POR BLAS MATAMORO

 

Mi método no consiste en separar lo duro de lo blando sino en ver lo duro de lo blando.

Ludwig Wittgenstein: Diario, 1 de mayo de 1915

 

BIOGRÁFICA

La historia de la familia Wittgenstein merece un tratamiento de apogeo y decadencia propio de cierta novelística contemporánea, la que enumera generaciones de Buddenbrooks, Guermantes, Thibault y Buendía, entre tantos. A ellas conviene añadir, para el caso, algo de gótico centroeuropeo: locura, homosexualidad, suicidio y música. Un padre de la alta burguesía industrial, fabricante de acero, con olvidados ancestros hebraicos, convenientemente antisemita, casado con una semijudía, trató en vano que sus hijos varones perpetuaran y acentuaran la fortuna de la casa. Los vástagos pasaron del codicioso trabajo productivo, ahorrador y capitalizador de la empresa, al laborioso despilfarro del arte. Al terminar la guerra en 1918, la familia quedó arruinada y hubo de renunciar a una vida de palacios, castillos y lujos cotidianos.

La sala de música vienesa de los buenos tiempos vio pasar a toda la historia del arte sonoro en esa ciudad siempre considerada como su Vaticano musical. Entre Brahms y Schönberg desfilaron Richard Strauss, Zemlinsky, Mahler, el crítico antiwagneriano Eduard Hanslick y el violinista Joseph Joachim, uno de los mayores del siglo, con su cuarteto. Paul, hermano del filósofo, fue un pianista considerado. Premonitoriamente, en 1894, compuso algunas obras para la mano izquierda. Su método debió aplicárselo cuando perdió su brazo derecho en la guerra. Encargó entonces unas partituras especiales a diversos músicos: Ravel, Hindemith, Prokofiev, Strauss, Korngold, Franz Schmidt y Sergei Bortkiewicz.

Ludwig —en adelante: W— estudió piano y violín con respectivos profesores, y clarinete, por su cuenta. A pesar de esto, la música como tal apenas aparece en sus escritos. Su presencia es callada, según prefiere el místico. Acaso hubo cierto desdén o cierto temor ante lo imprevisto. En todo caso, su hermano Paul sí que despreciaba su Tractatus logico-philosophicus —en adelante: TLP— por ser «basura», según suele traducirse. En realidad, usó la palabra Schmarren que en el dialecto vienés designa la tortilla de migas y, por extensión, algo de baja calidad, sin importancia, una pavada.

 

¿FILOSOFÍA?

W fue maestro de escuela y estudiante de medicina y de música. Como a tantos jóvenes europeos de su época, le tocó guerrear. La filosofía se da en él como una constante residual, no como una profesión. En sus momentos extremos, sintió que nada puede ocurrirnos y que somos parte del todo que es el todo de nuestras partes. En esta quieta tautología, hay un sentimiento místico y ante él cualquier discurrir resulta impertinente. A la vez, un mal alumno que deja sus estudios sin terminar suele ser un buen estudioso que se pasa la vida aprendiendo. A veces entiende la filosofía como una autocrítica del lenguaje. Pero en otras ocasiones sostiene que las palabras no pueden ser objeto de las palabras porque se exponen al vértigo del infinito. No hay, pues, ese metalenguaje que a tantos alegra porque vivifica el verbo en una conversación sin fin.

En cualquier caso, filosofar es una pragmática, una actividad que se propone sus reglas al ponerlas en práctica, ya que sólo podemos prever aquello mismo que hemos construido. Entonces: para ponerse en práctica, lo mejor es un método. Al comienzo de su tarea proyecta no considerar los significados de las palabras según las sensaciones que producen. Un método descriptivo que soslaya cualquier indicio de explicación. Una misma palabra señala distintas cosas por medio de rasgos comunes, «un aire de familia». Esta advertencia fija una constante suya: nombrar es generalizar, ya que no podemos disponer de una palabra para cada cosa, tenemos menos palabras que cosas. Hay un cuento de Borges que lo escenifica por medio de un personaje llamado Funes el memorioso. Sufre una hipermnesia, o sea que no puede olvidar nada de lo vivido pero no puede tampoco decir qué es lo inolvidable, no hay palabras que le den cuenta. Tenemos frecuencias observables, dotadas de valor estadístico y las juzgamos frecuencias absolutas. Por dar un ejemplo con una cosa preferida por W, la silla. Observamos muchas sillas —¿cuántas son muchas?— y llegamos a la conclusión, meramente estadística, de saber lo que una silla es.

Manos a la obra, W escribe su TLP en plena guerra mundial. La estructura aforística y a menudo difusa de este libro parece un paisaje bombardeado, un mosaico sin orden que, sin embargo, está conformado por fragmentos fugaces de un todo desaparecido. Entre sus intersticios permite meter cuñas diversas. Según la clave empleada, se obtienen conclusiones divergentes. Puede parecer un empirista —como su amigo Bertrand Russell, para quien los objetos son anteriores a su conocimiento—, o un fenomenista neokantiano a lo Husserl, o un positivista lógico, o un analítico del lenguaje. Todos y ninguno son W. En la cumbre del formalismo, nada es verdad ni falsedad: nada es. W deviene nihilista.

