POR FERNANDO CASTILLO

Fue César González Ruano —otro escritor incontinente y en muchos aspectos, como el de la desmesura literaria compartida, también ramoniano— quien dijo que todo lo que hacía Ramón Gómez de la Serna —él dijo Ramón— lo convertía en literatura. Una realidad que es inseparable del escritor madrileño, en quien se confunde vida y obra y a quien todo lo que imaginaba y contemplaba en el entorno de su despacho, de su café Pombo o de las calles madrileñas, parisinas, lisboetas, napolitanas o bonaerenses, lo incorporaba a sus textos indefinibles. Esta capacidad literaria aplicada a todo y a todos se revela de manera especial e intensa al acercarse a las más de trescientas greguerías ilustradas, publicadas en la revista Blanco y Negro en los primeros años de la década de los treinta. Unos años difíciles tanto para el escritor y la propia Europa como para una España cambiante y en tensión creciente. Y es que si estas greguerías tienen algo en común es la contradicción ramoniana de aunar lo cotidiano y lo excepcional, lo habitual y lo fantástico, pero también su mirada fragmentada, su realismo insólito que atraía desde los comienzos de su obra y que está en el centro de su literatura.

Las greguerías, ese género creado por Ramón en su obra de idéntico título, aparecida en 1917, y que expresa su enorme modernidad, son tanto el medio que le sirve para acercarse al mundo y convertirlo en literatura mediante un lenguaje expresivo. Se diría que las greguerías y su espíritu, que Ramón definía como la suma de humorismo y metáfora, impregna toda su vida y sus textos. Y es que se podría decir que su obra, a veces de género imposible de precisar por lo original o lo complejo, es una suma de greguerías o, si se prefiere, una greguería total. Las greguerías, incluidas las dibujadas, contienen elementos humorísticos, irracionales, lúdicos, asociaciones extraordinarias, metáforas, asunto fantásticos y corrientes, personales y públicos, esencialmente urbanos e, incluso, un bestiario exótico en el que hay canguros, focas que quieren bailar la jota, como dice que hacían los cangrejos de río, y doña polilla, sin olvidar a los hipopótamos. Todo, formando una suerte de «naturalia» que complementa la wunderkammer que era su despacho, donde no sabemos si en vez de reunir su universo con piezas compradas en el Rastro, lo que hacía era despiezarlo. En suma, unos asuntos expresados con la más absoluta libertad creativa, tanto literaria como artística, y sobre todo técnica, que somete a la idea.

Se diría que se ha escrito casi todo acerca de las greguerías de Ramón y de sus dibujos, pero ahora, en una nueva vuelta de tuerca, el ramonista Eduardo Alaminos en su texto de Greguerías Ilustradas (2018) —casi un libro de artista— amplía el conocimiento acerca de la condición artística de Ramón y de su obra a partir de las piezas publicadas en Blanco y Negro y de la exposición organizada en el Museo ABC, que, se diría, culmina su actividad al frente del Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid (MAC), donde Alaminos instaló el despacho bonaerense de Ramón. Tras la exposición dedicada a las greguerías publicadas en Blanco y Negro y siguiendo las aportaciones de Ioana Zlotescu, Juan Manuel Bonet, Juan López de Ayala, y, ahora, del citado Eduardo Alaminos, es posible acercarse a los dibujos ramonianos con una mirada más completa. A modo de anticipo, se puede decir que en el Ramón artista que aparece en estos dibujos de los años treinta hay ready made, hay algo de los cadáveres exquisitos, de las performances que organizaba el escritor como sus conferencias portátiles, las impartidas a lomos de un elefante o de un trapecio. Hay también algo de sus actuaciones radiofónicas realizadas en directos irrepetibles desde su despacho, que más que colaboraciones periodísticas eran muestras de arte efímero, o de sus intervenciones cinematográficas, como su aparición en la sinfonía urbana madrileña de Ernesto Giménez Caballero, Esencia de verbena. Y hay también rastros de las instalaciones tan novedosas y tradicionales a un mismo tiempo, como la que representa su despacho, que no deja de ser una cámara de maravillas del siglo xx.

Quizás Ramón no llegue por la calidad de su obra a la consideración de los que, en afortunada denominación de Juan Manuel Bonet, practican la doble militancia, reservada para figuras de equivalentes y destacables capacidades como las incluidas en su imprescindible obra El poeta como artista (1995) pero, sin duda, merece estar entre ellos por su creatividad, por su impulso artístico que, aunque procede de la literatura, la desborda. Entre aquellos que brillan en las artes y las letras con semejante intensidad estarían, entre otros muchos, Víctor Hugo, Henri Michaux, Bruno Schulz, Jean Cocteau, Apollinaire y, entre nosotros, José Gutiérrez Solana, Ricardo Baroja, José Moreno Villa, Rafael Alberti, Gabriel García Maroto, Gabriel Celaya, Ramón Gaya, quizás también Federico García Lorca, Adriano del Valle y, a su modo, Ernesto Giménez Caballero, por no seguir con Eduardo Arroyo o José Hierro. Ramón es de esos escritores que necesitan del arte para continuar creando y es uno más de esos escritores que pintan, a su modo, sometidos al imperio de la literatura, como hacía también Max Aub. Todos ellos, al fin, artistas, tienen la capacidad suficiente para trascender las convenciones académicas y las exigencias de la técnica o de los medios, que someten a sus necesidades y no al contrario. El resultado hay que valorarlo antes por el contenido, por lo conceptual e innovador de la actividad, que por la calidad artística. Los dibujos ramonianos no tienen pretensiones artísticas pues ignoran las convenciones al uso y, aún más, esquivan los gustos dominantes entonces en la ilustración, casi siempre afectados. Son de una absoluta modernidad o, como dice acertadamente Eduardo Alaminos en su texto dedicado a este asunto, son «taquigrafía de la observación de la realidad: de lo trivial, de lo cotidiano», de ahí la impresión de apunte, de garabato, un término ramoniano, que les caracteriza.

