POR CARLOS BARBÁCHANO
Ingmar Bergman y Victor Sjöström, 1957

«El objetivo de cualquier arte que no quiera ser «consumido» como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarle a este interrogante.

»Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional del arte no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda».

Andréi Tarkovski

Nos dejó dicho Bergman a lo largo de su colosal obra que lo que hace fascinante al cine es su probada capacidad de evitar el intelecto para dirigirse directamente al subconsciente del espectador. Coincide en ello con Buñuel, quien en su famosa conferencia «El cine, instrumento de poesía» nos describe de forma pormenorizada este mágico proceso. Ambos ligan el cine con el sueño y, en consecuencia, con el surrealismo. Ambos persiguen despertar al espectador, sacudirlo, penetrar en los rincones inexplorados de nuestra por lo general adormecida consciencia. Ambos, por último, adoran la música y encuentran en su infancia la fuente primordial de su inspiración. De niños, curiosa coincidencia, frecuentaban a veces la oscuridad de los armarios, por motivos muy distintos, y en su clausura ensoñaban imágenes que los redimían de la mediocridad cotidiana. El cine ya estaba allí. Si me permito compararlos es porque son artistas que hicieron de su propia vida el meollo creativo de sus obras. Vidas, ambas, bien marcadas por sendos traumas religiosos, luteranos o católicos.

La obra que nos ha dejado Bergman, hijo de enfermera y de pastor protestante, es inmensa. Más de medio centenar de películas y diversas obras audiovisuales, junto con docenas de montajes teatrales. A lo largo de su dilatada vida (1918-2007), jamás abandonó el teatro; fue siempre un hombre de teatro fascinado por el cine, y esa fidelidad le proporcionó, entre otros activos, su indudable maestría en la dirección de actores. Strindberg, Ibsen y Molière fueron sus autores de cabecera y, con ellos, Shakespeare, Camus, Chéjov, Anouilh, Goethe, Pirandello, Tennessee Williams, Brecht, Sade, Büchner, él mismo y su admirado homónimo Hjälmar Bergman. En 1986 tuve el privilegio de poder ver y sentir en el teatro Español de Madrid su extraordinario montaje de La señorita Julia.

Pocos artistas como él han explorado tan eficazmente el universo femenino. Teniendo muy presente desde su primera etapa como realizador las enseñanzas de Ibsen («Nuestra sociedad es masculina, y hasta que no entre en ella la mujer no será humana»), la mujer se constituye en el centro de su obra, de Crisis (1946) a Saraband (2003), y también de su propia vida, por sus numerosos matrimonios y relaciones íntimas con sus actrices principales: Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ullmann. Así, la película que creo más significativa de su primera etapa, Juegos de verano (1951), gira en torno a Marie, bailarina consagrada que renuncia al amor por su abnegada profesión. Su  reconocimiento internacional le llega con Un verano con Mónica (1953), obra de una frescura y modernidad absolutas. Una jovencísima pareja rompe con todo tipo de ataduras sociales y se escapa a una isla del Báltico. Durante un apasionado verano, viven su amor en plena libertad. Pero el verano termina, llega el otoño y las carencias materiales y, con ellas, la necesidad de volver a la ciudad y retomar sus grises vidas. La película se cierra con ese primer plano de Mónica (Harriet Andersson) ante la cámara, que pronto sería homenajeado por buena parte de la nouvelle vague. Jean-Luc Godard, sin ir más lejos, proclamaría: «Es la película más original del director más original que existe».

Merece la pena recordar otros dos títulos enmarcados en esta primera mitad de los años cincuenta. Sueños (1955) es una agradable y mundana tragicomedia, más lo segundo que lo primero, que reúne dos aventuras amorosas: un viejo y adinerado seductor queda desenmascarado por su propia hija y un marido infiel corrido ante su obsesiva amante y su tenaz esposa. Nuevo triunfo de las mujeres en la implacable disección que Bergman desarrolla incesantemente de la moral burguesa. Los sueños se convierten en pesadillas en Noche de circo. Un arranque desasosegante, con la vejación colectiva de la esposa del payaso por todo un regimiento, y un continuum terrible donde se arremete contra la precaria condición del artista, sea cual sea su jerarquía: el actor de teatro veja al cómico de circo y aquél, a su vez, no tiene mejor concepto de sí mismo. Infidelidades, burlas, desnudeces morales (masculinas), frente a las físicas (femeninas), desembocan en un final en el que prima la triste resignación de los cómicos ante la imposibilidad de cambiar de vida.

Sonrisas de una noche de verano (1955), prologada por otra comedia, Una lección de amor, cierra este magnífico lustro y, esta vez, con el aplauso no sólo de la crítica y de otros notables cineastas, sino con el beneplácito del público. Inteligente juguete cómico que recuerda tanto a Shakespeare, Marivaux o Strindberg (de nuevo La señorita Julia) como a las óperas de Mozart, o a Jean Renoir y Arthur Schnitzler y sus memorables La regla del juego y La ronda. Inolvidable su divertidísimo final, en el que un fallido suicidio, el del desesperado joven Henrik, enamorado de la joven esposa de su padre, el mundano abogado Egerman, se convierte en una de las escenas de amor más hermosamente barrocas de la historia del cine. Una muestra más de la enorme versatilidad de Bergman, de su riqueza de registros. Capaz de pasar de las cargas de profundidad psicológica al cosquilleo de las burbujas de champán. Tragedia, comedia, melodrama… Nada se le resiste y en todos los cometidos sale airoso. Una de las claves de su éxito —no me cansaré de repetirlo— es su extraordinario oficio como director de actores. Otra, el saber rodearse de magníficos técnicos, de su probada capacidad de hacer equipo con ellos: logra, de ese modo, crear ambientes de plena camaradería y solidaridad.

