Durante más de treinta años Machado y Álvarez (1848-1893), Demófilo, y Luis Montoto y Rautenstrauch (1851-1929) salvaguardaron su amistad. El progenitor de los poetas Antonio y Manuel Machado consiguió que sus vínculos con el que fuese redactor de El Español no se vieran perjudicados por la gravedad de la situación histórica. Ambos siempre lograron conciliar sus divergencias personales y afrontaron proyectos de gran envergadura intelectual. Su amistad, que no sólo se sustentó en la particularidad de sus afinidades estéticas, sino también en la importancia que ambos les concedieron a las manifestaciones de carácter folclórico, resulta de gran interés para el estudio de la literatura española de la segunda mitad del siglo xix, puesta en relación con su vertiente popular y otras disciplinas artísticas.
El sevillano Luis Montoto intentó rememorar en Por aquellas calendas (1930), su particular autobiografía, el momento justo en el que conoció a Machado y Álvarez. «No recuerdo cuándo ni cómo nos conocimos»[i]. Pero, por vez primera, el poeta creyó verle «por los claustros de la Universidad»[ii], en compañía de Álvarez-Surga y de Federico Castro. Ya «había oído hablar de su gran talento y excentricidades»[iii] y pronto entendería que la amistad, lo mismo que los versos, seguía un ritmo distinto al de la historia y la propia vida, pues se atrevía a vivir en medio de las dos, envuelta en su naturaleza caprichosa, hecha de escrúpulos, pero también de atenciones precisas y de renuncias acertadas y, al igual que los versos, brindaba un amparo más férreo que las contadas horas oficiales. Aquella premisa –«todo cambia, se muda o se transforma»[iv]– no deshizo los lazos esta vez entre Montoto y Machado, cinco años mayor. Aunque el poeta sevillano confesó que él era un «conservador a macha martillo», «la políticas sin entrañas»[v] tampoco los distanciaría. Así reconoció: «Supo adueñarse de mi pensamiento y de mi voluntad; y fui uno de tantos obreros, el último de la obra que emprendió y llenó por completo la segunda mitad de su vida»[vi].
Desde muy joven, Montoto se sintió atraído por la literatura y por su entorno más próximo: «Desde mi mocedad amaba la Academia[vii]. Allí brillaban los hombres a quienes yo más respeté por su talento y su sabiduría. Veía en ella algo así como el arca santa de la gloriosa tradición literaria hispalense»[viii]. Es posible que ese deslumbramiento inocente anidara durante mucho tiempo dentro de él porque Machado y Álvarez le advertiría que «el pueblo, no las Academias, es el verdadero conservador del lenguaje y el verdadero poeta nacional»[ix]. Pero el adolescente, que admiraba los poemas de Campoamor, perseguía además otras influencias literarias. Y fue Machado y Álvarez quien le desveló el tesoro contenido en la poesía popular. El escritor en ciernes apreciaría que la calidez de estos versos, era, sin duda, mucho más singular que la distinguida tibieza de la lírica culta. Fruto de aquella fascinación surgió Melancolía (1872), una colección de cantares que garantizó su primer intento como poeta. Ahora ya se aproximaba al popularismo de Augusto Ferrán y la melancolía, al igual que La soledad (1861) y La pereza (1871), vertebraría sentimentalmente todo el libro.
Justo cuando aparece Melancolía, Machado y Álvarez se encuentra inmerso en la experiencia que le brinda la Revista Mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias, análoga a la madrileña Revista de España. Su trabajo de redactor principal le permitirá hacer una síntesis de las dos tendencias filosóficas que imperan en la publicación: el darwinismo social y el idealismo krausista. Toda su labor irá apuntando hacia la comprensión de la cultura popular por medio de sus manifestaciones. Su primer maestro había sido el buen krausista Federico de Castro, que le inspiró un amor desmedido hacia las expresiones artísticas de un pueblo, pues el valor y la autenticidad de su espíritu servían para reconstruir la verdadera historia de un territorio. Entonces, el joven, que escribe ahora bajo el seudónimo de Demófilo, se atreverá a reclamar: «¿Queréis conocer la historia de un pueblo? ¿Aspiráis a saber de lo que es capaz? Estudiad sus cantares»[x].
