Solo he estado en Lucca, Italia, una vez en la vida. Fue una estadía breve, de un par de horas, en invierno de 2018, pocos días antes de Navidad. Viajé a Lucca a ver un libro. Meses antes escribí a la biblioteca que lo alberga para preguntar si era posible visitarlo. Amablemente la directora de la Biblioteca Statale di Lucca, Dottssa. Monica Maria Angelique, me respondió que la obra estaba digitalizada por completo, que no era posible de consultar por motivos de conservación, pero que habría opción de verlo de manera excepcional, y previa reserva, bajo su supervisión. Reviso mi móvil y la primera foto que le hice al manuscrito de comienzos del siglo XIII da luces sobre la fecha y hora del encuentro: 21 de diciembre a las 13:17 hrs. Hice varias fotos, cerca de treinta. Algunas de ellas permiten calibrar el tamaño del códice y de la puesta en página tanto de los textos, a dos columnas, como de las miniaturas; otras, permiten ver detalles de las maravillosas y luminosas imágenes.
Lo que no deja de sorprenderme es, que aun siendo fotos de móvil, con todo lo que eso implica en términos de baja resolución, este libro, sus colores, la forma de sus letras, e incluso el soporte reverberan calidez, nitidez y luz, sobre todo luz. Resulta inevitable pensar en Benjamin y sus reflexiones en torno a las obras de arte auráticas y post auráticas. La verdad es que no solemos considerar los libros siquiera obras de arte. No obstante, el Liber Divinorum Operum de Hildegard von Bingen que habita en la Biblioteca Statale di Lucca, manifiesta en plenitud su calidad de obra de arte aurática. Buena parte de esta aura reverberante proviene sin duda de sus ilustraciones o iluminaciones.
En la Edad Media la iluminación fue mucho más que simple ilustración de textos: las imágenes que aparecen en los pergaminos manuscritos juegan un papel activo en la historia de la literatura escrita, en la de la pintura y en la del mundo medieval. A estos manuscritos se les llama libros iluminados porque era habitual que los ilustradores medievales emplearan pan de oro en la confección de letras mayúsculas iniciales de un párrafo o capítulo, es decir, letras capitulares o historiadas, decoraciones marginales en los bordes de las páginas, tan propias de los Libros de Horas, e imágenes de gran tamaño que dan cuenta de un relato y protagonizan la página, conocidas como viñeta historiada. Y es que, precisamente, una de las principales convicciones medievales respecto de lo bello es el concepto de claritas. Así, en el medioevo, la belleza no reside solamente en la proporción o armonía entre las partes ya que hasta en los objetos corpóreos se ve determinada por la forma en que el alma o la esencia resplandece en los cuerpos. Tomás de Aquino en su Suma Teológica explica, de hecho, que Dios es bello y «causa del esplendor y de la armonía de todas las cosas». Bajo esta convicción estética, ningún libro medieval, ni siquiera el más humilde libro de horas, estaba completo sin algo de iluminación.
Recordemos que los manuscritos iluminados, como su nombre claramente lo indica, son libros elaborados a mano generalmente en pergamino o vitela, un pergamino de calidad superior obtenido de la piel de terneros muy jóvenes o nonatos. Su principal cualidad, explican los entendidos, consiste en que no absorbe la tinta ni los colores con los siglos, lo que posibilita que los manuscritos conserven su aspecto original durante muchísimo tiempo. El Liber Divinorum Operum, en particular, dispone el texto en una sencilla estructura: a dos columnas. Está escrito a dos tintas, negra y roja, y posee diez viñetas historiadas en las que el pan de oro al fondo parece soportar, cobijar las formas y los colores: azul, rojo y verde, en menor cantidad.
Así, la excepcional calidad del soporte y la relampagueante interacción de los colores con el fondo en pan de oro de las páginas del Liber Divinorum Operum de la Biblioteca Statale di Lucca, me llevaron a experimentar ese día de diciembre de 2018 lo que Ewan Clayton en La historia de la escritura define como «ardor», como onda expansiva de significado, casi una «quemadura interior» que no tiene nada que ver con la «satisfacción adquisitiva de haber cubierto un cierto terreno o reunido cierta información».
