POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

La imagen resulta insólita y entrañable. Es la navidad de 1970. Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa realizan una competición con coches de control remoto que han sido el regalo decembrino de los hijos de García Márquez. Ya es madrugada, hasta hace un rato, también ha participado en la celebración Carlos Fuentes. Están en la cima de su amistad y su éxito, así que los cuatro autores del Boom están disfrutando juntos las fiestas en España. Horas atrás, junto a José Donoso, han cenado en La Font dels Ocellets para luego desplazarse hacia el apartamento de Vargas Llosa; un lugar que en el libro De Gabo a Mario, se describe como: «pequeño, pero cómodo y agradable».

No es casual que los cuatro míticos autores coincidan en esta ciudad. García Márquez y Vargas Llosa residen en el país desde hace un tiempo y al igual que Cortázar y Fuentes, tienen en este lugar el eje de su proyección editorial. Por otro lado, la Barcelona de ese momento es un lugar cosmopolita, con una vocación europeísta y universal que sigue siendo difusa en el resto de esa España en la que pesa la sombra del dictador Francisco Franco. 

Sabemos, claro está, que el tiempo, la política, la literatura y hasta las diferencias personales, disiparon esa imagen idílica del diciembre de 1970 vivido por los cuatro escritores, aunque coincidiremos en que esta conexión entre la literatura latinoamericana y España sigue siendo todavía hoy la más recordada en el panorama cultural. Quizá muchos de los autores que hemos venido del otro lado del mar, tuvimos en esta imagen una de las primeras e ingenuas razones para nuestro viaje. Pero no podemos obviar que han sido varios los momentos en los que la creación de Latinoamérica ha desembarcado con fulgor en la península Ibérica. 

El primero tiene nombre y año: Rubén Darío en 1892, fecha del primer viaje del poeta a España, hecho que Selena Millares describe con inmejorables palabras:

Darío quiso llevar a cabo, a la inversa, el descubrimiento colombino, y ciertamente la nueva estética se puede visualizar en la metáfora del viaje: el modernista como un nuevo Ulises se aleja de su centro en busca del conocimiento… 

Darío reestableció los lazos que las guerras del XIX habían hecho saltar por los aires. En él, con él, volvió a surgir el entendimiento, la complicidad, el aire de familia entre la derrotada metrópoli y las ya independientes repúblicas. No en vano, en 1926 Henríquez Ureña acotaba esta nueva situación surgida a principios de ese siglo y celebraba un intercambio de influencias cada vez más intenso entre las dos orillas del idioma. 

La fecha de su escrito nos lleva al segundo gran encuentro: la «edad de plata», tiempo que también convirtió a España en un espacio atractivo, seductor, para muchos creadores latinoamericanos. Una nueva conexión que, como es lógico, se corta abruptamente con el estallido de la guerra civil en el 36. Hablamos de autores como Manuel A. Bedoya, César Falcón, Eduardo Zamacois, Alberto Insúa, Teresa Wilms, Rafael Bolívar Coronado o Rufino Blanco Fombona, voces que desarrollaron una parte fundamental de su trabajo en tierras hispanas. 

La fecha de su escrito nos lleva al segundo gran encuentro: la “edad de plata”, tiempo que también convirtió a España en un espacio atractivo, seductor, para muchos creadores latinoamericanos. Una nueva conexión que, como es lógico, se corta abruptamente con el estallido de la guerra civil en el 36. Hablamos de autores como Manuel A. Bedoya, César Falcón, Eduardo Zamacois, Alberto Insúa, Teresa Wilms, Rafael Bolívar Coronado o Rufino Blanco Fombona, voces que desarrollaron una parte fundamental de su trabajo en tierras hispanas

La figura de Blanco Fombona, que a partir de 1914 residió en este país más de veinte años, bien puede condensar el espíritu de nuestra acotación. Blanco Fombona, autor de refulgentes diarios y de micro ensayos a los que llamaba notículas, llegó a ser uno de los autores mejor pagados de la prensa española, estuvo postulado al Premio Nobel con apoyo del mundo literario hispano, fue el dueño de esa editorial América que exhibió un brillante catálogo e incluso ejerció funciones políticas como gobernador en dos provincias. 

