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Se trata en segunda instancia del viaje temporal, que le lleva a otros tiempos imaginarios o soñados, ya sean los medievales –como un homo viator,[11] explorador desacralizado–, los precolombinos («Caupolicán» de Azul… [2011, 278], «Tutecotzimí» de El canto errante [2011, 464-469]), los herederos de Las mil y una noches, el grand tour, el voyage en orient o los grecolatinos con su amplio repertorio mitológico, entre los más destacados. O la variante urbana, la flânerie (Cfr. Caresani, 2016, 97). Se completa así el eje cronotópico, que en los famosos cuartetos de Antonio Machado, A la muerte de Rubén Darío, se puede apreciar:

«Si era toda en tu verso la armonía del mundo, / ¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar? / Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares, / corazón asombrado de la música astral, // ¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno / y con las nuevas rosas triunfantes volverás? / ¿Te han herido buscando la soñada Florida, / la fuente de la eterna juventud, capitán? // Que en esta lengua madre la clara historia quede; / corazones de todas las Españas, llorad. / Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro, / esta nueva nos vino atravesando el mar. // Pongamos, españoles, en un severo mármol, / su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más: / Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo, / nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan» (Machado, 1990, 262).

Pero hay más, aquí también podrían encajar los «viajes» que el alcohol y el mundo de las drogas proporcionan. «La invitación al viaje» de Baudelaire se concebía como una osadía desde los paraísos artificiales (él, que sólo salió de París una vez y que se volvió a mitad de camino, como bien sabemos). Recordemos el cuadro Lujo, calma y voluptuosidad, de Matisse, pintado en 1904.

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Se trata asimismo de un viaje estilístico (sin olvidar la invención de neologismos), de una inmersión en lo que se conoce como el arte por el arte, que es el placer por el placer, la vida volcada en la literatura y la literatura volcada en la vida, fusionando ambas y exprimiendo las últimas consecuencias de esta fusión, que se convierte en torsión y en agotamiento expresivo ya al final:

«Lo indiscutible sigue siendo que la voluntad de vivir la vida en la escritura –como la de vivir la escritura en la vida– resulta siempre casi imposible de mantener, penas tiene salida, si la escritura se considera como potencia o como inmanente en sí y por sí misma» (Rodríguez, 2002, 445-446).[12]

Y aunque se encuentra muy estudiado, a partir de aquí podríamos segregar también el viaje hacia un ritmo distinto, esa renovación formal de la métrica no sólo tradicional, sino sobre todo en simbiosis con el francés, de donde asimila una prosodia nunca antes ensayada en nuestro idioma, «nueva», si bien «los poetas modernistas recogieron la tendencia romántica a una mayor libertad rítmica y la sometieron a un rigor aprendido en Francia. El ejemplo francés no fue el único. Las traducciones de Poe, el verso germánico, la influencia de Eugenio de Castro y la lección de Whitman fueron los antecedentes de los primeros poemas semilibres […]. La riqueza de ritmos del modernismo es única en la historia de la lengua y su reforma preparó la adopción del poema en prosa y del verso libre» (Paz, 2000, 851).

La crítica especializada ha señalado con profusión la relación de Darío con la música (Wagner, el sistema de las correspondencias simbolistas del universo, regido por el ritmo, la música de las esferas, etcétera), y así el poeta nos repetirá eufónicamente: «Ama tu ritmo y ritma tus acciones» (2016, 78) en un soneto homónimo de Prosas profanas y otros poemas. Música y prevanguardia se combinan en «Canción otoñal. Aire de “Seminole”, de Egbert Vanalstyne» (2011, 538-539), de Poema del otoño y otros poemas, donde apreciamos otro acercamiento, en este caso desde la música a la poesía. Se inicia también el camino hacia las vanguardias históricas, de las cuales fue claramente precursor.

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Un final que está muy en relación con ese viaje vital, en suma, y que coincide con el final de su viaje estético, y del modernismo. De 1911 es el verso «Tuércele el cuello al cisne de plumaje engañoso», del poeta mexicano Enrique González Martínez.

Su vida es, por tanto, un viaje hacia la imaginación de mundos estéticamente válidos, la búsqueda de la Gran Estética, dirá una vez más el maestro Juan Carlos Rodríguez:

«En suma: el gran esfuerzo del modernismo (y las vanguardias) por dar realidad o sentido a la poesía incluyéndola en la Gran Estética y coloreando así la vida en tanto que estetización poética: el último sentido –la muestra del sin sentido– del mundo» (2007, 320)

Mundo o mundos que propicien la fuga y la huida,[14] la escapada del horror de este mundo industrial en el que arte se confunde con decoración, postulando la primera gran crítica hacia la razón utilitaria, denunciando la instrumentalización de la contemporaneidad, la deshumanización. Lo afirma Octavio Paz: «El modernismo no fue una escuela de abstención política sino de pureza artística» (2000, 846). De ahí que en Cantos de vida y esperanza: Los cisnes y otros poemas se justificara acerca de célebres poemas como «A Roosevelt» (2016, 104-105) o «Los cisnes» (2016, 113-114):

«Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental. Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter» (2016, 90).

