POR JOSÉ-CARLOS MAINER

Las solapas de sus libros definen a Fernando Castillo como un profesional de la cultura (en su condición de funcionario público), autor de numerosos estudios sobre historia y, a menudo, director de exposiciones. Organizar una exposición es una manera de narrar porque nos obliga a reordenar las cosas, a advertir las secretas afinidades entre ellas, a percibir y recrear una atmósfera peculiar. Y Castillo ha procurado de añadidura que su trabajo coincida con su gusto o su curiosidad. En su currículum cuentan muestras (y sus correspondientes catálogos) sobre Carlos Sáenz de Tejada y Joaquín Valverde, ilustradores de los ocho tomos de la Historia de la Cruzada Española (1939-1944), pero también ha compilado dibujos humorísticos de Luis Bagaría, el más ácido y complejo de los caricaturistas españoles de izquierda progresista. Ha trabajado sobre Ramón Gómez de la Serna y sus domicilios predilectos, porque ama las ciudades literarias europeas, de las que escribe siempre que puede. Y no oculta su pasión pertinaz por dos creadores, el dibujante belga Georges Rémi, Hergé, inventor de Tintín, y el novelista francés Patrick Modiano. Sobre el primero ha publicado El siglo de Tintín (en Páginas de Espuma, 2004) y Tintín-Hergé: una vida del siglo xx (en Fórcola, su editor habitual, 2011); sobre Modiano ha escrito otro volumen, París-Modiano. De la ocupación a mayo del 68 (2015), que es una lectura apasionada de la obra del escritor a vueltas de la historia y la memoria que le han servido de referencia vital y literaria.

Uno y otro, Hergé y Modiano, han dibujado con «línea clara» y libre fantasía un mundo extraño y trágico a la vez, inocente y sospechoso a partes casi iguales y, en definitiva, hicieron de sus dibujos o de sus novelas un modo de vivir lo que en su día no vivieron conscientemente, o lo hicieron a medias. Y, sobre sus huellas, Fernando Castillo ha practicado el mismo ejercicio cognoscitivo y sentimental con lo que tenía más cerca: la ciudad de Madrid. Son muestras otros de sus libros: Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la postguerra (Polifemo, 2010), Madrid y el Arte Nuevo: Vanguardia y arquitectura 1925-1936 (La Librería, 2011) y Los años de Madridgrado (Fórcola, 2016), a los que ahora se suma La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura. Madrid 1936-1943 (Fórcola, 2018), sin duda, el más absorbente y personal de los libros que ha escrito. Pero al lado de los citados volúmenes de la serie madrileña, el antecedente más claro del libro que ahora reseñamos es el que dedicó al París de la Ocupación, que —por supuesto— tenía mucho que ver con la narrativa de Modiano: Noche y niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro. Vidas cruzadas de César González Ruano, Pedro Urraca, Albert Modiano y Andrés Gabison (2012), al que siguieron París-Modiano. De la Ocupación a mayo del 68 (2015) y el más reciente y breve Españoles en París 1940-1944. Constelación literaria durante la Ocupación (2017), todos en Fórcola.

La insistencia en libros de esta naturaleza delata el hervor de una pasión compleja que —como muchas otras formas del coleccionismo: la bibliofilia o la filatelia— se vive en soledad pero gusta compartirse con algunos pocos. Los prólogos de los libros de Fernando Castillo suelen citar a los cómplices de sus encuentros y se mencionan como contribuyentes de sus pesquisas, o como una suerte de fila cero que preside idealmente el club de sus lectores habituales: suelen estar allí Juan Manuel Bonet, Juan Bonilla, Antonio Muñoz Molina, Andrés Trapiello, José Carlos Llop, Juan Malpartida, Javier Goñi… Y, sin duda, podrían sumarse quienes (pienso en los novelistas Javier Cercas o Ignacio Martínez de Pisón) han practicado el hábito de la inmersión en momentos históricos que han recibido aparente sentencia firme de la Historia (le adjudicaremos ahora la mayúscula ritual) pero que no ha alcanzado a eclipsar la existencia de personajes que no fueron ni héroes ni mártires, ni abnegados ni convencidos, ni criminales abyectos ni fanáticos irredimibles, sino habitantes de un purgatorio insomne en el que hicieron trampas, se equivocaron de bando, cometieron delitos y sobrevivieron, o no, a las implacables reglas de un juego que siempre iban a perder.

