con el texto, donde uno cede el control de cómo, dónde y cuándo ocurren las cosas. Aunque «ocurrir» es un término problemático en este contexto, pero eso lo abordaré después. En la escritura, en cambio, hay una sensación de control; y digo sensación porque no estoy del todo convencido de que se reduzca a eso. Siento que en el proceso de creación, el tiempo se vuelve maleable, como si lo tuviera entre los dedos, modulando el flujo, la velocidad, la pausa y las bifurcaciones. Pero es en la pausa, en la contención del tiempo narrado, donde aquello se transforma en otra cosa, algo más real: una realidad sin antes, ahora, ni después, una existencia en suspenso que pende entre lo pensado y lo escrito. Es en ese estado que siento que la temporalidad cobra sentido en su propia extinción. Es ahí donde todo se detiene, porque tan pronto se apoya el lápiz o se aprieta la tecla y se hila, el tiempo reanuda, y prima lo lineal, aun cuando es para componer una naturaleza muerta, el huso arranca y el hilo se urde.
En este sentido pienso en el proceso de la escritura como algo más que simplemente contar algo, en ella se abren estados liminales en los que todo simplemente es y nada transcurre, no precisa acaecer, incluso no tiene sentido imponerle incidencia. Más allá de eso, no sabría explicarlo salvo que quizá sea una forma de plenitud alojada en espacios que se despliegan entre la consciencia que concibe y los dedos que trazan. Yace entre la abstracción eterna, sin tiempo, y la linealidad mecánica de la escritura. Así como sería en el paréntesis previo a la instrumentación del medio, sea cual sea, para la artista en el sentido amplio de la palabra. Ahí, en esa brecha, hay algo libre de costuras, inapelable, ahí la duda no se cuela, aún no. Es en este umbral donde la escritura se convierte en una forma de ser, una manera de enfrentarse a la realidad y de reconfigurarla. Aquí, el tiempo no es una flecha que avanza inexorablemente, sino una geometría o quizá mejor una arquitectura, no sé bien cuál sería el término indicado, quizá un tapiz. Y es en ese intersticio que el proceso de la escritura trasciende su función comunicativa y se transforma en un estado de existencia. En esta frontera sin lugar ni tiempo, encuentro una tregua, un asilo en donde la sospecha del tiempo y la materialidad se disuelven.
Cuando me preguntan por qué escribo, o qué me motiva a escribir, suelo responder una cadena de ambigüedades que se resumen en la búsqueda de sentido. Pero creo que realmente es para estar ahí, en ese no-momento y en ese no-espacio, que desemboca igualmente en un sentido potente, aunque difícil de comunicar. Y en estos tiempos, de ontologías cuestionables, cuando el mundo tambalea en su propia inverosimilitud, y me encuentro inevitablemente inserto en su temporalidad y materialidad, necesito algo que me arraigue desde una realidad más profunda, por decirlo así, y la escritura me ayuda a enhebrar ese hilo. Y tengo claro que hablo por mí, muchos, quizá la mayoría, están tácitamente anclados y no dudan de lo que acontece y cómo se desenvuelve. Quizá me equivoque. Pero sospecho que el acto de crear es para muchos, no un escape como se suele pensar, sino una forma de ver el mundo de una manera más auténtica. Para ello, a veces se requiere ponerle pausa a todo, para ver mejor, entender mejor, salirse del flujo de las cosas y asomarse desde fuera. Para intentar entender el mundo habría que hacer eso, ¿no? Apreciarlo con algo de distancia, fuera de su propio dominio. Pienso que el proceso de escritura es precisamente eso; el impulso en suspenso, el aliento que se contiene antes de sumergirse.