En este discurso, Cerda también conjetura sobre el origen remoto del ensayo. Lo vislumbra en la Edad Media, puntualmente en la glosa, a la que identifica como “primera señal de esa incontinencia del ensayista frente al texto leído”. La glosa, expone Cerda en su discurso, fue uno de los “recursos hermenéuticos de los monjes de la Edad Media para aclarar un punto oscuro, despejar una duda o salvar una contradicción”
Las iluminaciones no son los únicos elementos visuales que resaltan en un manuscrito medieval. En muchos casos nos enfrentamos a páginas abigarradas, con múltiples columnas y franjas con distintos tamaños y estilos caligráficos. Esto responde a una forma de concebir el arte de la copia en la Edad Media. Recordemos que a diferencia de los escribas mesopotámico o egipcios, los monjes amanuenses de la Edad Media no eran creadores de nada ni tenían ningún poder: copiaban, pero no inventaban nada. Esto, no obstante empezará a cambiar, según Clayton, poco antes de 1100, época en la que se desarrolló un nuevo tipo de objeto escrito: el libro «glosado». Glossa es una palabra griega y se traduce como lengua, porque de alguna manera expresa el significado de la palabra a la que se refiere, sostiene Hugo de San Víctor en el Didascalicon. Una glosa es una nota escrita en los márgenes o entre las líneas de un libro, en la cual se aclara el significado de un texto, en su idioma original o en otro idioma. Este tipo de libro manuscrito contenía un texto principal –como un salmo– y a su alrededor, en columnas aparte en letra pequeña, se disponía una selección de comentarios sobre el texto central, que provenían de las obras de los padres de la Iglesia. También había espacio para citas y comentarios interlineales. El resultado de lo anterior: cuatro o cinco obras de distintos autores distribuidas en una sola página. Alrededor de 1135, continúa explicando Clayton, los distintos libros que conforman la Biblia tenía comentarios, y a mediados del siglo XIII lo mismo se podía decir de los libros de filosofía, derecho y medicina. Además, estos libros se diseñaban con columnas pautadas en los márgenes para permitir que sucesivos lectores añadieran sus propios comentarios.
La llegada de la imprenta a fines de la Edad Media modificó significativamente el diálogo milenario entre textos e imágenes al interior de los libros. Esta suerte de nuevo trato se debe en gran medida a que el texto impreso –ilustrado o no– multiplica fielmente el mismo texto, la misma copia. Así, en términos de puesta en página, el carácter más caótico, con puntos de atención múltiples, y que convoca a diferentes autores (algunos anónimos, otros no), dio paso a una estructura mucho más simplificada y jerarquizada, con un esquema de textos y paratextos claramente diferenciado (el cuerpo del texto y las notas al pie, por ejemplo). Podríamos decir, entonces, que el fuerte impacto visual que produce un libro glosado se disuelve en el libro impreso moderno, y favorece la concentración exclusiva en el texto. Pero, a pesar de su aparente desaparición, es posible que la glosa, o al menos algo de su esencia, haya encontrado, al igual que la ninfa de Warburg, un modo de sobrevivir.
Para dar con estos vestigios daré un gran salto y recurriré al ensayista chileno Martín Cerda. Se trata de un escritor que publicó muy poco en vida: La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo en 1982 y Escritorio en 1987. El primero de ellos es una reflexión, como su título lo indica, sobre la naturaleza fragmentaria del ensayo. Un año después, en 1983, obtuvo el Premio Academia Chilena de la Lengua. En su discurso de agradecimiento sostuvo que el ensayista es ante todo un lector, «pero un lector que no se contiene frente a cada texto leído, sino que, por un impulso radical, siempre lo sopesa, lo interroga y lo prolonga. El ensayista no es, pues, sólo un hombre que lee, sino, además, que se observa leer y, encima, que escribe cada una de sus observaciones».
En este discurso, Cerda también conjetura sobre el origen remoto del ensayo. Lo vislumbra en la Edad Media, puntualmente en la glosa, a la que identifica como «primera señal de esa incontinencia del ensayista frente al texto leído». La glosa, expone Cerda en su discurso, fue uno de los «recursos hermenéuticos de los monjes de la Edad Media para aclarar un punto oscuro, despejar una duda o salvar una contradicción».
Por otra parte, Cerda es plenamente consciente del carácter marginal de las glosas o comentarios. Para él, esta posición «amarraba» cada glosa al punto textual que la había requerido, pero, «con alguna frecuencia, lo sobrepasaba. A medida, en efecto, que el cuerpo de la glosa fue creciendo, comenzó a adquirir una relativa autonomía del texto que la ocasionó». Es esa creciente autonomía relativa la que le permite declarar: «No sería abusivo señalar la glosa marginal de los monjes de la Edad Media como uno de los pasos iniciales de esto que hoy llamamos el ensayo. La glosa sería, pues, un ensayo en estado embrionario». Así, leer, glosar e interpretar serían «tres momentos de esta ocupación –de esta faena, hubiese dicho el maestro Ortega– que Montaigne elevó a forma mayor hace cuatro siglos, y que, desde entonces, llamamos ensayo».
Estoy muy de acuerdo con esta idea, aunque tengo la impresión de que en mi propio modo de enfrentar la «faena» estos momentos se dan en un orden diferente al planteado por Cerda: primero leo, luego interpreto para, finalmente, glosar o comentar al escribir un ensayo como éste, por ejemplo. Pero pienso un poco más en este asunto, hurgo en mi experiencia como lectora y como escritora, y descubro que hay casos en que este orden sí responde al planteado por el ensayista chileno. Recuerdo la lectura de un libro en particular, sobre el que nunca he escrito nada y sobre el que quizá no escribiré nada más que esta mención al pasar para concluir este ensayo. La memoria ha puesto ante mí la imagen de las páginas subrayadas y con comentarios en rojo de 62 modelo para armar de Julio Cortázar. El autor de esa letra manuscrita es inconfundible, es mi padre, gran lector y escritor de maravillosas cartas y postales. Es altamente probable que se trate de la primera edición de este libro. Mi papá era muy joven en ese entonces, tenía poco más de veinte años y yo aún no había nacido. Siento que, sin saberlo, leyó, glosó e interpretó ese libro para mí.