POR NICOLÁS MELINI

Ahora se atiende más al lector que no lee.
LUIS MATEO DÍEZ
Mucha gente está leyendo y escribiendo este tipo de libros
[…] como una manera de pasar el tiempo,
como una forma de hibernación.
DAVID SHIELDS
Hoy está bien visto escribir malas novelas. Enseguida aparece alguien dispuesto a objetar con arrogancia su espete: «Quién dice que es mala»; «Será mala para ti»; «Pues a mí me gusta». ¿Todo vale? Sí, todo vale. Falsos relativismo y «democratización del gusto» (igualación violenta, más bien); autoritarismo del valor cuantitativo y dinerario; falsa defensa de la libertad –de la libertad creativa, también–.

La literatura tiene su propio sistema de valores, pero hemos hecho mucho para depauperar estos en favor del valor cantidad: el valor Dinero en vez del valor Literatura. El sistema de valores de la literatura difiere del sistema de valores del mercado, aunque a veces coincida o se fuerce su coincidencia por interés. La industria del libro hace denodados esfuerzos para conciliarlos, y multitud de agentes (también una parte significativa de los escritores) colaboramos de un modo u otro a que su convivencia sea bien avenida y, su matrimonio, forzosamente feliz, haciendo todo por demostrar que es posible hacer (y publicar) buena literatura y, al mismo tiempo, vender. Hace décadas que los periodistas preguntan a los autores –invariablemente– por los lectores; esto es, por el número, por el dinero, por las ventas. Hace tiempo que el agente literario, el editor y el escritor no pueden permitirse pensar sólo en términos de valor literario de una obra. Aunque –también hay que decirlo– aún atesoran algo de prestigio quienes son capaces de hacernos creer que, para ellos, la literatura es lo primero. Es verdad, el mercado del libro y la literatura están condenados a entenderse o, siendo tal vez un poco más precisos, hoy la literatura está condenada a entenderse con el mercado del libro. No es una cosa en contra de la otra, no es literatura versus mercado, pero conviene tener presente que no son exactamente lo mismo: la una se inserta dentro del otro pero el otro se dignifica y se desborda por la trascendencia de la una.

Décadas de colaboracionismo –con el mercado– han ido depauperando la literatura que el propio mercado ofrece, ahora parece que se va percibiendo esto de manera más evidente. Hay que recordar ya con una sonrisa la bisoñez de aquellos novelistas que se presentaban diciendo que su novela era «como una película» y, ávidos de público, sonreían convencidos de que su novela atraería a las masas que hacían cola para entrar en los cines. Cuando la moda fue internet, sus novelas se llenaron de supuestos chats, arrobas y emoticonos. De qué no serían capaces. Menos riesgo, más entretenimiento: por un tiempo ha sido políticamente incorrecto matizar el valor del entretenimiento en literatura; no tomarlo como propósito final de la narrativa supone incurrir en soberbia, esnobismo, petulancia. Y, para entretener: la transparencia, que todo «se entienda», que todo esté ahí, sin misterio, clarinete. Hay escritores dispuestos a desnudarse para salir en la tele y en los papeles de diario sin darse cuenta de que entrar así en el hogar de las personas es ordinario y los convierte en cualquier cosa menos en escritores. Decía Walter Benjamin en «La obra de arte en la era de su reproducción técnica» que, para las cosas que se encuentran «a servicio del culto […], el que existan es más importante que el hecho de ser vistas». Pero ya sabemos que para vender es muy necesario que se vea (el producto) y que se entienda fácilmente también, al contrario de lo que parecía que era el arte literario: doblez, misterio, mucho más que lo explícitamente dicho. Ahora se rehúye el culto –lo cultural– y se busca al lector que no lee –no culto– por su número, por su proporción, para llevar a más gente a consumir, pretendida condición para sobrevivir como creadores. Si no los llevas a consumir, se supone, no podrás hacer cultura. Esta es una de esas falacias que tratan de integrar, por interés, valor cultural y valor de mercado, cuando a menudo es justo al contrario: si cultura, pocos consumidores; salvo excepción. Y, si produces algo menos culto para acceder a un público que no lo es, tal vez no estés haciendo cultura. El número de ejemplares vendidos no cuenta en el campo literario. Cuando una obra es extraordinaria, normalmente, las ventas pasan desapercibidas, ignoradas, obviadas. A nadie le importa si Juan Gelman ha vendido más o menos: es Juan Gelman.

La prensa aún señala de vez en cuando que determinado escritor es un gran escritor y además su calidad no se encuentra «reñida» con las ventas, una suerte de «sí se puede» del mercado respecto de la gran literatura, ¿o será de «sí se puede» de la gran literatura respecto del mercado? Muchos escritores, al no poder reinar en el campo literario, esgrimen sus ventas y ese «sí se puede». Debilitan el campo, abrazan el mercado y tratan de desplazar el centro del campo allí donde se encuentran ellos para poder «reinar» aunque normalmente esto suponga pan para hoy y hambre para mañana: un reino espurio. Todo el mundo se da cuenta; a menudo, hasta el afectado. Lo mismo suele suceder con el intelectual respecto del artista: trata el artista de arriar el ascua a la sardina del intelecto (la memoria, el haber leído, el saber acreditarlo) para reinar por ello, pero suele pasar con mucha frecuencia que el ascua se la arría no quien más sabe o ha leído más –otra vez, no es la cantidad– sino quien ha leído suficiente y posee la fibra o el espíritu o la hermosura, en definitiva, quien posee lo del creador (sea lo que sea o esté compuesto por lo que esté compuesto ese lo).