Mismos intereses: El pueblo y el folklore
Es lo que hizo Luis Montoto en su opera prima: había estudiado los cancioneros populares de sus predecesores y como resultado había obtenido una colección de cantares, atravesada por los temas universales del amor, el paso del tiempo o la muerte. A su vez, el empleo de las formas métricas del cantar popular lo acercó en ocasiones a la sentimentalidad y al ritmo de las coplas flamencas. Pero también se había atrevido con la reelaboración culta de diversos cantares populares, como ya ocurriese en los libros de Augusto Ferrán. Sin embargo, Machado y Álvarez llegó a «burlarse» de los cantares de su amigo porque al ponerlos «en parangón con las coplas» populares, le «reprobaba» el sinfín de «voces y giros, inventados por los eruditos», que había en «muchos» de sus «escritos literarios»[xi]. Y le sugeriría: «Habla y escribe siempre, como Don Quijote aconsejaba a Sancho, a lo llano, a lo liso, no intrincado» e insistió que, sin la herencia del pueblo, el escritor se quedaba «poco menos que in puribus naturalis»[xii].
El autor sevillano deseaba con Melancolía emular el milagro del autor imaginario, Juan del Pueblo. Este personaje inventado, que servía para explicar el fenómeno singular de la poesía popular, expresaba mediante cantares y coplas lo que constituía la máxima expresión de su ser[xiii]:
En las coplas que canta Juan del Pueblo en todos los instantes de su vida, lo mismo en su niñez que en su juventud; en sus breves horas de dicha y en sus siglos de dolor; cuando ama o cuando olvida; en los campos y en la ciudad […] bajo el cielo de Andalucía y en los prados de Asturias […]; en esas coplas, digo, palpita un corazón nobilísimo y bulle una inteligencia poderosa[xiv].
Luis Montoto interpretó que el pueblo atesoraba sus cantares y especificó:
Sí, el pueblo tiene sus cantares, y en ellos […] se manifiesta tal como es: franco, expansivo, generoso, apasionado a veces, a veces reflexivo y sentencioso; pero siempre noble y caballeroso siempre; apegado al suelo en que nació, pronto a sacrificarse por todo lo digno; paciente en la desgracia y comedido en la fortuna; constante en sus afectos y resignado con su suerte[xv].
Su colección pretendió ser en definitiva una ofrenda personal al pueblo y para tal propósito recurrió a sus mismos temas y estrofas métricas. En una línea muy machadiana declaró: «Oíd lo que el pueblo canta, estudiad sus canciones y conoceréis hasta la última fibra de su corazón»[xvi]. Esta recomendación conectaba con el consejo de Machado y Álvarez a su amigo: estudia al pueblo porque «sin gramática y sin retórica, habla mejor que tú, porque expresa por entero su pensamiento, sin adulteraciones ni trampantojos; y canta mejor que tú, porque dice lo que siente»[xvii]. Montoto procuró asimilar estas lecciones hasta que en 1881 fundaron la Sociedad del Folk-Lore Andaluz, junto a otros amigos incondicionales que se consideraron sus discípulos en «el estudio del saber popular»[xviii].
Las bases de la Sociedad fueron progresando en la «casa de Álvarez», donde todos los interesados se congregaban «en las primeras horas de la tarde». De la imprenta del «librero de la calle Tetuán» saldrían «los primeros ensayos de la obra que —Machado y Álvarez —acometió con tenaz empeño, en la cual le ayudó con su grande inteligencia y su férrea voluntad Alejandro Guichot y Sierra»[xix]. Sobre aquellos esfuerzos iniciales, Montoto recordó:
En un principio, El Folklore pareció al vulgo de los eruditos cosa de burlas y niñerías, e ingenios tan sutiles como Lorenzo Leal lo ridiculizaron, si bien aquel desventurado escritor cayó de su burro al considerar que los folkloristas perseguían un fin más científico que literario y que los estudios que principiaban en España estaban en auge en todos los pueblos de la raza latina.