Las ilustraciones de Ramón son, sobre todo, unas imágenes que quieren explicar lo escrito, una función de sus dibujos que ya señala con anterioridad en obras como Ramonismo, publicada en 1923, o más adelante en Trampantojos, aparecida en Buenos Aires en 1947, nombre éste de un género pictórico clásico muy ramoniano. Son los de Ramón unos dibujos tributarios de la literatura, que intentan suplir el trabajo de unos ilustradores que no le satisfacen, pero también son literatura, lo que confirma la identificación entre arte y letras que hace Fernando Pessoa, que en este caso es absoluta. Los dibujos de Ramón tienen algo de copla de ciego, de xilografía tardo medieval, de jeroglífico, de viñeta de tebeo, de dibujo infantil, de todo aquello que desde el arte sirve para apoyar un relato sin dejar de contenerlo. Son un enriquecimiento de la greguería escrita mediante un recurso que enlaza con la tradición de la ilustración española que como en toda Europa —donde ya había surgido la línea clara de la mano de Hergé—, atravesaba una época de enorme brillantez que en España tenía a dibujantes tan destacados como Bagaría, Bon o Penagos, entre otros muchos. Unos dibujantes que enlazaban con las expresivas y coloridas ilustraciones de las revistas políticas aparecidas en el Sexenio Revolucionario abierto en 1868, al calor del pronunciamiento de septiembre del general Serrano. Con sus dibujos, Ramón consigue, al margen de las técnicas y los criterios artísticos, concentrar o sintetizar el relato que contienen las greguerías, que ilustran mediante trazos modernos y diferentes. Este contenido narrativo de las imágenes es tan intenso que hay dibujos que contienen por sí mismos el propio relato escrito, de manera que se diría que, a veces, incluso podrían prescindir del texto.

En lo que se refiere a las greguerías dibujadas publicadas en la década de los treinta en Blanco y Negro, que recoge el catálogo citado Greguerías Ilustradas, incluidas en los apartados titulados «Cifras de París» y «Cifras de Alemania», que bien podrían llamarse «Cifras de Berlín», se puede hablar de unas «greguerías viajeras» como una versión ramoniana de la literatura de viajes tan en boga en la época, sin que el escritor lo pretenda. Mediante esta conjunción de textos y dibujos dedicados a París y Berlín, más que presentar la realidad de la ciudad, Ramón nos muestra como su mirada es capaz de unificar a las urbes, pues en todas encuentra personajes y cosas —otro término ramoniano— que son intercambiables. Un rasgo de modernidad que le acompañará hasta su Buenos Aires crepuscular, aunque siempre permanezca Madrid, su Madrid, en su retina. Ramón ilustra sus greguerías para la revista Blanco y Negro sin sucumbir a la influencia anestesiante e imitativa de algunos de los ismos de vanguardia que tan bien conocía, que contribuyó a difundir y a los que acababa de dedicar un libro de madurez, Ismos, en el que, según señala Ioana Zlotescu, se despide de las vanguardias consciente de que se habían agotado una vez cumplida su misión agitadora y de renovación.

Los dibujos ramonianos son tan audaces y novedosos, incluso cercanos a la abstracción, como realistas o caricaturescos, y están realizados según el criterio independiente del escritor y de acuerdo con las exigencias de cada ocasión. Una combinación estilística tan contradictoria como característica de un autor equidistante de todo, de lo moderno y de lo castizo, del Rastro y de Montparnasse, del Pombo y del café Greco. Todo sin dejar de ser lo uno y lo otro. Y es que Ramón tiene dibujos tan convencionales, sin dejar de ser modernos, como el que ilustra la greguería dedicada al muy madrileño relojero de portal instalado en el hueco de la escalera, que a veces también era zapatero, o al lector de adhesiones, que se diría son ilustraciones convencionales. Junto a ellos hay ilustraciones tan novedosas como el magnífico dibujo dedicado a las golondrinas y vencejos, prácticamente una abstracción, que es uno de los más destacados. Un dibujo que está muy cerca del maravilloso y caligráfico titulado Lo nuevo, que se encuentra precisamente en Ismos. Un dibujo de aire a caligrama apollinaresco sin duda de gran modernidad, pero que remite a los temas islámicos medievales cuya decoración se basa en la muy plástica caligrafía cúfica, y que fueron también en su momento un alarde de innovación junto con los atauriques vegetales y la lacería geométrica.