POR JUAN CARLOS ABRIL
Resulta imprescindible a la hora de estudiar la poesía de Rubén Darío hablar del binomio nietzscheano –e hiperbóreo– vida/literatura, que en el nicaragüense toma fuerza como en ningún otro de su tiempo, solapando una a la otra y volviéndolas cara y cruz de la misma moneda, creando una suerte de palimpsesto textual o simbiosis vital. Esta dialéctica comienza a funcionar desde el siglo XIX, pero el Romanticismo hispánico –español e hispanoamericano– fue débil y disperso frente al sentido fuerte que esta corriente de pensamiento había cobrado en otros países europeos desde finales del siglo XVIII, imponiendo un modo de vida y una ideología en torno al sentir y las emociones. Ancladas en el Romanticismo, sin duda, se encuentran sus primeras obras, de herencia becqueriana, como Abrojos (1887), en relación directa[1] hacia el camino de Azul… (1888). Un camino que recorrer no exento de vicisitudes y riesgos (los más altos: la propia vida), pues había que vivirla, además, deprisa. Fin de siglo y aceleración de la historia. Velocidad y automóvil (ver el poema «El canto errante» [2011, 447-448], homónimo del libro aparecido en 1907). Estamos a muy pocos años del Manifiesto futurista de Marinetti (1909). Había pocos resquicios o alternativas. El triunfo del arte no se concebía sólo como ambición estética: así, por un lado, se proponía la autonomía del arte, que luego en las vanguardias se consolidará como objetivo (recordemos a Cézanne como precursor); y, por otro, el conflicto económico, la independencia del artista y su aislamiento de la sociedad y del utilitarismo. Esto se traducía en una actitud vital muy concreta: el poeta-vate, el visionario, el recluido, el escindido, el esteta, la torre de marfil, etcétera.

«La única salvación posible, el único camino posible, el único espacio donde poder vivir está determinado por la voluntad de ser poeta, porque la poesía, aparentemente no tan importante como el resto de los ideales que Darío repasó y ante los que se muestra desengañado y cansado, es el único lugar incontaminado, el único lugar puro, el lugar donde habita la esencia de lo humano. Los poetas son por tanto los “profetas del porvenir” […]. La civilización es para Darío la poesía, el arte […]. Frente al tradicional mito del porvenir encarnado en la naturaleza americana, Darío habla del porvenir americano en términos de civilización, el camino de la civilización […]. En este camino de ida hacia la civilización Darío eliminará el referente Naturaleza como símbolo directo de la identidad ideológica americana. América no será ya el lugar de la naturaleza más joven, más virgen y, por tanto, más diferente, en donde la poesía puede anidar mejor que en la vieja y gastada Europa. […] La referencia a lo natural se sustituye ahora, demasiado próxima a la barbarie, por la referencia a la civilización en términos culturales absolutos: la religión del arte. El esteticismo moral actúa, pues, en Hispanoamérica con una nueva connotación que es la que dará al modernismo su carácter peculiar y su importancia general en el ámbito de la historia de la literatura» (Rodríguez y Salvador, 1990, 216-219).[2]

Y más adelante, partiendo del ya clásico libro de Ángel Rama Rubén Darío y el modernismo: circunstancias socioeconómicas de un arte americano (1970):

«Como ha señalado Rama “la línea general de los escritores modernistas será dominar el mercado grande (el mercado internacional)”. Darío, Blanco Fombona, Gómez Carrillo, etcétera, considerarán posible la conquista de Europa, trabajando desde allí para el público hispanoamericano. Los escritores contribuyen desde su zona marginal a la universalización del mercado cultural que se les impone tras el flujo financiero y económico; ellos participan en el intento de crear un área común que en el futuro verá mejores etapas, sin duda más exitosas» (Rodríguez y Salvador, 1990, 228).[3]

En este sentido el viaje –su noción dialógica, performativa y pervasiva, aplicada específicamente a Rubén Darío– es el nudo de este nuevo mercado internacional. Pero no se trata sólo de comercio sino sobre todo del «espesor» ético-estético de una nueva formulación. De otro modo lo denunciaba Flaubert al hablar de «El arte industrial» en La educación sentimental. Y en El viaje a Nicaragua Darío expone la realidad de la bolsa de Nueva York:

«Pasé por la metrópoli yanqui cuando estaba en pleno hervor una crisis financiera. Sentí el huracán de la Bolsa. Vi la omnipotencia del multimillonario y admiré la locura mammónica[4] de la vasta capital del cheque.

