POR ANA NEGRI

Una posibilidad aterradora

Esa noche, reflexionando, descubrí una posibilidad aterradora: la de que mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, no fueran en realidad mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, sino una banda de ladrones disfrazados de mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, que tenían por finalidad secuestrarnos y quitarnos nuestras propiedades.

Este fragmento forma parte de «Las dos y cuarto», ensayo en el que Jorge Ibargüengoitia nos cuenta el universo que lo rodeaba de niño y la forma en que comienza su carrera literaria. La «posibilidad aterradora», como él la llama, surge luego de ver en el cine una película en la que un grupo de estafadores se hacía pasar por la familia del mayordomo para entrar a vivir en la casa de una anciana y despojarla de sus pertenencias. ¿Cómo no va a ser aterrador creer que se está siendo víctima de una estafa durante días, como dice el autor que sucedió, en su propia casa? ¿Cómo no temer a ese grupo de seres malintencionados y la idea de que descubran que él conoce la verdad? ¿Cómo no quedar atrapado en ese juego de apariencias? Y, sobre todo, ¿cómo no sentir terror ante la idea de que lo que vemos frente a nosotros no sea lo que aparenta?

El episodio no es ni de cerca parte central del ensayo, pero la forma en la que está enunciado me llamó la atención. La duplicación de personajes de la primera parte parece innecesaria: «que mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, no fueran en realidad mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia». Supongo que la intención era reproducir la forma de hablar de un niño de menos de siete años que todavía no domina la posibilidad de sintetizar para referir un asunto, pero al desarrollar los elementos y presentarlos en toda su extensión, Ibargüengoitia logra que la materialidad de la escritura (la letra escrita, quiero decir) dé cuerpo a lo que de otro modo hubiera sido sólo una idea: que aunque dos entidades parezcan iguales, pueden no ser lo mismo. Si insistimos con la síntesis podríamos resumir: las apariencias engañan.

Derrotar a lo aterrador

En el mismo ensayo, Ibargüengoitia afirma que la llegada de sus parientes norteños (repite de nuevo la enunciación completa de cada uno con sus nombres) fue «un gran estímulo» para su carrera literaria. Me atrevo a pensar que esa consideración no sólo se debía a que su tía Hortensia leía en voz alta lo que él escribía, como apunta en el texto, sino también a que junto con su parentela, se instaló también la fascinación por el poder de las apariencias y la suspicacia frente a lo que se presenta como realidad.

«Era yo un gran fusilador»,1 dice el autor sobre sí mismo y los textos que escribió en esa misma etapa. Más allá de un texto escrito en tres hojas, cocido por su madre y con apariencia de periódico que después vendió a su tía Margó por un centavo, lo que hacía, según su propio ensayo, era tomar como modelo obras que le gustaban para, a partir de ellos, crear sus propios textos —a manera, imagino, de reescrituras o versiones de los primeros.

Entre otros ejemplos, describe después su mayor éxito de esos años: Las dos y cuarto, basada en Las dos y cuarto. Al respecto dice: «La novela original comenzaba: “Estaba yo sentado en la sala de espera del bufete Hartmann, Hartmann & Cadbury…” La que yo escribí comenzaba: “Estaba yo sentado en la sala de espera del bufete, Hartmann, Hartmann & Cadbury…”». Aquel niño había encontrado la manera de invertir los roles: ¿cómo vencer al terror que habitó con él por varios días con la llegada de su parentela? Fusilándolo.

Me he extendido en hablar sobre Las dos y cuarto porque intuyo que, a través de él, Ibargüengoitia no sólo comparte lo que considera que fueron sus inicios en la creación literaria, sino también, me parece, la clave de ese juego de apariencias que lo obsesionará por el resto de su vida y que estaría presente en gran parte de su escritura.