 

Cantos de vida y esperanza: Los cisnes y otros poemas (1905) es sin duda el mejor libro de Rubén Darío, pero es cierto que no hace sino continuar la estela de Prosas profanas y otros poemas (1896). «Aparecen nuevos temas y la expresión es más sobria y profunda pero no se amengua el amor por la palabra brillante. Tampoco desaparece el gusto por las innovaciones rítmicas; al contrario, son más osadas y seguras. Plenitud verbal […]» (Paz, 2000, 867). El nicaragüense no hacía más que ampliar su horizonte poético alrededor de la ética y la biopolítica, conceptos que ya estaban presentes en su obra en prosa y periodística desde su juventud. Así, en ambos libros se cumple con la «estructura» o «programa» de Azul… (1888). La poesía de Rubén Darío sigue emocionando y gustando por su alta calidad y valor, independientemente de las modas, siendo el primer contemporáneo y el último clásico, sin abandonar la rima pero introduciendo constantes novedades rítmicas y métricas, prosódicas, en el orden formal. No olvidemos la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» (2011, 502-507), de El canto errante, donde experimenta en el mejor estilo vanguardista (otra vez la prevanguardia): escribir una carta en un poema o, al revés, un poema en una carta. Un divertimento en el que dice:

«¿Por qué mi vida errante no me trajo a estas sanas / costas antes de que las prematuras canas / de alma y cabeza hicieran de mí la mezcolanza / formada de tristeza, de vida y esperanza?» (Ibíd., 507).

Para explicar desde otra perspectiva la relación vida-obra en Rubén Darío, habría que recordar un episodio ampliamente estudiado: Juan Ramón Jiménez ordenó y editó Cantos de vida y esperanza: Los cisnes y otros poemas. Imaginemos lo que sucedería hoy día si el poeta consagrado más importante del momento confía su obra culmen a un jovencito poeta que, por muy Nobel que llegara a ser, todavía no lo había sido. Juan Ramón Jiménez en 1905 tenía sólo 24 años (Cfr. resumen en Martínez, 1995, 71 y ss.). Y José Carlos Rovira (2016, 315) relata:

«El episodio editorial que se realiza en 1905 es sobradamente conocido: fue Juan Ramón Jiménez quien publicó en Madrid (en la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos) la obra, tras amplia correspondencia y varios encuentros con el poeta nicaragüense, de todo lo cual dio cuenta el de Moguer sucesivamente alrededor de un título, Mi Rubén Darío, que fue creciendo hasta la edición de 1990 mediante sucesivas ampliaciones de textos y documentos de Juan Ramón Jiménez, concebidos en 1923 como testimonio de la relación».

 

La crítica biográfica ha recalcado con fruición el temperamento de Rubén Darío: fue una persona bastante confiada y entregada a la amistad, como si esperara algo de los otros, en una suerte de brotherhood o hermandad del arte. Por eso confió a Juan Ramón Jiménez su libro. El arte por el arte, repetimos. Quizá esto acabó decepcionándole, como casi todas las cosas a las que alguna vez se aferró, y después tuvo que soltarlas, agotando y agotándose hasta consumirse prematuramente antes de los 50 años.[15]

El binomio vida-obra[16] de Rubén Darío no está exento de contradicciones, como en cualquier hombre de su tiempo. Pero lo importante es cómo las fue resolviendo en cada caso. Por ejemplo, en cuestiones como su apego a una visión elitista del arte, abanderar el modernismo, su visión liberal de la justicia o cantar las glorias de algunos presidentes y gerifaltes de más que dudosa reputación, a la sazón sus mecenas. El poeta modernista –y por extensión moderno, entendiendo la modernidad a partir de Baudelaire–, es decir, el yo del poeta contemporáneo, el yo-poeta, «sólo podía conservarse si la poesía seguía existiendo […] y sobre todo si el poeta se convertía en poesía» (Rodríguez, 2007, 319). Vida y obra indisolubles, confundidas en un solo binomio. Inseparables.

Por otro lado, José Carlos Rovira (2016, 336) también nota la dialéctica negativa que para Darío significa «progreso y valores históricos que se pueden perder», y que explica la conciencia histórica que poseía nuestro autor cuando, en su viaje apoteósico a Nicaragua entre octubre de 1907 y abril de 1908 (Cfr. Schmigalle 1993), relatado con todo tipo de detalles en El viaje a Nicaragua e Intermezzo tropical, anima a los jóvenes que le reciben exultantes a que se dediquen a la agricultura y a oficios prácticos.[17] Por consiguiente, apostar por un camino consagrado al arte, decíamos, nos puede dejar abandonados ante peligros inesperados o imprevistos, como encontrarnos ante un «canto» que se mueve, pero no se trata de cualquier movimiento «controlado» sino de errar… Es la conciencia crítica de la modernidad, que se bifurca en dos salidas, el silencio o la ironía (Cfr. Paz, 2000, 865). Dicho de otro modo:

«Los programas darianos le dan entidad a una subjetividad “en proceso”, a un “yo” que en sus constantes mascaradas le hace señas a la literatura como zona incierta en el singular proyecto de la modernidad latinoamericana. Ese sujeto-en-desplazamiento […] habilita una lectura de la errancia como índice de una modificación de largo aliento en las condiciones del sistema cultural. En otras palabras, la oscilación de una instancia que nunca deja de dramatizar la precariedad de su hacerse no sólo es testimonio del carácter moderno de esa subjetividad sino también de las contradicciones en el proceso de institucionalización de una nueva práctica» (Caresani, 2016, 102).