Dos elementos destacan en la escritura del libro: uno es el género elegido, la novela, y el otro es la segunda voz que le cuenta al escritor lo que él aún no conoce o no entiende. ¿Qué ha supuesto escribir esta «autobiografía» dentro del género de la novela y por qué la elección de esa voz?

Éstas son dos preguntas en una. Empiezo por la primera, la referente a la «autobiografía». Celebro que le ponga comillas a la palabra porque, en mi opinión, se trata de una novela, que tiene un trasunto autobiográfico, pero que no deja de ser novela. ¿Por qué? Porque los acontecimientos que no fueron conocidos directamente por el autor, de los que no fue testigo presencial, en tanto que muchos de ellos ocurrieron en otros tiempos y en otros espacios, son suplidos por la ficción literaria. Se habla mucho en la actualidad de «autoficción» e incluso de «novela sin ficción». Yo he adoptado el término «novela de ficción supletoria».

Por lo que hace a la otra pregunta, la segunda persona ha venido a desempeñar precisamente este papel ficcional. La utilicé por primera vez en mi novela Y retiemble en sus centros la tierra, que relata el periplo que sigue un profesor jubilado y alcohólico por las cantinas del centro histórico de la Ciudad de México. Como los alumnos que lo iban a acompañar en este recorrido no coinciden con él, el viejo profesor determina emprender la marcha en solitario y tomarse una copa en cada cantina, con lo cual se va emborrachando paulatinamente. El narrador en tercera persona da cuenta de su itinerario, pero la segunda persona le habla al personaje, como si éste hablara consigo mismo: es, por decirlo así, la conciencia sobria de un personaje que se va embriagando hasta la inconsciencia. De no ser por esta segunda persona, que se mete en el alma del personaje, la novela se limitaría a narrar las nada interesantes ni graciosas peripecias de un borracho. En Tres lindas cubanas, la segunda persona es la novela misma, que me cuenta a mí, su escritor, lo que yo no pude indagar de la historia que relato. Y me revela facetas insospechadas de los personajes. Es como si yo le proporcionara a la novela los datos de que dispongo y ella, por mero ejercicio de coherencia narrativa, me los devolviera procesados, enriquecidos, revelados. Más o menos lo mismo ocurre en El metal y la escoria. La segunda persona es la voz lúcida y memoriosa —y, por supuesto, ficcional— de un personaje, en este caso, yo mismo, que pierde la lucidez y la memoria.

CADA VEZ SOY MENOS ENTUSIASTA EN GENERAL, CADA VEZ MÁS CRÍTICO DE LAS EXACERBACIONES DEL NACIONALISMO

La novela se desarrolla en un escenario que no es otro que la historia de México: la migración, el exilio español de los republicanos y su influencia. Usted ha escrito algunos ensayos, uno de ellos es «Un río español de sangre roja», recogido en De la carrera de la edad, donde rinde homenaje a muchos intelectuales y profesores universitarios españoles. ¿De qué modo toda esa influencia ejercida se refleja en la búsqueda de su identidad?

La conquista política y espiritual española implicó que México (lo que andando el tiempo sería México) asumiera como propio el repertorio de ideas y de valores en que se sustenta la cultura hispánica. En tiempos de independencia, marcados por un antiespañolismo furibundo, la España de la migración de la segunda mitad del siglo xix no dejó una huella especial, pues México no fue el principal país de acogida y la comunidad española que aquí se estableció se mantuvo más o menos aislada y adoptó actitudes endogámicas. La España del exilio republicano tras la Guerra Civil, en cambio, se involucró intelectual y afectivamente con el país que la recibió y ejerció una influencia notabilísima en las instituciones culturales y académicas de México. Y, en cierto modo, ayudó a definir la propia identidad nacional. Muchos intelectuales del exilio se dedicaron al estudio de la historia, el arte, la antropología, la sociología mexicanos y contribuyeron al mayor conocimiento de la cultura de mi país.

 

En «Un rastro de plumas angélicas», nos cuenta que Carmen Parra inoculó en su sensibilidad un entusiasmo nacional. Un asunto que hoy tiene en Europa y, concretamente en España, un despertar complejo. ¿Qué significa sentir ese entusiasmo nacional?

Habría que precisar que ese texto fue escrito en 1993, hace veinticinco años. No ha cambiado mi reconocimiento por ciertas características que suelen atribuírsele a mi país: la supervivencia de algunos valores procedentes de las culturas originarias, su riqueza plástica, su peculiar manera de hacer suyos —y enriquecerlos— los modelos procedentes del extranjero, las fecundas mixturas de las tradiciones que en él han convergido, etcétera. Pero mi entusiasmo no es el mismo ahora que entonces, por dos motivos: uno subjetivo y otro objetivo. Por un lado, cada vez soy menos entusiasta en general, cada vez más crítico de las exacerbaciones del nacionalismo y cada vez más consciente del terrible daño que ese nacionalismo exacerbado le ha infligido a la humanidad, sobre todo a partir de las dos guerras mundiales, que algunos historiadores prefieren denominar «guerra civil universal»; por otro, en el cuarto de siglo transcurrido desde que escribí el texto hasta ahora, la violencia, de origen y de dimensión supranacionales, se ha sobrepuesto en México, trágicamente, a la cultura que tan fervorosa admiración siempre me había suscitado.

 

El tiempo es otra de las figuras importantes en sus textos. En ocasiones melancólico y nostálgico, en otras iniciático y en otras histórico, la imagen de las palomas que van de un hueco a otro en la fachada de la catedral de México me parece un hallazgo afortunado en la narración.