Dieciséis películas en diez años dan paso a otra década creativa no menos fecunda que se inaugura con El séptimo sello y Fresas salvajes, ambas de 1957, títulos paradigmáticos de lo que pronto se conocerá por cine de arte y ensayo. Ambas nos llevan a uno de los temas más hondamente bergmanianos: la muerte. En la primera, la muerte alcanza al caballero (un Max von Sydow que parece salido de una talla medieval), quien, para sortearla, le propone jugar una partida de ajedrez. La prolongación del juego, interrumpido por la casual aparición de varios personajes y situaciones, supondrá la de su vida y la del propio film que, si bien termina con la inevitable cita, deja abierto un resquicio a la esperanza en la partida de la joven familia de comediantes hacia nuevos horizontes. En Fresas salvajes, además de rendir homenaje a uno de sus maestros cinematográficos, Victor Sjöström, encarnando al viejo profesor que recuerda su vida en lo que será su último viaje, combina con sabiduría vejez y juventud, en un ejercicio de nostalgia por el tiempo que ya no volverá, pero, nuevamente, de vitalidad e ilusión por el futuro, representado ahora en los jóvenes con los que el viejo profesor se encuentra. El rostro (1958) es una de las obras favoritas de Bergman. En ella asistimos a una representación teatral en la que un mago (de nuevo Von Sydow, su actor fetiche) trampea ficción y realidad en un trasfondo de humor negro. Pocos meses antes, realiza En el umbral de la vida, exaltación de la misma en un tono casi documental a través de la maternidad y la concepción. Con su descarnada evocación de la Edad Media, El manantial de la doncella (1960), que une violación y milagro, el mal y el bien, logra su definitiva consagración internacional.

La década se cierra con la llamada trilogía del silencio, verdadera carga de profundidad en su filmografía, la conformada por Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio, verdadero grito ante la ausencia de Dios. Como en un espejo (1961) nos lleva a otra de sus constantes, la locura, en este caso, encarnada en la esquizofrenia de Karin, el nombre, por cierto, de su madre y uno de los más repetidos entre sus heroínas. Los comulgantes (1963) recrea, en un ambiente que nos recuerda a Dreyer, un mundo sin Dios en el que la intercomunicación humana es prácticamente imposible. En El silencio (1963), Bergman, frente a la austeridad de sus dos anteriores títulos, abraza el camino de la abstracción y una estética desenfrenada en esa irreal estancia de dos hermanas antagónicas, incapaces de la menor empatía, y un niño desconcertado en el hotel de una ciudad inexistente, Timoka, tomada por un ejército y cuyos habitantes hablan una lengua desconocida.

Frente a la inquietante y oscura dramaturgia de El silencio, su siguiente título, Esas mujeres (1964), es un ligero juguete cómico, impuesto en parte por su productora, del que se siente insatisfecho. Asume por estos años la dirección del Dramaten, el Teatro Real sueco, al que le da un nuevo impulso y, en apenas un verano, concibe, en medio de una paradójica crisis personal y creativa, Persona (1966), la que tal vez sea su obra cumbre. Elisabet Vogler (Liv Ullmann) es una actriz que se sume en una profunda crisis, perdiendo su fundamental instrumento artístico, la palabra. Se retira con su enfermera, Alma (Bibi Andersson), a una isla donde se anula el tiempo y las identidades de ambas se funden. El rodaje de esta película, en absoluta libertad, tiene un efecto catártico para Bergman: «Alguna vez —nos confiesa en Imágenes— he dicho que Persona me salvó la vida».

La hora del lobo (1968) es, de hecho, una película gótica donde Bergman, en la figura del atormentado pintor protagonista, da rienda suelta a sus demonios. Éstos vuelven a la carga en La vergüenza (1968), en la que una pareja de músicos huye de la pesadilla de la guerra. Pasión (1969) y La carcoma (1971) ahondan en la complejidad de las relaciones amorosas, en tanto que en Gritos y susurros (1973), título tan inolvidable como Persona, vuelve a la obra de cámara en la que ahora tres hermanas y una criada, volcada en el cuidado de la hermana enferma, se nos muestran recluidas en una mansión donde el color rojo impera en los interiores, en pleno contraste con el blanco de los trajes de las actrices: «Todas mis películas se pueden pensar en blanco y negro —declara—, excepto Gritos y susurros». De nuevo, el tiempo se detiene mientras asistimos a la agonía de Agnes que, frente a la guerra soricida, sólo encuentra consuelo en la piedad y la ternura de Anna, la sirvienta.

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