Un segmento de su aventura peninsular, así como la de otros latinoamericanos de aquellos tiempos, queda muy bien recogida en la maravillosa Novela de un literato de Cansinos Assens (reeditada en este año 2022), dentro de un tono donde se alternan la admiración, la parodia, el chisme, la amistad y la ironía. Pero también queda reflejada en su propio libro Diarios de mi vida, en los que el mundo literario español de aquellos años queda muy bien trenzado por alguien que paulatinamente se siente parte explícita de su conjunto.

Así llegamos al momento actual. Momento singular por razones e interrogantes que ya expondremos y en el que puede insinuarse que como nunca antes, un número significativo de autores latinoamericanos viven, escriben, publican y hacen plena vida literaria en este país1. 

Destaca en este hecho una singularidad: en muchos casos ya no hablamos de escritores «inquilinos», utilizando la terminología de Juan Gabriel Vásquez; es decir, no se trata de autores de paso, que viven en la extranjeridad un modo de afinamiento de sus herramientas expresivas, una manera de aumentar su lucidez con respecto a sus propias y remotas realidades nacionales. Hablamos ahora de escritores que han hecho de España su casa «definitiva» (con toda la incertidumbre de este término), el lugar de su biblioteca, el punto desde el que imaginan sus historias y las frases que la contienen. 

En mi concepto, no se trata tan solo de un fenómeno numérico; también implica que varios de los mejores títulos publicados en la España reciente corresponden a varios de esos autores. Señalo tres de ellos por la calidad de sus propuestas y por la antigüedad de su residencia en este país, de modo de acercarme a lo que será el cierre de esta aproximación interrogativa al momento presente.

Me refiero a Clara Obligado y su libro: La muerte juega a los dados; a Fernando Iwasaki y su título: España, aparta de mí estos premios, y a Juan Carlos Chirinos, autor de la novela: Los cielos de Curumo. 

Obligado llegó a España en 1976, Iwasaki en 1985 y Chirinos en 1997. Difícil, por no decir imposible, es pensar en ellos como voces de paso. Su obra ha crecido con la memoria y la formación previa que trajeron de sus países de origen: Argentina, Perú y Venezuela; pero por supuesto, se ha alimentado del universo literario español de un modo significativo, por lo que no resulta arriesgado pensar que en ellos se escenifica una doble pertenencia cultural: al lugar en el que habitan desde hace décadas, y al lugar en el que vivieron sus primeros años. 

La muerte juega a los dados es un excelente volumen de Obligado en el que nos encontramos con lo que suele llamarse una novela Scheerezade: es decir, un volumen de cuentos interconectados que conservan su sentido independiente, pero que en conjunto refieren y engloban una historia común. 

Variedad de lenguajes, de enfoques, de gradaciones narrativas; este título es un paseo delicioso por las muchas posibilidades del acto narrativo en lo que configura una muestra del virtuosismo expresivo de su autora. Una historia familiar apasionante, repartida en narraciones varias, en las que cada pieza ilumina y a la vez rebate las anteriores. 

Por su parte, Iwasaki logra resaltar en España, aparta de mí estos premios, el carácter lúdico de lo literario. Hablamos también de otro singular volumen de cuentos que se sostiene sobre la variación de una única narración corta que sufre hasta siete transformaciones. El relato base vive adiciones, recortes, transformaciones mínimas o radicales; es la misma historia y es varias historias; conjunto múltiple en el que Iwasaki juega con el recurso expuesto por Roberto Bolaño de presentar el mismo relato transformado a concursos literarios muy disímiles, mecanismo que también permite a Iwasaki un irreverente humor al hablar de la guerra civil.

