POR JOSÉ MARÍA HERRERA
A Juan Malpartida, noble y sabio amigo en la búsqueda de lo mejor
¿Cómo que ha muerto? Entonces, ¿era cierto lo que anunciaron los filósofos? Pero ¿hay pruebas de ello? Y el cadáver, ¿alguien lo ha visto? Porque, no nos engañemos, cuesta creer que algo así haya podido suceder. ¿Cómo va a morir un ser que no existe, que nunca ha existido? Para existir hay que estar en el mundo, saltar al espacio y al tiempo, exponerse de algún modo, y Dios, que sepamos, jamás lo hizo, siempre estuvo fuera, en un más allá inalcanzable. Verdad que al menos una de sus manifestaciones adoptó un cuerpo y que ese cuerpo, torturado salvajemente, fue depositado en una tumba, pero aquí no estamos hablando de las personas divinas –ya saben, persona, el nombre de la máscara teatral tras la cual ocultaban los actores griegos el rostro–, hablamos de Dios, la sustancia que palpita bajo cualquiera de sus manifestaciones, ese actor anónimo que utiliza a veces una máscara y a veces otra, pero que jamás da la cara, nunca. ¿Puede Dios morir? ¿De qué podría morir Dios?
Al hombre contemporáneo le entusiasma que algo así haya ocurrido. Experimenta con ello una frívola satisfacción. Que un ser del rango de Dios comparta con él las limitaciones de la existencia repercute positivamente en su autoestima. No es solo que fuésemos creados a su imagen y semejanza, es que le hemos sobrevivido. Sobrevivir a un ser eterno no es, desde luego, cosa de poca monta.
Claro que, en vez de mostrarnos exultantes con las consecuencias más o menos halagüeñas de la muerte de Dios –en particular eso que podríamos llamar nuestra hegemonía ontológica en el mundo–, deberíamos esclarecer lo sucedido. Teóricamente al menos los seres todopoderosos no tienen fecha de caducidad. «Fuera de servicio» podría ser un epitafio idóneo en cualquier lápida, excepto en la de la divinidad. La costumbre de pensar nos pone aquí en un grave aprieto. ¿Cómo aceptar un hecho tan opuesto a los principios de la lógica? Una muerte normal y corriente, provocada por una enfermedad, un accidente o un crimen, sabríamos cómo abordarla; bastaría con encontrar la causa o seguir las pistas, a la manera de los detectives. El problema es que si la lógica impera no solo en la realidad, sino también en el más allá de la divinidad –algunos científicos, entusiasmados con ciertos hallazgos teóricos, aventuran que el más allá divino quizá se halle en ese punto ciego del universo descrito por Schwarzschild, donde las leyes de la matemática y la física pierden sentido, y pasado y futuro convergen en un instante–, Dios únicamente podría morir de un modo: suicidándose. Nada ni nadie, salvo Él mismo, está capacitado para destruirlo. Acabar con Dios, llevarlo a la nada como Él llevó la nada al ser, es imposible. El Diablo, su patético adversario, tal vez sea capaz de ensombrecer la creación con sus maquinaciones de mercachifle de almas, pero salir de ella y, una vez fuera, privar al Creador de su ser, aniquilarlo, es algo fuera de su alcance. O Dios muere por voluntad propia, y eso sería lo mismo que decir que la perfección no es tan perfecta como suponíamos, o no hay manera de impedir que siga siendo el que es eternamente.
El atraso de nuestra inteligencia, un postulado necesario si queremos seguir confiando en el futuro, quizás nos haga perder de vista algún detalle esencial, pero creo francamente que debemos descartar la alternativa del suicidio. La vulnerabilidad no puede encontrarse entre los atributos divinos. En la impotencia podemos caer los hombres, incapaces a menudo de hacer frente a las dificultades de la vida, pero ¿Dios, un ser todopoderoso? Por decepcionado que esté con su obra –y motivos no le faltan– debe haber otras opciones, algo menos aparatoso, menos melodramático. Por ejemplo, un ataque de hilaridad, algo como lo que mató a Zeuxis o Pietro Aretino. Lo malo es que para sufrir un colapso de esa naturaleza así hay que tener un cuerpo y reír a mandíbula batiente. ¿Acaso Dios ríe? ¿De qué iba a reírse Dios? Los teólogos siempre fueron muy estrictos con esto –y con todo–: Dios no está para bromas. Claro que en la época en que se los tomaba en serio no abundaban los motivos de regocijo. Fue después, a partir del siglo xix, cuando las cosas adquirieron el delirante –y desternillante– estilo que todavía poseen. ¿Imagina el lector las carcajadas de Dios al enterarse de que Hegel, orgulloso de haber llevado la filosofía hasta su meta, había sentenciado que todo lo real es racional y todo lo racional es real? ¿Y sus risotadas al saber que Marx, cansado ya de interpretar el mundo, proponía transformarlo en la propiedad privada del proletariado o cuando supo que Nietzsche estaba haciendo circular el rumor de su muerte y, a la vez, poniendo en marcha ese sucedáneo de la trascendencia que es la noria del eterno retorno?
