Una pregunta que tampoco suele hacerse la crítica es la siguiente: ¿quién leía esos libros masivamente? ¿Por qué razón comprar y leer masivamente entonces los libros de García Márquez o Vargas Llosa y diez años antes no hacerlo con los de Borges o Juan Rulfo ni en España ni en América Latina? A menudo se olvida el cambio radical de público lector y consumidor de cultura en general que se produce en la década de los años sesenta.[i] En esa década aparece un grupo social nuevo con incidencia en las costumbres y en las exigencias del mercado, con una capacidad adquisitiva que hasta entonces nunca había tenido y con un repertorio artístico surgido de su propia elaboración cultural. Ese grupo es el de «la juventud»; la juventud europea y estadounidense en un primer momento, a la que muy pronto siguen los grupos juveniles de otros continentes. El fenómeno, aunque hoy en día sea difícil de comprender, fue mucho más profundo y significativo de lo que puede parecernos. Antes de los años sesenta, los jóvenes eran un grupo social con muy poco peso específico: su mayor anhelo, en general, era parecer adultos. Sin embargo, a partir de los años sesenta y gracias al fenómeno de la industrialización del ocio, sobre todo de la música, una determinada cultura empieza a imponerse entre los grupos juveniles de distintos países desarrollados. Sus manifestaciones no tienen que ver solamente con la música, sino con el modo de vestir, de relacionarse socialmente y sexualmente y, por supuesto, con un gusto determinado (y generalmente distinto e incluso opuesto al de los adultos) y una predilección por ciertas manifestaciones culturales que van conformando un corpus propio. En ese corpus tiene mucho peso lo que se llamó «contracultura», es decir, un conjunto de elaboraciones filosóficas e ideológicas que renovaron de un modo casi exclusivamente juvenil la vieja utopía de la construcción de un «hombre nuevo», de una «sociedad nueva». Desde las primeras manifestaciones juveniles de protesta contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos hasta la revolución de Mayo del 68 en París se conforma esa mentalidad contracultural, exclusivamente juvenil, con sus variantes: desde el pacifismo hippie a los grupos de guerrilla urbana en Europa y América Latina. En ese contexto, la Revolución cubana supuso un nuevo referente en el camino utópico para la construcción de un hombre nuevo latinoamericano.
Este grupo juvenil –contracultural, utópico, enfrentado a la «vieja vida» de los adultos y por primera vez con autonomía, con eco social en los medios de comunicación de masas y con capacidad adquisitiva– elabora su propio repertorio literario que no quiere tener ninguna relación con el repertorio clásico de sus mayores. Para estos jóvenes, los libros de Julio Cortázar, de Mario Vargas Llosa, de Carlos Fuentes y finalmente la extraordinaria epopeya mágico-política de García Márquez ocupan naturalmente un lugar central.
Desde el punto de vista editorial, la crítica olvida a menudo otro fenómeno directamente relacionado con todo lo que venimos hablando: que el triunfo de la Revolución cubana provoca también una revolución editorial. Revolución editorial que contribuye decisivamente a la difusión del libro, sobre todo en América Latina pero también en España. Una de las decisiones más determinantes del Gobierno revolucionario cubano para la difusión del libro y la lectura, paralela al programa de alfabetización, fue la supresión de los derechos de autor. En Cuba se editaron libremente toda clase de libros de toda clase de autores sin que a las editoriales les costara un solo peso en derechos de autor. Eso hizo que las publicaciones se abarataran considerablemente hasta el punto de equipararse a los artículos de primera necesidad. La editorial de Casa de las Américas, Letras Cubanas, Arte y Literatura, las ediciones de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, etcétera, marcaron un antes y un después en la historia de la edición en América Latina y contribuyeron a surtir de libros a ese nuevo grupo social juvenil que, poco a poco, fue creciendo también en las distintas repúblicas del subcontinente.[ii]