Celebro que le haya parecido afortunada la imagen del vuelo secular de las palomas. Es cierto que los textos que configuran el primer volumen del libro De la carrera de la edad tienen un tono nostálgico, como lo indica el título mismo del libro, que procede de un verso adolorido de Quevedo: «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados». Hay un sentimiento de pérdida, que se expresa de manera lírica, así sea en un discurso ensayístico. Pérdida del padre, pérdida de la mitad de mis hermanos, pérdida de la infancia, pérdida de la juventud, pérdida de la ciudad, pérdida del país; en fin, pérdida del tiempo y del espacio. Pero creo que en la enunciación de esa pérdida estriba precisamente el rescate y la recuperación. Así de fuerte es mi fe en la palabra. Un ejemplo: mi discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, que recojo en este volumen bajo el título de «México, ciudad de papel», habla de una ciudad, mi ciudad, que se ha destruido sistemáticamente desde la conquista hasta nuestros días, pero que sobrevive en la literatura, que la ha conservado, reconstruido y mantenido viva.

NO HAY MAYOR DIFERENCIA ENTRE UN DISCURSO ENSAYÍSTICO Y UN DISCURSO NARRATIVO EN LO QUE SE REFIERE A LA FICCIONALIDAD, TAMPOCO LA HAY ENTRE LA HISTORIOGRAFÍA Y LA NOVELA HISTÓRICA


En este volumen que recoge algunos de sus textos, nos encontramos con buena parte de ficción, no sólo porque algunos sean crónicas o testimonios, sino porque esa parte de la historia que no está documentada sí está en parte reconstruida por un relato imaginario. ¿Qué piensa de la novela histórica, ese género ambiguo por excelencia?
La verdad, no creo mucho en la taxonomía de los géneros literarios. A veces les digo a mis alumnos que la clasificación de los géneros, que heredamos de la poética aristotélica, sólo sirve para que los profesores de literatura devenguemos nuestro salario quincenal.

La verdad, no creo mucho en la taxonomía de los géneros literarios. A veces les digo a mis alumnos que la clasificación de los géneros, que heredamos de la poética aristotélica, sólo sirve para que los profesores de literatura devenguemos nuestro salario quincenal.

Me han dicho que mis ensayos son muy narrativos y que mis novelas son muy ensayísticas. Sé que adopto una actitud distinta cuando escribo un ensayo que cuando escribo una novela, pero la diferencia no está en la presunta ficcionalidad de la segunda con respecto a la presunta no ficcionalidad del primero, sino en el aliento, en la duración, en el propósito. Ambos géneros recurren por igual a la imaginación que a la inteligencia.

Por lo que hace a la novela histórica, habría mucho que decir. Empezaría por descalificar las novelas seudohistóricas, tan en boga en nuestros días, que cubren el pasado bajo un velo de fantasía barata, como de bisutería. Pero así como no hay mayor diferencia entre un discurso ensayístico y un discurso narrativo en lo que se refiere a la ficcionalidad, tampoco la hay entre la historiografía y la novela histórica. El historiador tiene que interpretar, con la imaginación, los datos recabados del pasado, que no hablan por sí mismos, y tienen, por tanto, que ser vertidos en un discurso narrativo. Exactamente lo mismo hace el escritor de novelas históricas. La diferencia, acaso, estriba en que, en el discurso historiográfico, los personajes que desempeñaron un papel protagónico en la historia conservan su protagonismo, mientras que, en la novela histórica, los protagonistas de la historia suelen convertirse en personajes secundarios, del mismo modo que los que no tuvieron ningún papel relevante en los acontecimientos se vuelven protagonistas de la novela. También es cierto que al historiador se le exige una veracidad que al novelista «se le rebaja» a la mera verosimilitud.

 

De la carrera de la edad lo abre, además del prólogo, un capítulo titulado «La escritura», en el que afirma que «Si la literatura responde al anhelo del hombre por permanecer más allá de la muerte, la destinataria natural de la poesía es la memoria». Borges decía: «Todos tenemos el placer de la lectura, pero el escritor tiene asimismo el placer y la tarea de la escritura». ¿Por qué y para qué escribe usted? Es curioso, me he dado cuenta de que he empezado la entrevista por el final y la termino con un principio. Muchas gracias por su tiempo y colaboración.

Creo que no podría responder a su pregunta mejor que lo que ya dije en el texto sobre la escritura al que alude. Así que, si me perdona, prefiero transcribir un párrafo que aventurar una paráfrasis del mismo: «He de confesar que no me gusta escribir. Me afecta, me tensa, me desquicia. Es una tarea tan abominable como inútil. Exige un enorme esfuerzo realizarla y no sirve para nada. ¿Por qué escribir entonces si se trata de un ejercicio aborrecible que además no parece tener utilidad alguna? Aunque se antoje romántica, la verdad es que escribir no es una elección sino un destino. Rilke le decía al joven poeta Franz Xavier Kappus: “Basta con que se pueda prescindir de escribir para que no se tenga el derecho de hacerlo jamás”. Y es que sin la escritura no entendería nada; la vida sería una mera sucesión de actos que el olvido pulveriza. Y así como nada me parece más arduo y más dificultoso que escribir, nada disfruto más que haber escrito. Mi mayor gozo es que la palabra buscada durante horas, durante días, acaso durante años, de pronto se aparezca, resplandeciente, para instalarse en la mitad de la página. No hay placer más grande que ver iluminada en la palabra la oscuridad caótica de la que procedía».

Muchas gracias a usted por su lectura y por sus preguntas.

 

 

 

 

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