Revisemos la hemeroteca y descubramos cómo, a lo largo de las últimas décadas, se han ido destilando los discursos de la debilitadora igualación, la supuesta democratización, la falsa libertad. Hemos confundido mucho, intencionadamente, una supuesta libertad del lector (que pueda elegir lo que quiera) y una supuesta libertad del escritor (que todo, o cualquier cosa, pueda valer). El mercado es sinérgico, un fluir en el que continuamente hay que inventar nuevas estrategias para vender-más-veces-más-cosas; quien quiere vender se ve obligado cada poco a exponerse un poco más. Ahora, con tal cantidad de oferta, se diría que cada vez nos vemos impelidos a hacer mayores aspavientos publicitarios para conseguir la atención de algún lector, y muchos los hacen –en sus propias obras–, histriónicos y beligerantes hasta el agotamiento y el ridículo, como aquel Juan el Bobo de los cuentos de nuestra infancia, trasunto de Ícaro, que conseguía volar agarrándose a las palomas, pero luego se soltaba y caía precisamente encima de una tunera, y se pinchaba el culo. Pareciera que cada vez haya que abaratar más los valores de la literatura en pos de obtener un número decreciente de unos lectores, además, aún más disgregados hacia fuera de la literatura. También ha sucedido en la cartelera de cine, ahora menos cinematográfica que antes. El factor económico es extraordinariamente disgregador. Pero hablar de la influencia del dinero en la tendencia a la baja calidad que apuntan las obras de hoy está mal visto. Es tabú: un debate cultural orillado porque el dinero no se cuestiona y la persecución de un rédito económico es lo normal. ¿Que si literatura o negocio? Aducimos que es «un debate ya superado» para salvaguardar la legitimidad del negocio. Como si nos dijéramos: «Olvídalo, no hay vida fuera del mercado». Y es verdad, el campo literario se inserta dentro del mercado. Pero no es eso lo que se discute, sino que un argumento como el anterior sirva para desactivar la importancia de los valores propios de la literatura.

En el caso de aquellos géneros literarios (la poesía, el cuento) en los que la posibilidad de ventas es reducida, los valores de la literatura han resistido un poco más que en el caso de la novela. Y, sin embargo, no han quedado completamente a salvo. Internet, dicen ahora, ha «visibilizado» una poesía que tiene muchos lectores. Pero no, no es así: internet ha mostrado la existencia de un enorme número de personas –que apenas son lectoras– propensas a «gustear» cursilerías, obviedades, frases vacías (sin significación), y el mercado se ha puesto a trabajar para ellas. Las mesas de novedades de poesía se han llenado de productos (que muchos identificamos como subproductos, como si fuese necesario remarcar su condición), expulsando al anaquel a los clásicos y a los mejores poetas contemporáneos: delante «lo que vende» con independencia de su calidad literaria o su relevancia cultural. Así es ahora (no en todas las librerías, eso es cierto), hasta que la moda se pase.

En el caso del cuento, en la última década ha surgido en Madrid un «movimiento» de cuentistas animados por un discurso anticapitalista. El cuento incómodo para el mercado sería uno que se aleja de la realidad, un cuento que boicotea la planicie de un cuento ramplón, cursi, redactado en vez de escrito, sensiblero o efectista, producto del adocenamiento que promueve el mercado, y lo hace por medio de los mecanismos fabulosos de la ficción. Lo curioso del caso es que el cuento de algunos de los alumnos menos aventajados de este cuento español «anticapitalista» ha devenido, por su ardid para despegarse de la realidad, en narración que se diría hollywoodiense: esto es, en artificio. Que el cuento «anticapitalista» reniegue de la realidad y devenga en artificio narrativo hollywoodense (pero sin efectos especiales) tiene su gracia, pero hay que decir también que ese no parece que fuera el plan; todo lo contrario. Uno de los mejores cuentos de esta especie lo realiza Ángel Zapata –poseedor además del discurso que lo promueve– experimentando con una combinación de géneros que dota a las piezas de una calidad literaria que raya en la verdad poética. Tal vez no sea, pues, el anticapitalismo lo que identifica a ese cuento español, sino el talento y una radical orientación hacia el campo literario. Por otro lado (o tal vez por el mismo lado), Eloy Tizón ha decretado el inicio de la «era del postcuento» porque el excelente cuentista que es Tizón observa que a la mayoría del cuento que se publica le falta «riesgo». En cualquier caso, en ambas posturas, que son principales en España, se aprecia la incomodidad con el devenir cualitativo de las obras de narrativa, que –venimos diciendo– se debe, posiblemente, al paulatino cambio de valores ocasionado por el desgaste por igualación (con los valores de mercado) de los valores literarios y la consiguiente mediocrización de todo. Se trata de posturas beligerantes con determinados productos del mercado. Sin el enseñoramiento del mercado no existirían.

Total
23
Shares