En el caso de Juan Carlos Chirinos, su novela: Los cielos de Curumo es un juego de perspectivas en las que desde la proximidad o desde las alturas podemos presenciar el lento crecimiento del mal como una fuerza que va tomando una ciudad, un país, un universo humano. La ambigüedad de su historia, su multiplicidad, sus hábiles cambios de narrador, su fascinación por lo luminoso y lo oscuro, agrupadas en una fiesta final que deviene en violencia y miedo, ubican esta pieza narrativa dentro de las mejores características de un género que huye de las tesis y de las enumeraciones periodísticas, para sumergirse en las honduras de la mente humana.

Reitero entonces que estos títulos son tres de los mejores libros aparecidos en la narrativa española actual. Hago esta afirmación provocadora y sé que unos cuantos observarán la frase con extrañeza. Conseguiremos muy pocos panoramas recientes (para evitar la temeridad de decir ninguno) que incorporen estos magníficos volúmenes dentro de ese conjunto al que me he referido. Viene aquí la primera de mis preguntas en este texto que no alcanzará respuestas. ¿Veinticinco años de trabajo en estas calles no son suficientes para que un universo literario también acepte como propio a un autor? ¿Tampoco treinta y dos? ¿Y cuarenta y seis años?

Quizá Vargas Llosa, con sus diversas estancias en España, sea de los raros ejemplos en los que esta doble pertenencia es subrayada sin problemas. Ayuda el merecido Premio Nobel, por supuesto, y gestos del novelista como haber ofrecido dentro de las instalaciones de una institución cultural española su primera rueda de prensa al recibir el reconocimiento de la academia. Pero no suele ser habitual esta mirada, y según mi impresión, la obra de un significativo grupo de escritores que viven, sueñan, e imaginan en un español mixto, propio, híbrido, continúa agrupada en un conjunto muy respetado pero siempre ajeno.2

La duda es si este espacio de libertad y enriquecimiento no puede actuar también como un límite, como una frontera infranqueable. La duda es si los autores englobados en esta interesante pertenencia a dos campos culturales, terminarán formando plenamente parte de ellos o quedarán situados en un limbo en el que no pertenezcan a ninguno

Claro que, por razones de espacio, no queda más remedio que acudir al trazo grueso, ignorar los matices a la hora de contemplar el actual momento. ¿Quizá son razones muy claras de mercado las que edifican esta separación? ¿Quizá son los propios autores implicados los que preservan la necesidad de mantener esa condición literaria de extranjeridad? ¿Tal vez son los lectores españoles quienes mantienen una imagen monolítica de su lenguaje y su creación propia?3

El ya citado Blanco Fombona expresó en el siglo pasado que se percibía a sí mismo como una variedad posible de escritor español, una variedad a la que él llamaba «criollista» y que consistiría en una aspiración de universalidad que partía de las sonoridades hispánicas, transfiguradas por el peculiar acento de las realidades latinoamericanas. En ese sentido explicaba: «El criollismo no es castellanía, ni academicismo, ni purismo a la española. El criollismo es otro modo de ser español». 

Proponía Blanco Fombona una ampliación, una complejización de la literatura ibérica de aquel tiempo, que tal vez pudiese tener ahora alguna vigencia. Pero en todo caso hay una realidad en esta cuarta y singular oleada: pareciera consolidarse la figura de una literatura migrante, en tanto esta representa un modo de privilegiar el mestizaje cultural, la errancia, el desarraigo o los arraigos múltiples. Términos que pueden deducirse de modo muy directo (sobre todo en lo referido a la mixtura) de títulos ensayísticos del citado Fernando Iwasaki como: Mi poncho es un kimono flamenco, en el que este narrador condensa con humor sus múltiples arraigos a lo español, lo peruano, y lo japonés o en algunas de sus declaraciones públicas cuando ha afirmado con respecto a su desplazamiento: «yo no perdí un país; gané otro». 

La duda es si este espacio de libertad y enriquecimiento no puede actuar también como un límite, como una frontera infranqueable. La duda es si los autores englobados en esta interesante pertenencia a dos campos culturales, terminarán formando plenamente parte de ellos o quedarán situados en un limbo en el que no pertenezcan a ninguno.