La cultura del disfraz

«Como México no hay dos», decimos hasta el hartazgo. Esta expresión, que Ibargüengoitia llama alabatoria —porque, en efecto, surge con ese fin— a mí me gusta entenderla no sólo como una forma más del nacionalismo a ultranza que elogia su país de manera incondicional, sino también como una puerta abierta a la crítica de ese país tan extraordinario como escalofriante; que puede presentarse con rasgos hilarantes, aunque muchas veces resulte desolador. La multiplicidad de facetas que México es capaz de presentar es mucho mayor que las que responden a esos pocos adjetivos que he elegido para dar cuenta del contraste; lo importante es destacar que en esa constante oscilación de talantes puede resultar cuando menos desgastante recorrer sus calles, entender expresiones particulares del habla, descifrar los códigos o lidiar con la idiosincrasia de sus habitantes; en suma, llegar a buen puerto sin una guía en mano o, cuando menos, con el apoyo de algunas advertencias previas. En las columnas de opinión que publicaba semana a semana, Ibargüengoitia dejó una carta de navegación para transitar esa realidad caótica mexicana en la que las normas no son más que simulacros, apariencias que esconden un funcionamiento social corrupto y absurdo, y las palabras suelen enmascarar las verdaderas intenciones o malestares de la gente.

La publicación más conocida que recopila los artículos que escribió para el periódico Excelsior, Instrucciones para vivir en México (1994), no podría llevar un mejor título. En ese compendio, México aparece como una versión extendida y más compleja (diría, también, más siniestra) de esa banda de impostores que el autor vio en una película y que tanto lo impresionó de niño. En cada uno de los artículos, Ibargüengoitia aísla, con ojo clínico, situaciones en las que los mexicanos no tenemos más opción que adaptarnos a la burocracia, a la corrupción y a las normas sociales implícitas para poder completar un trámite, cumplir con algún compromiso profesional o sólo para mantener cierta aceptación dentro de la sociedad a la que pertenecemos o de la que deberíamos formar parte. Desde las páginas de uno de los periódicos más vendidos del país en aquellos años, el escritor guanajuatense le devolvía a la sociedad mexicana su reflejo despojado de disfraz. La farsa cotidiana a la que la población de ese incopiable [sic] país estaba habituada era desenmascarada a cuenta gotas, semana a semana, por aquel que a temprana edad aprendió a fusilar textos para no ser estafado. Un ejemplo admirable aparece en el artículo «La hospitalidad mexicana», en el que disecciona el gesto de supuesta generosidad que implica la sustitución de la expresión «mi casa», por la de «la casa de usted». Explica Ibargüengoitia:

la expresión «la casa de usted» a la que se anteponen los adjetivos «pobre» o «humilde», se usa, en la mayoría de los casos, en un contexto que nada tiene que ver con una invitación. Se usa por ejemplo, en la narrativa:

—Cuando salí de la humilde casa de usted estaba lloviendo a cántaros.

—En la pobre casa de usted tenemos tres perros.

Cuando hay invitación, es en términos tan vagos que queda invalidada:

—Un día de éstos, cuando haya oportunidad, quiero que venga usted a

su humilde casa a probar un molito que hace mi mujer.

Cuando alguien nos dice esto ya sabemos que el molito se va a quedar

platicado.

Hasta ahí, la disección es meramente orientativa. Expone los usos y modos de empleo frecuentes alertando al incauto de posibles malosentendidos. Es en la segunda parte de la exposición donde se revela la mera formalidad de la expresión. Dice el guanajuatense:

Es posible que el término que nos ocupa no se use en invitaciones por

las confusiones a que podría dar lugar. Si decimos, por ejemplo:

—¿Qué le parece si esta noche cenamos en su humilde casa?

Corremos el riesgo de que la persona a quien estamos invitando tan amablemente, nos conteste:

—¿En mi casa? ¡Ni hablar!

O bien:

—Mire, señor, mi casa es humilde, pero no tanto como la de usted.

Que es ya el colmo de la confusión, porque no sabemos si el que nos

dice eso está insultándonos, o siendo ultracortés.