Volvamos de nuevo a la carta de Cabrera Infante. En todo momento se muestra caballeroso, educado e incluso servil con el ministro Robles Piquer a pesar de que la censura le ha denegado ya dos veces el permiso de publicación de su novela y de que se ha visto obligado a rehacerla e incluso a cambiarle el título. Sin duda su tono es muy distinto al empleado por Carlos Fuentes por el mismo motivo, por haber sido denegada la publicación de Cambio de piel, que también obtuvo el premio Biblioteca Breve. Fuentes publica en la revista Siempre, en diciembre de 1967, un incendiario artículo titulado «La inquisición española todavía quema los libros mexicanos» en el que incluía fragmentos del informe del censor, una carta de Robles Piquer y su propia contestación encendida.[iii] Claro que a Carlos Fuentes no le importaba publicar su novela en Joaquín Mortiz, su prestigio había saltado hacía tiempo las fronteras mexicanas, su proceso de internacionalización se había iniciado con éxito y, por lo tanto, no tenía ningún inconveniente en regresar estratégicamente a sus cuarteles de invierno. Sin embargo, con la actitud militante ante la censura española, colonial y franquista, satisfacía su mala conciencia y su posición izquierdista de cara a la repercusión mediática que su gesto había de tener con toda seguridad y que efectivamente tuvo. El caso de Cabrera Infante era muy diferente, recién exiliado del régimen cubano, intentando instalarse con su familia en España y siendo todavía prácticamente un escritor desconocido, se ve obligado a comulgar –nunca mejor dicho– con ruedas de molino:
«El protagonista (es decir, el narrador, que vale tanto como decir el autor) comprende cuál es el camino de contrición y mientras perdona y comprende con caridad (cristiana, por supuesto: Cuba vivía también en la era de Cristo) las faltas humanas en su amigo, el otro protagonista, el otro narrador, otro alter ego, siente que para él también habrá una salvación (las referencias a Dante, al infierno y al Apocalipsis se hacen ya no claras, sino transparentes, evidentes por sí mismas, en esta porción del libro… La superstición y el paganismo quedan negados, anegados, literalmente así, por un aguacero tropical que es un torrente purificador…».[iv]
No deja de ser sorprendente y decepcionante este tono lastimero y claudicante en quien más tarde compuso su figura como insobornable anticastrista, defensor a ultranza de la democracia. Al parecer, en ese instante, no le importaba demasiado inclinarse servilmente ante la dictadura franquista para intentar ser acogido en España como escritor de éxito y poder ingresar en el camino de la internacionalización literaria. Porque, al margen de las necesidades materiales, las aduladoras y amables palabras de Cabrera Infante al jefe de los censores franquistas no parecen esconder otro objetivo: «Confío, señor director, que prestará usted la misma atención a mis actuales peticiones… La misma benevolente importancia que concedió a mi humilde, anterior carta… Con gracias mil y anticipadas, queda de usted su afectísimo y seguro servidor…». En definitiva, Cabrera Infante y su carta son un ejemplo muy significativo de lo que pesaba España en ese momento, junto con la atmósfera que la élite del boom había conseguido, en el proceso de internacionalización de la nueva narrativa hispanoamericana.
Una de las polémicas más sonadas en todo el contexto del boom fue la que sostuvieron Mario Vargas Llosa y el crítico uruguayo Ángel Rama en la revista Marcha. Aparentemente, la polémica quería ser en exclusiva literaria pero había un fondo de posiciones ideológicas, incluso políticas. Mario Vargas Llosa, a pesar de ser uno de los renovadores de los aspectos técnicos de la novelistíca hispanoamericana, tenía y tiene una concepción de la literatura conservadora, impresionista, neorromántica. Sin embargo, Rama, crítico de formación marxista, muy influenciado por la Escuela de Frankfurt y en concreto por Walter Benjamin, defendía una concepción del discurso literario ligada a las necesidades de un público, en este caso, específicamente hispanoamericano. A simple vista, parecían posiciones distantes e irreconciliables a pesar de que en los últimos años de Rama (muerto prematuramente en un accidente de aviación) parecieron reconciliarse, al menos personalmente. No obstante, en el fondo las dos posturas defendían un mismo objetivo: la inserción del intelectual latinoamericano –escritor y crítico– en el mercado internacional con el peso específico que, según ellos mismos –y las circunstancias avalaban–, les correspondía. Al hablar de la polémica que se suscita a raíz del ensayo de Vargas Llosa sobre García Márquez titulado García Márquez: historia de un deicidio, la crítica se refiere a este texto como el primer ensayo de Mario Vargas Llosa, pero en realidad eso no es exacto. El primer ensayo de Vargas Llosa se escribió en 1958 aunque se publicó en 2001 en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima; se titula Bases para una interpretación de Rubén Darío. En este trabajo, el novelista peruano indaga en la vida y obra de Darío no para analizar estilísticamente esta última, sino para desentrañar el camino que Darío anduvo para construirse a sí mismo como escritor, su vocación literaria, sus contradicciones, las tentaciones del realismo y el naturalismo. Son muy significativos los siguientes párrafos:
«La grandeza de Darío, no está sólo en aquel universo musical y mágico, en aquellos personajes fabulosos y en las armonías admirables que constituyen su obra, sino en aquella honradez consigo mismo, en aquella limpieza con que accedió a elegirse a sí mismo, como hombre y como escritor, trazándose un destino e impartiendo un sentido, un contenido, una moral, a su literatura; es esta elección inicial la que dio unidad y grandeza a su obra, además de su talento».[v]
Pues bien, en el caso de Ángel Rama, su primer ensayo verdaderamente significativo, el que lo coloca con personalidad propia en el mapa de la crítica latinoamericana, está dedicado también al magnífico vate nicaragüense Rubén Darío y el modernismo (circunstancia socioeconómica de un arte americano). Comienza del siguiente modo:
«El fin que Rubén Darío se propuso… fue la autonomía poética de la América española como parte del proceso general de libertad continental, lo que significaba establecer un orbe cultural propio que pudiera oponerse al español materno, con una implícita aceptación de la participación de esta nueva literatura en el conglomerado mayor de la civilización europea, que tenía sus raíces en el mundo grecolatino».[vi]
El uno habla de Darío desde un interés personal, individual, y el otro desde un interés generacional, colectivo, pero los dos saben –y en el fondo es eso lo que les interesa desentrañar– que Darío fue el primer escritor hispanoamericano capaz de insertar la literatura del subcontinente en un espacio internacional, universal, apoyándose además en un esfuerzo generacional, en un movimiento específicamente hispanoamericano: el modernismo. En definitiva, se trataba de un esfuerzo muy parecido al que, en estos años sesenta, realizan tanto los escritores como los críticos de la nueva narrativa hispanoamericana, bien desde la individualidad, desde la élite de su núcleo central o desde la generalidad de la literatura surgida en las distintas repúblicas americanas.
Universidad de Granada
NOTAS
1 Prats Fons, Nuria. La novela hispanoamericana en España (1962-1975), 2 vols., tesis doctoral de la Universidad de Granada, 1995, vol. 2, 696. La carta completa se incluye entre las páginas 694-702 del «Apéndice». Un resumen de la tesis titulado «La censura ante la novela hispanoamericana» se incluye en La llegada de los bárbaros: la recepción de la literatura hispanoamericana en España (1960-1981), de Joaquín Marco y Jordi Gracia, Edhasa, Barcelona, 2004, p. 189-218.
2 Citado por Pablo Sánchez López en La emancipación engañosa, una crónica trasatlántica del boom (1963-1972), Cuadernos de América sin Nombre, Universidad de Alicante, 2009, p. 60.
3 Esteban, Ángel y Gallego, Ana. De Gabo a Mario, Edhasa, Barcelona, 2009, p. 23.
4 Para la amistad de García Márquez y Vargas Llosa, el libro de Esteban y Gallego es fundamental. Para las «franquicias» críticas del boom también podemos ver la misma obra (p. 35) y el libro de Donal Shaw Nueva narrativa hispanoamericana: boom, postboom, posmodernismo, en su versión definitiva (Cátedra, Madrid, 1999).
5 Así los denominó en un principio Carlos Fuentes en La nueva novela hispanoamericana (Joaquín Mortiz, México, 1969) y también Joaquín Roy, con el alcance más amplio que ahora quiero darle al término, en la introducción a Narrativa y crítica de nuestra América (Castalia, Madrid, 1978).
6 Pablo Sánchez en La emancipación engañosa, ob. cit., p. 207.
7 Es curioso, pero sí se hacen estas consideraciones al estudiar las características del público lector en los años setenta y ochenta. Por ejemplo, en los artículos de Antonio Skármeta («Perspectivas de los novísimos», en Hispamérica, n.º28, 1981, p. 49-64) y Ángel Rama («Los contestatarios del poder i y ii», en Quimera, n.º 9-10, julio agosto de 1981, p. 51 y n.º 11, septiembre de 1981, p. 26).
8 En España, los libros cubanos comenzaron a circular a mitad de los años sesenta con precios muy asequibles, a pesar de los gastos de importación.
9 Ver Prats, Nuria: «La censura ante la novela hispanoamericana», en La llegada de los bárbaros, ob. cit., p. 206-213. En la tesis de la misma autora, La novela hispanoamericana en España (1962-1975), se incluye la carta entera de contestación de Carlos Fuentes (vol. 2, pp. 690-694).
10 Ibíd., 700.
11 Vargas Llosa, Mario. Bases para una interpretación de Rubén Darío, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 2001, p. 109.
12 Rama, Ángel. Rubén Darío y el modernismo, Universidad central de Venezuela, Caracas, 1970, p. 5.