Entre todos han configurado un territorio literario cuya translación a las páginas puede confundirse a veces con las muy laxas pautas de la autoficción y con las muy proteicas de la escritura autobiográfica que está en la base del ensayo de siempre y también del que —lo diré sin convicción, por mi parte— llamamos posmoderno. Cuando hablamos de libros y propósitos tan distintos como el Diccionario de las vanguardias españolas 1907-1936, de Bonet; de Sefarad, de Antonio Muñoz Molina; de El Rastro. Historia, teoría y práctica, de Trapiello; de París: suite 1940, de José Carlos Llop; de El monarca de las sombras, de Javier Cercas; de Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón; de los dos volúmenes de Diarios de Juan Malpartida; o de Prohibido entrar sin pantalones, de Juan Bonilla, hablamos de ficciones con base real, de repertorios personales o de divagaciones en busca de un relato que tienen la misma comezón de indagar, la misma renuencia a juzgar sin apelación y la misma humana compasión por la debilidad o el fracaso. No niegan la probidad de la sentencia histórica pero rehacen el camino que la construye, donde siempre hay algo perdido u olvidado. Castillo ha utilizado a menudo la voz inglesa Quest, pesquisa, a la que dio carta de naturaleza literaria una intensa, caprichosa y celebrada biografía, En busca del barón Corvo (Quest for Corvo, 1934), del británico A. J. A. Symons, dedicada a la evocación de clérigo renegado, mistificador y artista que se llamó Frederick Rolfe.

Sin embargo, hasta ahora, Fernando Castillo se había limitado a convertir en relato lo que había leído como documento o anotado en su revisión de la bibliografía precedente, aunque tampoco perdiera la ocasión de apuntar con intención una sugerencia bibliográfica o realzar algo significativo o premonitorio. Pero en La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura. Madrid, 1936-1943 ha ido bastante más lejos en el uso de la jurisdicción del narrador y ya no se limita a recordar el nombre antiguo de una calle, el paso de un tranvía por esta otra o a pormenorizar un dato meteorológico de hace setenta años.  Ahora conjetura sentimientos en quien actúa, o incluso inicia su relato con la descripción de algo real, pero de lo que no tiene datos fehacientes: el viaje en automóvil que Alfonso López de Letona hizo entre Madrid y la frontera portuguesa, el mismo 18 de julio de 1936. O describe, en ocasión de otro viaje —ahora forzoso— del mismo personaje, el 8 de enero de 1937, qué pudo pasar por su cabeza cuando llegaba a Madrid, donde le esperaba un interrogatorio policial que no se presentaba nada halagüeño. «Ahora, como una mala premonición, volvía su infancia olvidada: el recuerdo de sus padres y sus hermanos, los almuerzos de los domingos, los juegos —carreras y griterío infantil en el Retiro y en la plaza de Oriente— en las primaveras en las que en Madrid, como decía Ramón Gómez de la Serna, se destila esencia de acacias bajo el piar de golondrinas y vencejos». Es patente que esos recuerdos que se prestan al personaje proceden de la reelaboración de los propios: Fernando Castillo, nacido en 1954, pertenece a la última generación que, sin tener recuerdos propios de la guerra civil, los ha recibido de labios de sus padres o abuelos en un tiempo de ritmo más pausado y de mayor perseverancia (y culto) de la memoria oral. Por eso, el libro propone —al lado de los nombres históricos de los «personajes de una ciudad oscura»— las enigmáticas siglas de otros, niños o adolescentes sin duda, que se citan como FHL, A. N. y P., supongo que iniciales de los miembros de su propia familia que vivieron aquel momento.

Esa tímida pero significativa apropiación de la materia narrada invita a darle una cierta solemnidad formal al conjunto. La secuencia ya no viene determinada, como en otros de sus libros, por el azar de los encuentros y la contigüidad de las fichas sino que el autor la siente organizada como un escenario —¿otro «gran teatro del mundo»?— donde los hechos se disponen como tragedia y como espectáculo. Y así, el índice contiene una obertura, «I. Dramatis personae: Hotel Madrid (julio-noviembre de 1936)», a la que siguen «II. Los hechos: Madrid negro (diciembre 1936-enero 1938)», «III. El desenlace (febrero 1938-mayo 1939)» y «IV. Último acto y telón (abril 1939-1943)». Y la cronología atiende, por supuesto, los avatares de la ciudad tempranamente sitiada, pronto convertida en frente de batalla urbano y objeto de la codicia conquistadora de los sublevados. Luego, se trueca en escenario de una heroica reacción defensiva que logró conjurar la caída de la ciudad (pero no el triste abandono de las autoridades estatales que buscaron el arrimo de Valencia, el entonces «Levante feliz»). Y, ya al final de la contienda, se perfilan los combates doblemente fratricidas entre las fuerzas leales al gobierno de Negrín y los sublevados que aglutinó el coronel Segismundo Casado, quien buscaba una capitulación negociada que nunca tuvo la menor acogida en el eufórico friso de militares franquistas, decididos a consumar el genocidio selectivo que diseñaron cuando su fracasado golpe militar del verano de 1936.

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