El juego de apariencias es llevado al paroxismo por Ibargüengoitia en esa pantomima especular de casas y pertenencias que, sin embargo, parecen retratos fieles de conversaciones posibles de nuestro querido país. No sé si es necesario subrayar la llamativa cercanía que estas situaciones mantienen con la lógica infantil de la casa usurpada por una banda de ladrones, pero tal vez sí valga que señale que el escritor expone, en simultáneo, la farsa que suponen esas convenciones y el absurdo que implican cuando se les observa por fuera del pacto cultural que supone.

Ibargüengoitia recupera modos, expresiones o situaciones frecuentes en la vida de la población mexicana para revelar el engaño, la verdad que subyace a esa danza de apariencias que bailamos todos. Pero antes de hacerlo desde el papel prensa, lo intentó desde el teatro.

El cuerpo del fusil

La carrera literaria de Ibargüengoitia, después de aquellas obras de la infancia, partió por la dramaturgia. ¿Llama la atención que se haya decantado por la dramaturgia en un primer momento y no por la narrativa? Sí y no. Sí, si contemplamos llanamente ese inicio infantil como escritor de «novelas», según la propia descripción del autor; no, si en vez de contemplar el producto de aquellas exploraciones infantiles, atendemos al mecanismo que lo convirtió en «un gran fusilador».

Luego de tratar de cumplir con las expectativas familiares que le auguraban un gran futuro como ingeniero, Ibargüengoitia dejó la carrera, regresó a Guanajuato y fue allá que pudo asistir a la puesta en escena de Rosalba y los Llaveros, escrita por Emilio Carballido y dirigida por Salvador Novo. Pasaron sólo tres meses luego de aquella experiencia que lo impresionó hondamente y lo siguiente fue su inscripción en la Facultad de Filosofía y Letras donde, como parte de una evaluación final para la clase que cursaba con su maestro y mentor Rodolfo Usigli, compuso su primera pieza teatral: Susana y los jóvenes.

Me interesa ese inicio por varias razones. En principio, porque lo que vio representado en el Teatro Juárez fue una obra en la que se exponen los conflictos de las familias mexicanas de clase media de aquellos años, atrapadas por las normas de la moral y el deber ser. Es decir, el joven —que en ese momento parecía haberse resignado a ser agrónomo— vio materializarse frente a él una realidad que le era familiar y que, a través de la puesta en escena, revelaba los secretos incómodos, los silencios y apariencias a los que obligaba la necesidad de cumplir con las buenas costumbres con las que tanto hostigaban a las juventudes de la época. Imagino que aquel muchacho habrá pensado en la dramaturgia como la posibilidad de llevar al extremo ese juego tan suyo del fusil de textos y que la posibilidad de fusilarse la realidad se le habrá antojado fascinante.

Volviendo a Susana y los jóvenes: ¿no es muy evidente desde el título el mecanismo del fusil? No lo digo sugiriendo que estemos ante un plagio de la obra de Carballido, sino porque la estructura del título es idéntica a la que lo convenció de atender su vocación artística: el nombre de una mujer, la conjunción copulativa «y», y un sustantivo plural —que en el caso de Carballido juega con el nombre de la familia— con el artículo correspondiente. De alguna manera, Ibargüengoitia vuelve al juego de «Las dos y cuarto», tan bien recibido en su casa familiar, para iniciar, ahora profesionalmente, su carrera literaria. Cabe señalar que, así como su tía Hortensia celebró Las dos y cuarto, Usigli respondió de manera entusiasta y con elogios la obra del joven dramaturgo.

