POR SERGIO DEL MOLINO

Habían pasado cuatro meses desde que murió Pablo y estábamos en Londres. Viajábamos mucho aquel año. Sin sentido y casi sin rumbo. Unos actos reflejos nos sacaban de casa y de nuestra ciudad y nos llevaba lejos. En parte, supongo que era una reacción al encierro de los hospitales, una necesidad elemental de aire libre y distancia, pero también de fuga. Queríamos pasear por calles limpias de recuerdos, esquinas donde Pablo no hubiera jugado nunca y parques donde jamás se hubiese columpiado. Necesitábamos barrios donde fuéramos extraños, donde nadie nos mirase con lástima, donde ningún amigo, conocido ni saludado nos diera ánimos y murmurase después a su acompañante, creyendo que no le escuchábamos: «Son los padres del niño del que te hablé». Si los extraños que nos cruzábamos ni siquiera hablaban español, mejor. Fundirse en la banalidad de un paisaje turístico era un alivio existencial, un borrado de nosotros mismos.

Estábamos, pues, en Londres. Quién sabe por qué. Era un Londres navideño y helado, ensimismado en sus luces y adornos, indiferente del todo a nuestra pena. Una tarde compré unos cuantos libros en una librería grande de Bloomsbury, entre ellos, una edición muy bonita de La tierra baldía, en papel grueso, casi cartón, con una tipografía elegante y anticuada, como de entreguerras, aunque era un libro nuevo. La compré por su belleza, no para leerla, pero al salir de la librería entré a calentarme en un pub y me puse a hojearla. Caí en una estrofa que hablaba de un taxi en marcha, de la hora del crepúsculo, de la quietud entre las prisas ajenas. Eran unos versos que hablaban de la vida detenida, de una vida que renunciaba a serlo, que se volvía invisible y congelada mientras el mundo seguía girando. En la hora violeta, empezaba la estrofa. La leí un montón de veces, hasta memorizarla, y sentí que el tiempo también se detenía en el pub. Afuera concluía la hora violeta, la brevísima hora violeta de diciembre. Ya casi era de noche y la ciudad hervía en ajetreos y promesas de tarde de compras y cervezas. Para muchos empezaba la vida de verdad, recién quitada la máscara de la jornada de trabajo, y yo les observaba desde fuera, desde un afuera metafísico y físico a la vez. 

Eran unos versos que hablaban de la vida detenida, de una vida que renunciaba a serlo, que se volvía invisible y congelada mientras el mundo seguía girando. En la hora violeta, empezaba la estrofa. La leí un montón de veces, hasta memorizarla, y sentí que el tiempo también se detenía en el pub. Afuera concluía la hora violeta, la brevísima hora violeta de diciembre

Supe entonces que los papeles que andaba escribiendo debían titularse La hora violeta. Sabía que Montserrat Roig ya escribió un libro con ese título en 1980, inspirándose en la misma estrofa de Eliot, pero eso no me quitó la idea de la cabeza. El libro de Pablo, que hasta entonces se titulaba La noche de Saskatoon, solo podía titularse La hora violeta. Ninguna otra imagen expresaba mejor el limbo en el que se había convertido la vida después de Pablo, y ninguna otra idea resumía mejor mis intenciones como escritor: preservar ese afuera hecho de adentros, congelar para siempre esa pena que tantos auguraban fugaz, mediante variaciones del tropo «el tiempo todo lo cura». Yo no quería curarme. Yo no quería salir de esa hora violeta.

No se me escapaba que aquella escritura era una forma de masoquismo. Rechazaba tajante cualquier enfoque terapéutico: no escribía para ayudarme a superar nada ni para enseñar a otros a salir del pozo. El psicoanálisis ha consagrado la creencia de que los relatos de los traumas son sanadores, lo cual atenta contra el sentido común. Quien quiera olvidar un trauma, lo último que debe hacer es recrearse en sus detalles y reconstruir su historia. Ensimismarse, analizarse y trabajar el recuerdo con los recursos del arte narrativo es el camino adecuado para quien busca el martirio y el dolor. No quería engañarme ni engañar a otros: aquella especie de diario escrito a posteriori, pero aún en carne viva, esas memorias de padre sin hijo, esa carta de amor a un niño muerto, era un ejercicio inútil, radicalmente literario, sin más propósito que existir. 