Siempre que he pasado por esa tierra he tenido la misma impresión. La precipitación de la vida altera los nervios» (Darío, 1987, 90-91).[5]

No se trata en ningún caso de usar el viaje sólo como experiencia, diario de apuntes, paisajes o impresiones, sino más que nada como elemento autorreferencial (autorreferencial en el sentido de la obra de arte, vital para el autor), y esto nos llevaría muy lejos si desarrolláramos estas nociones en el marco de las vanguardias comparadas:

«Dijimos que ese camino de ida que suponía la persecución del estadio de máxima perfección en el desenvolvimiento del espíritu humano, el camino de la barbarie hasta la civilización, arrastraba paralelamente, como el envés de la misma moneda, la posibilidad, e incluso la necesidad, de un camino de vuelta. En ese camino de vuelta, la barbarie, la naturaleza salvaje, podía verse como el lugar de lo puro, entendido lo puro por lo primitivo, lo no contaminado, por “lo natural”. Es el camino que también la Ilustración inaugura con Rousseau y que más tarde se va a ver reforzado en el Romanticismo» (Rodríguez y Salvador, 1990, 239).

Por tanto, hay que considerar un camino de vuelta de orden cultural[6] en la búsqueda de la propia identidad, que a la postre no sólo se traduce como individual sino colectiva, en el ámbito hispanoamericano (Salvador, 1999, 22). Así, la distancia interior que existe entre la vida y la obra, que es como un viaje sin movimiento a través del lenguaje –no en vano Octavio Paz (2000, 847) calificó el modernismo como un «movimiento condenado a negarse a sí mismo porque lo único que afirma es el movimiento»– y la dedicación al arte, es el viaje emprendido por Darío que tanto llama la atención. Viaje en todos los sentidos, interrelacionados unos con otros, interdependientes, superpuestos y simultáneos. Por eso el poema «El reino interior» (2016, 64-66), de Prosas profanas y otros poemas, se concibe como «un camino». El reino interior, sea cual sea y esté donde esté, es un camino. También intentaremos desarrollar este particular itinerario en el seno del yo.

 

1

Se trata del viaje propiamente dicho en sentido espacial, que le llevó de un continente a otro y, dentro de cada continente, a innumerables e incesantes viajes internos, en el norte y en el sur, en el este y el oeste.

«Nacido en Metapa,[7] pasa su primera infancia en San Marcos de Colón, en Honduras, para regresar al León de Nicaragua, residir luego en Managua, trasladarse a El Salvador, regresar a la capital de su país y emigrar a Santiago de Chile y Valparaíso. Ya como corresponsal del más importante diario hispanoamericano, La Nación de Buenos Aires, recalará sucesivamente en Perú, Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Costa Rica. Camino de España, cuando la conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento, se detiene en La Habana, y a su regreso, se traslada a Panamá y de allí a Nueva York y París, llegará a Buenos Aires como cónsul honorífico de Colombia. Y en 1898, de nuevo en España, encargado otra vez por La Nación de seguir in situ el impacto del llamado “desastre”.

Su posterior residencia en París como cónsul de su país facilitó sus viajes por la Europa continental,[8] que en 1906 se interrumpieron por mor de su participación por parte de Nicaragua en la Tercera Conferencia Panamericana en Río de Janeiro. De regreso en América (Nueva York, Panamá y Nicaragua), fue nombrado embajador en Madrid. Siguen París una vez más, México, Brasil, Uruguay, Argentina, Mallorca, la ciudad del Sena, Barcelona, Nueva York, Guatemala y Nicaragua, donde fallecerá prematuramente en la ciudad de su infancia, León, el 6 de febrero de 1916, a los cuarenta y nueve años de edad» (aa. vv., 2016, ix-x).

Por este apretado resumen, Pedro Salinas califica, en su imprescindible La poesía de Rubén Darío: ensayo sobre el tema y los temas del poeta (1948), al nicaragüense como «hombre de varias patrias»:

«Rubén fue dado al nomadismo. En parte porque las imposiciones de la vida circundante le empujaban de país a país, sin darle vagar más que por un tiempo. En parte, también, porque dentro le llameaba, revolvedor, el Wanderlust[9] que desasosiega al hombre, con su doble juego de desencantarle de lo que le rodea y encantarle con el remusgo de lo que nunca vio. Por presión del ambiente sale de Nicaragua y de Centroamérica» (Salinas, 2007, 667).

Y para reforzar la idea apuntada sobre el camino de vuelta hacia la propia cultura, las raíces y la propia identidad, que nunca tras su experiencia viajera-aventurera podrá ya ser la misma, pues el nómada va arraigando en todos los lugares que visita y en ninguno,[10] Pedro Salinas dice:

«La patria, hecho natural, la convierte Darío en una decisión de orden cultural. Suma a las realidades materiales –paisajes de Chinandega, bulevares de París– realidades espirituales, interpretadas por su imaginación. Grecia entresoñada, Francia estilizada, España a lo Quijote. Y así accede a su patria, producto muy semejante a sus poesías, sustancia, resumen de varias patrias nacionales» (Salinas, 2007, 675-676).