Desde luego, estas cuatro oleadas y desembarcos de la literatura latinoamericana en España (Rubén Darío, la «edad de plata», el Boom, y el todavía innominado momento actual) parecen ser el impulso de una escritura que desde hace años busca sin encontrar del todo el espíritu de ese Reino de Cervantes como lo llamó Arturo Uslar Pietri o ese territorio de La Mancha, como lo denominó tiempo después Carlos Fuentes. Una búsqueda de unidad en lo plural que tal vez tenga sentido en su propia intencionalidad y no en su propio éxito.

La actualidad apenas despliega sus primeras señales. Voces como las citadas de Obligado, Iwasaki o Chirinos, o las de algunos de los otros escritores que conforman esta lista, tal vez se proyectarán apoyando un pie en cada uno de sus lugares. 

Pero si esto no sucediese ¿quizá en ellos (en nosotros) se configurará un espacio insular que flotará en medio del océano y se desplazará de una a otra orilla? ¿Quizá serán (seremos) los habitantes de dos lugares que son todos y ninguno? 

Es posible que las respuestas solo estén en manos de teóricos o investigadores, o tal vez solo puedan resolverse dentro de la intimidad de cada autor.

Apenas al terminar estas notas, yo mismo seguiré escribiendo una nueva y personal historia que será a veces Caracas, a veces Madrid, a veces Barquisimeto, a veces Salamanca.

La duda persiste.

Pero ya se sabe. Escribir también es inventarse los propios mapas.

1. Una lista posible que abarca desde el año 1972 hasta el 2018 puede reseñar la presencia actual en este país de narradores como Cristina Peri Rossi, Clara Obligado, Fernando Iwasaki, Juan Carlos Chirinos, Valeria Correa Fiz, Rodrigo Blanco Calderón, Jorge Eduardo Benavides, Karina Sáinz Borgo, Isabel Mellado, Marcelo Luján, Carlos Salem, Mariano Peyrou, Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero, Luis Noriega, Pedro Crenes, Rodrigo Fresán, Slavko Zupcic, Ronaldo Menéndez, Antonio José Ponte, María Fasce, Andrés Neuman, Sergio Galarza, Martín Caparrós, Patricio Pron, Jordi Soler, Mariana Torres, Gabriela Wiener, Santiago Roncagliolo, Eduardo Sánchez Rugeles, Doménico Chiappe, Michelle Roche, Juan Abreu, Antonio López Ortega, David Toscana y Guillermo Roz, entre otros.
2. Excluyo de esta percepción el trabajo de la crítica académica internacional que ya comienza a problematizar estas adscripciones como puede apreciarse en estudiosos como Chiara Bolognese, Maja Zovko, Aurelio Auseré, Marco Kunz o Vagmar Vandebosch, por citar algunos ejemplos, y también subrayo un caso peculiar como la antología de Páginas de Espuma: Pequeñas resistencias 1, que pretendía recoger lo mejor del relato corto español e incluía autores nacidos fuera del país.
3. La perplejidad surge de mis propias experiencias lectoras. Para preparar estas notas debí verificar datos y comprobar que muchos de los autores venezolanos que leí con sumo placer en el pasado no habían nacido en Venezuela. No es un dato que estuviese presente en mi memoria. Eran y son parte del universo cultural más próximo de mi país de nacimiento. Salvador Prasel, José Antonio Rial, Miyó Vestrini, Victoria di Stefano, Blanca Streponni, Krina Ber, Eloy Yague, Luis Yslas, Márgara Russotto, son parte de la historia de la literatura venezolana. Cuando decides explorar su remota biografía es el momento en que aparece frente a tus ojos el nombre de una ciudad lejana. Pero gracias a todos ellos mi experiencia logró ampliarse, adquirir nuevas capas, atisbar resonancias que complejizaban mi manera de entender la realidad.