No soy Eliot, lo cual es evidente, pero no me refiero a la distancia artística que me separa del poeta, sino a su confianza. Yo no sé vivir a fondo en la hora violeta, aislado y abismado en mi propio pecho. Soy mundano y permeable a las críticas y a las miradas extrañas. Hoy soy un escritor un poco más fuerte, que ha aprendido por las malas y despacio a dar la espalda al qué dirán, pero entonces era un padre joven y tembloroso que sufría por el efecto de sus palabras. Cuando me preguntan si me sigo identificando en las páginas de La hora violeta respondo que sí, salvo en unos pocos párrafos donde balbuceo una justificación. Hay algún momento en el libro donde casi pido perdón por la impudicia, porque entonces creía que no estaba bien exponer el dolor de una forma tan seca y afilada. Después de todo, vivía en una sociedad que negaba la enfermedad y la muerte. Mi libro era una carta náutica de regiones que no existían para casi nadie: pasillos de hospital con rótulos ambiguos y tanatorios en las afueras. Era un mundo recubierto de eufemismos (se ha ido, no está con nosotros) donde escribir a la llana (murió, murió, murió, sin verbos sinónimos) se consideraba de mal gusto. Lo era incluso para algunos de los que lo habitaban y jugaban con los niños calvos. Narrar los días de ese reino de la enfermedad y de la muerte es una obscenidad imperdonable, según los criterios morales dominantes. Por eso intenté defenderme, una debilidad que no he vuelto a cometer. Hoy sé que no hay nada indecente ni criminal en ese libro. Entonces no estaba tan convencido. La escritura vacilaba entre la seguridad del narrador que levanta un relato ineludible y la duda del padre que no sabe si honra o traiciona a su hijo. 

Para no perder pie, me apoyé en la tradición literaria. Soy lo contrario a un adanista, creo que la originalidad es imposible. Caminamos sobre muertos que ya contaron lo que nosotros contamos porque vivieron lo que nosotros vivimos. Son tantos los niños que han muerto en brazos de sus padres que los gritos de todos ellos se confunden en un grito común y armónico. No puedo gritar a solas ni pretender que mi grito es el primero. Lo contaba muy bien el crítico musical Alex Ross en un ensayo sobre La Chacona de Bach recogido en Escucha esto. La chacona es una forma musical que nació en América y llegó a Europa por España, aunque pronto se popularizó tanto en el folclore como en la música culta, contagiando algunos de sus rasgos a otras formas menos festivas. Uno de esos rasgos era un compás de cuatro notas descendentes que imitan un gemido. Ross dice que ese compás se encuentra en composiciones de toda Europa y Asia, y está asociado a temas y canciones que hablan del duelo. No siempre del duelo por una muerte, también puede ser por un amor perdido o cualquier pena honda. Tradiciones musicales lejanas y compositores que no tienen nada que ver eligen ese compás de cuatro notas para expresar un sentimiento común.

En lo que algunos críticos llaman la literatura de duelo sucede lo mismo. Es difícil encontrar variaciones. Los intentos académicos de hacer taxonomías suenan ridículos. Es imposible deslindar la literatura de duelo de la de enfermedad, y a poco que se indague con honradez, hay que reconocer que tales literaturas no existen, sino que forman un tema universal y constante en la historia. Como cualquier otro universal, apenas ha evolucionado desde Homero: el planto de Aquiles por la muerte de Patroclo suena tan contemporáneo como las reflexiones gélidas y serenísimas de Joan Didion. La misma hora violeta que me deslumbró en los versos de Eliot es una imagen antiquísima que procede, como poco, de la tradición cultural romana, que asociaba el color del cielo de la tarde con la muerte y la pena. Y los romanos fueron geniales en muchos aspectos, pero no valoraban la originalidad: seguro que aprendieron esa imagen de una cultura más antigua.

La tradición literaria sobre la que levanté La hora violeta se resume en tres libros que aparecen mencionados en varios pasajes, porque un rasgo común en esta literatura de duelo (me rindo a la convención de género, aunque no le levanto las cursivas), su compás de cuatro notas descendentes, es que es una narrativa de ladrillo visto. Se le ven las marcas de la construcción, no se pinta la fachada con trampantojos. En el duelo, el juego de los puntos de vista y la fiabilidad de los narradores es una forma de reflexión metaliteraria que intenta aclararse a sí misma, no una estrategia para difuminar los límites de la ficción y confundir al lector. Se presenta en un envase transparente donde no caben convenciones frívolas como la intriga. Por eso se ven los libros de los que están hechos esos libros. En mi caso son Mortal y rosa, de Francisco Umbral; La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag, y La montaña mágica, de Thomas Mann.