Vale también apuntar, aunque de manera más breve, algunas similitudes entre Rosalba y los Llaveros y Susana y los jóvenes. En primer lugar, ambas obras trabajan sobre los problemas de las familias mexicanas y el sometimiento a las mentadas buenas costumbres por encima de los deseos y voluntades de sus integrantes. En segundo lugar, tanto Rosalba como Susana dan voz no sólo a sus sueños y frustraciones, sino a los de toda una generación que anhela algo más que la vida ordinaria pautada por las normas y convenciones de su época y clase social. En ambos casos, las protagonistas son el vehículo para exponer las contradicciones del mundo en que viven, un mundo lleno de máscaras donde los personajes se empeñan en mantener una apariencia que no hace sino construir una realidad paralela que podría no cruzarse jamás con la de los deseos e ideales genuinos de los involucrados.

No parece haber registro de Las dos y cuarto de Ibargüengoitia como para compararla con Las dos y cuarto que en su momento leyó aquel niño de seis años, pero me atrevo a suponer que más allá de las primeras líneas que quedaron registradas en «Las dos y cuarto», los textos creados se apartaban del modelo para permitirle a aquel niño construir su propio escrito. Precisamente como en el caso de Susana y los jóvenes.

Una realidad que oculta lo que el teatro revela

A excepción de «La conspiración vendida», una obra escolar que sólo fue publicada de manera póstuma, casi todo el teatro de Ibargüengoitia apunta a mostrar la realidad de la sociedad mexicana de la época desde entornos familiares y por medio de un teatro realista bastante conservador. Sin embargo, su última obra, El atentado arriesga por otras vertientes de la realidad mexicana —la historia y la política— y desde otras propuestas teatrales.

En sus obras previas, el mecanismo del fusil que vimos antes parece tener vía directa. Sobre el escenario se representan escenas aceptadas en los parámetros de la verosimilitud y es el diálogo el que, desde el humor y con ironía, revela el juego de apariencias sociales.

En El atentado, en cambio, el dramaturgo integra las propuestas del teatro brechtiano del exabrupto para explorar otras estrategias, propias de un teatro más experimental. Así, por ejemplo, está indicado que los mismos tres actores hacen el papel de tres diputados, tres manifestantes, de tres periodistas y, al final, de tres policías encubiertos. Estos cambian de rol según detalles puntuales: con sombreros tejanos y bigotes retorcidos los diputados; sin bigotes los manifestantes; con cámaras y libretas los periodistas, y de bigotazo y pistolones los de la policía secreta. Incorporó también proyecciones para establecer espacios, indicar el paso del tiempo o añadir otras indicaciones específicas, lo que en su momento fue muy novedoso y llamativo.

La sola inserción de estos recursos, que no responden al realismo que promovía Usigli y que Ibargüengoitia había seguido hasta entonces, parecería indicar el abandono de la posibilidad de fusilarse la realidad con un puesta en escena. Y, en ese caso, es curioso que justo cuando decide abordar un episodio de la historia nacional, a saber, el magnicidio de Álvaro Obregón en 1928, Ibargüengoitia decida no empeñarse en reflejar la realidad. Me inclino a pensar que el autor entendió que la realidad estaba ya muy maquillada por discursos y pruebas manipuladas como para que su reflejo diera cuenta de alguna verdad y decidió distorsionar esa supuesta realidad para, al menos, revelar lo que hay detrás de las apariencias. Como resultado, los políticos en El atentado son figuras grotescas que actúan bajo una serie de máscaras y disfraces, justo como en la anécdota de su infancia, cuando cree que sus parientes no son más que impostores disfrazados.

Estaba yo alejado del bullicio de la gran ciudad, dedicado al cultivo de la tierra que tanto quiero y de la que tanto me cuesta separarme, cuando llegó hasta mí una comisión de legisladores para invitarme a regresar a la palestra política. Rechacé la invitación, señores. Más tarde ocurrieron sucesos que me hicieron recapacitar, comprendí que mi lugar sigue estando en la línea de fuego y que no tengo derecho a negarle a la Patria mi cooperación cuando la necesita.