No obstante, el proyecto es guerrero y musculoso. A su amigo Ludwig von Ficker le escribe el 29 de octubre de 1915: «Mi obra se compone de dos partes: de lo que aquí aparece y de todo aquello que no he escrito». En un par de palabras: el universo. Cabe decirlo seriamente, porque W escribe siempre señalando lo no escrito de su discurso: su margen, sus entrelíneas, hasta el rumor de la pluma sobre el papel. Narra una batalla contra todos los filósofos, cuya mala lógica acumula sinsentidos que ni siquiera son falsos. Practican un vicio solitario y a veces solipsista: la metafísica. Hay que combatirlo con un discurso unívoco e indiscutible porque desde la pura forma se derogan juicios como correcto/incorrecto y verdadero/falso. La batalla es utópica. Exige una lengua universal y única, exclusivamente formal, inhallable entre los hijos de Babel, es decir, todos nosotros.

La filosofía ha de ocuparse del mundo, que es el espacio lógico de los hechos. Las cosas están fuera del juego. W nunca definió lo que es un hecho ni en qué difiere de las cosas. Se lo observó ya Russell. Sólo sabemos que el hecho se nos aparece, se nos muestra, a la manera como lo hacen los fenómenos de Kant. Entre las proposiciones lógicas que los configuran y ellos, hay una similitud de estructura que los vincula pero que no es lógica. ¿Qué será? Simplemente, se la nombra como estructura. Acaso sea un hecho, con lo que nos metemos en una serie infinita porque se hará cargo de ella otra proposición y etcétera. Apenas podemos llegar a saber si lo que se nos aparece es imaginario o real, si admite una verdad o se trata de una falsía. Se ve que la sustancia del mundo es fija y puramente formal, nada material. Actuando en él, la filosofía aclara cada vez más al pensamiento.

Se advierte que no estamos ante una teoría sino ante una actividad, un decir aforístico que invoca al admirado Lichtenberg. El lenguaje dice lo que dice y también lo que no dice, lo que deja de decir y por ello trabaja con aforismos. Teoría, no. Entonces: literatura. Más aún: música. En efecto, el pensamiento que encara un hecho tiene confianza en poder construir una proposición a su respecto, lo cual no deja de ser un acto de fe que la música describe como empatía armónica, la existencia de familias de sonidos que consuenan o disuenan y que se reconocen como tales al ponerse en contacto sucesivo o simultáneo. El mundo de este W es, como la música, formal y armonioso. Y, como ella, resulta de sí misma, ensimismada y pura: abstracta, aunque sin perder su fugitiva concreción vibrátil. Ambas se someten a rigurosas leyes dadas y aceptadas que, no obstante, no contienen las obras resultantes de la actividad. Ningún poema está en el código de la lengua, ninguna sinfonía en el código de la morfología musical. Tampoco la conversación de los hablantes ni la improvisación del instrumentista o el cantor. Pero todo esto es contexto y este W sólo nos permite acceder a su texto.

 

EL VERBO SE HACE CARNE

Este primer W nos muestra un mundo puro, formal y abstracto, delante del cual el lenguaje nos vale de indicador y también de valla ante su inabordable y radical realidad. La palabra tiene, por las suyas, una realidad propia que da lugar a una interminable cadena significante. Dicho lenguaje sólo atañe al código de la lengua, no a la palabra en acto. Mientras W urde su TLP, en Ginebra, Ferdinand de Saussure dicta su curso de lingüística donde diferencia, justamente, la langue de la parole. La una es pura y abstracta. La otra es concreta, impura y, exagerando algo, sucia. En otro orden, una lengua sin habla es una lengua muerta. Además, la pretensión de W de decirlo todo con absoluta claridad, de modo inobjetable y definitivo, choca con ese residuo estructural que vincula la proposición con el hecho. Tal vez sería lo mejor acudir a la retórica y decir que se trata de una metáfora: dos términos comparables unidos por un disuelto tercer término de comparación. O a la música: tres notas sueltas suenan a la vez en un acorde. No casualmente, un segundo W se dedicará más al habla que a la lengua, poniendo carne al sujeto del lenguaje por medio de dos disciplinas combinadas: la psicología y las matemáticas. De nuevo: el extremo subjetivismo de la vivencia individual y el extremo rigor algebraico de la composición: la música.

En efecto, W advierte que, al hablar, al convertir la lengua de norma en acto, ponemos en juego un cuerpo que siente. El sujeto del lenguaje es corpóreo y, por lo mismo, deseante. Esta opacidad hace al lado penumbroso de la palabra y determina su sentido, ya que no su significado. En otro extremo puede pensarse en un signo que sea exclusivamente sígnico: la música o la pintura no figurativa. Podemos llegar a este punto invocando la despedida del TLP: «Mis proposiciones esclarecen porque quien las entiende las reconoce, al final, como absurdas cuando, a través de ellas —sobre ellas— ha salido fuera de ellas» (6.54).

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