Mortal y rosa es aquí un libro-espejo. Me miro en la experiencia de Umbral, me identifico con su dolor y me separo de su expresión. La hora violeta empieza con un mandamiento rotundo del que no me desdigo nunca: «No llamar niño al niño». Es decir, no hacer como Umbral, no negar el nombre del hijo para sublimarlo en un genérico e incorpóreo niño, oculto a la vista del lector por una capa espesa de metáforas. La decisión de Umbral inspira la mía de llamar siempre Pablo a Pablo, de afianzarme en su nombre y en su cuerpo, negando su espíritu. El idealismo a veces casi místico de Umbral me llevó a una corporeidad radical, a la identificación inequívoca de mi hijo con su cuerpo. 

Aunque se afirme que mi libro influyente (en un sentido que supera cualquier experiencia literaria) es La España vacía, el libro que de verdad ha inspirado cambios sociales importantes es La hora violeta. No llega a ser un consuelo, pero sí un orgullo muy íntimo e inefable

El ensayo-panfleto de Sontag aporta ideología al libro. La hora violeta es, sobre todo, un ejercicio de contención estilística y de contenido. La escribí en un estado de rencor y odio intenso, pero no en el sentido tópico de quien reclama sentido o clemencia a un demiurgo cruel que mata niños, sino de una forma muy concreta. Odiaba a los que venían a consolarme, odiaba a los amigos que demostraron no serlo, odiaba la retórica gazmoña del pésame. Tenía impulsos homicidas hacia los cristianos que me decían que Pablo era ya un angelito. Detestaba tanto la reacción de la civilización ante mi dolor que me propuse no expresarla en el libro. La reprimí con toda mi fuerza y me concentré en escribir una carta de amor. Tan solo me traicioné en la glosa a las ideas de Sontag sobre el tabú de la enfermedad. De su mano, liberé un poco de presión antisocial y le di al libro un sesgo más ideológico.

La montaña mágica era, como Mortal y rosa, una lectura juvenil. Leí ambos libros antes de cumplir los veinte, cuando la enfermedad y la muerte solo eran contorsiones poéticas para mí. No volví a leer la novela de Mann cuando escribía mi libro —como sí hice con la de Umbral—, pero tenía muy presente varios aspectos. Aunque se dice que es una novela filosófica, casi un diálogo platónico donde la trama y el escenario son meros adornos, lo que más me impresiona de Mann es la parte puramente narrativa. De los varios clímax del libro, la agonía y muerte del soldado Joachim Ziemssem es el más sublime. El narrador se recrea en el detalle morboso, no ahorra un estertor ni un gesto, y obliga al lector a asistir a un ritual intimísimo que atenta contra el estricto y marcial sentido del decoro del personaje, incapaz durante toda su vida de expresar un sentimiento ni de transgredir la etiqueta social. Su recuerdo me llevó al que considero uno de los grandes aciertos de La hora violeta: la elipsis de la muerte de Pablo. Escribí un libro sobre la muerte del hijo sin escena de la muerte. Un libro austero que honra el sentido de la sobriedad que Thomas Mann negó a su discreto y rígido personaje. 

Lo demás no depende de mí. La hora violeta estaba pensado como un libro secreto, escrito contra la sensibilidad de un mundo vitalista y entregado al eufemismo. Su destino, sin embargo, fue otro, y sus lecturas lo han convertido en algo muy alejado de lo que imaginé mientras lo escribía, en un estado de conciencia tan alterado como consciente. Aunque se afirme que mi libro influyente (en un sentido que supera cualquier experiencia literaria) es La España vacía, el libro que de verdad ha inspirado cambios sociales importantes es La hora violeta. No llega a ser un consuelo, pero sí un orgullo muy íntimo e inefable. Gracias a los médicos y a algunos políticos que lo han leído, los padres de los Pablos españoles de hoy no están tan perdidos y desasistidos como lo estuvimos nosotros. Porque una de las razones que me llevaron a eludir la muerte de Pablo fue que esta se produjo en medio de un abandono inverosímil: el sistema sanitario que nos acompañó durante la leucemia nos dejó completamente solos en la hora de la muerte. Me costó mucho entenderlo, y si de algo me enorgullezco es de que mi literatura haya cargado de fuerza y argumentos a los médicos para que la sociedad ya no se desentienda de esos niños que van a morir a su casa, en su dormitorio, rodeados de sus juguetes, en brazos de sus padres, lejos del maldito hospital. Pero esa es otra historia, y no sé si quiero contarla aún.