Las palabras son de Borges (i.e., parodia de Obregón) y con ellas, Ibargüengoitia hace evidente el descaro cotidiano de los gobernantes para mostrar la farsa que sostiene la política mexicana. En el juicio contra el asesino, Pepe (i.e., Toral), el guanajuatense reproduce de manera textual, aunque bien editadas, partes de la defensa y del acusador, para resaltar la grandilocuencia de los discursos, lo maniqueo de los argumentos.

Si bien cambian nombres y algunos detalles de la historia en El atentado, la esencia sigue ahí: un acto de traición política donde los involucrados no son villanos o héroes como se ha querido simplificar, sino un reflejo de las aberraciones y mezquindades que constituyen el poder en México. El mecanismo del fusil, entonces, volvió a dar frutos, revelando la verdadera cara de la política mexicana; sin embargo, luego de escribir El atentado, Ibargüengoitia decidió no seguir haciendo teatro.

La revancha

En paralelo a su creación como dramaturgo, Ibargüengoitia tenía una sección de crítica teatral en la Revista de la Universidad de México (RUM). Es decir que hacía teatro, iba al teatro y escribía sobre teatro. Aun así sus obras seguían sin llegar a los escenarios; en el mejor de los casos, eran recibidas sin el menor entusiasmo tanto por la crítica como por el público asistente.

En una de sus notas de la RUM menciona que sus obras están « a) inéditas b) editadas en libros carísimos junto con otras nueve que no me interesan; c) publicadas en revistas agotadas, desaparecidas o no catalogadas».

Dos años más tarde, luego de una polémica con Carlos Monsiváis desatada por una reseña negativa de Landrú, de Alfonso Reyes, Ibargüengoitia se harta y decide dejar el teatro, tanto la crítica como la dramaturgia; podríamos pensar que deja, incluso, de asistir como espectador porque anuncia en su último artículo de crítica teatral para la RUM: «ya me cansé de tener que ir al teatro (actividad que he llegado a detestar), escribir artículos de seis páginas y entregarlos el día veinte de cada mes».2

El siguiente paso en su carrera fueron las notas de opinión para el Excélsior de las que hablé antes y la adaptación de El atentado a narrativa, lo que resultó en la novela Los relámpagos de agosto. A partir del éxito prolongado que tuvo su publicación, el autor declara años más tarde para Vuelta:

el medio de comunicación adecuado para un hombre insociable como yo es la prosa narrativa: no tiene uno que convencer a actores ni a empresarios, se llega directo al lector, sin intermediarios, en silencio, por medio de hojas escritas que el otro lee cuando quiere, como quiere, de un tirón o en ratitos y si no quiere no las lee, sin ofender a nadie —en el comercio de libros no hay nada comparable a los ronquidos en la noche de estreno—.

Si bien en un principio Ibargüengoitia se acercó al teatro como escritor y se fascinó por darle cuerpo a sus creaciones, parecería que esos mismos cuerpos más tarde se volvieron contra él. Así fue, por ejemplo, como cuando en el estreno de Susana y los jóvenes, el padre de la actriz que interpretaba a Susana «entró en escena exabrupto con la mejor intención de llevarse a su hija, que estaba “prostituyéndose en las tablas”». Siendo un arte en gran parte colectivo, el teatro hacía inevitable que las apariencias y restricciones que tanto buscó fusilar de la sociedad mexicana arremetieran contra él cuando menos lo esperaba. Por suerte encontró en la prosa la manera de guarecerse y dejar sólo el cuerpo del texto, por si acaso alguien decide fusilarlo.

 

1. La segunda acepción de “fusilar”, en el Diccionario del español de México de El Colegio de México indica: Fusilarse prnl (Popular) Plagiar, copiar o imitar un original sin citar el nombre del autor: “Se fusilaron cinco páginas del libro”, “Se fusilaron su poema y lo publicaron con otro nombre”.

2. «Teatro libro de oro del teatro mexicano o la vida apasionada de don Marcelino Menéndez y Pelayo», RUM, julio de 1962.