No me malinterpreten. Estoy bromeando. Se trata de una posibilidad, solo de eso. Personalmente no creo que Dios muriera de un ataque de risa. Si algo lo mató –usemos el verbo cum grano salis porque un Dios muerto no es menos Dios que un Dios vivo–, debió de ser otra cosa, nada gracioso, sino más bien lo contrario, nauseabundo y criminal. Sí, han leído bien, criminal. Pero ¿no se dijo antes que esto es impensable? Cierto, aunque hay que tener en cuenta que lo que constituye un hecho indisputable para nosotros, la muerte de Dios, tal vez no sea un hecho para Él. Admito que semejante afirmación suena paradójica, una suerte de gato de Schrödinger metafísico, de superposición cuántica, pero es lo que tiene adentrarse en el laberinto de la teología. Los sismólogos bregan con problemas similares cuando hablan de volcanes: nunca pueden decir a ciencia cierta si están o no activos. Mejor pasar por alto estas dificultades y, en vez de especular sobre el destino del cadáver, seguir al pie de la letra el ritual detectivesco y preguntar por el móvil del crimen: ¿Por qué alguien ha querido la muerte de Dios? La respuesta es evidente: para suplantarlo. ¿Y qué clase de individuo tiene un concepto tan autocomplaciente de sí mismo como para presuponer que puede hacerlo? Descartado el sospechoso habitual –no el mayordomo, sino el Diablo–, todas las pistas apuntan a una figura típica del siglo xx, el ideócrata, alguien capaz de creer que el mundo está mal hecho y que su deber como ser racional es rehacerlo de acuerdo con sus ideas. Gracias a este tipo de personas hubo Estados totalitarios. Su instauración fue para la historia de la humanidad tan crucial como la pérdida del Paraíso. Si los expulsados entonces fueron Adán y Eva; con ellos el que iba a quedar fuera sería Dios.
Podemos ahorrarnos los detalles. Más o menos todos sabemos lo que pasó, aunque quizás no todos tengamos claro que lo que pasó constituye el suelo sobre el que se asienta nuestra forma de vida. Para erigir un mundo nuevo había que destruir el anterior, hacer tabla rasa con la creación. El fin prioritario fue, por ello, el pueblo elegido. Matar a los judíos era una manera indirecta de matar a Dios. Pero no bastaba con esto, era solo un primer paso; había también que extirpar el alma al resto de los hombres. El mal se ramificó entonces igual que una selva. La gente comenzó a ser asesinada como son asesinados en las películas los testigos casuales de un crimen: simplemente porque estaban allí. El humo de los crematorios de Auschwitz, el hedor de las fosas de Katyn, los efluvios radiactivos del hongo atómico, cada una de las emanaciones provocadas por la industrialización política de la tortura y el crimen volvieron irrespirable la bóveda celeste. La torre de Babel alcanzaba finalmente su objetivo. Los ideócratas, satisfechos porque el conocimiento supremo que se vanagloriaban de poseer los eximía de toda responsabilidad moral, cancelaron la distinción entre inocentes y culpables –una vez conquistada la eternidad era absurdo seguir manteniendo el bulo del Juicio Final– y, ejerciendo sobre la realidad un control totalitario, trataron de cambiar el curso de la historia. Lamentablemente, lejos de conducirla a su soñada plenitud, la pusieron delante de un abismo que intentaron salvar luego llenándolo de cadáveres, como si, en vez de un abismo, se tratara de una fosa común.
La pregunta inevitable es: ¿cómo pudo escapársele a Dios el control de la creación? ¿Perdió en algún momento la omnisciencia? Mi sospecha es que, por difícil que sea entender esto, sufrió un despiste. A la omnipotencia deben acompañarla interminables momentos de tedio. Quizás Dios se distrajo como el centinela que da una pequeña cabezada en el puesto de guardia y, cuando recuperó la normalidad y volvió a coger las riendas de la creación, el espectáculo que vio le resultó tan deplorable que lo rechazó enfadado. Si el mundo que había creado para el hombre o, mejor, si el hombre que había creado para el mundo no funcionaba, ¿no debía renunciar a él? Descubrir que el ser destinado a juzgar su obra se había convertido en un monstruo le produjo probablemente un disgusto equivalente al que asalta al artista que, de pronto, advierte que lo que ha creado no vale nada. «¿Qué tengo yo que ver con los crímenes del mundo?», pregunta alguien en un poema de Babits. Y Dios, ¿qué tenía que ver Él? ¿Era culpa suya lo que estaba sucediendo en la tierra? ¿Debía montar en cólera y destruir a la humanidad como pensó antes de prevenir a Noé del diluvio universal o simplemente apartarse de los hombres como quien arroja a la papelera un papel cuyo contenido ha dejado de interesarnos?
Muchos se quejan de la pasividad de Dios. Hubieran preferido que se hiciera notar como en las viejas tragedias, una aparición teatral que aclarara de una vez por todas la historia. Sin embargo, y a menos que pretendamos acusarlo de solipsismo, no nos debería irritar su reticencia a intervenir en el mundo. El mal nos es, en rigor, un asunto suyo. Tampoco tiene obligación de atajarlo. Dios jamás ha tomado sus decisiones para cumplir las expectativas humanas. Si en otras ocasiones lo hizo, en esta es evidente que no. Prefirió apartarse, volver a la nada previa a la creación. Aunque nosotros llamamos a esto muerte, para él debe de ser algo parecido a lo que hace el actor que abandona el escenario al concluir su papel y se oculta entre las bambalinas. «Que hayamos destrozado sus estatuas / que los hayamos expulsado de sus templos / no significa que los dioses estén muertos», canta Kavafis. Un Dios que regresa a la nada no es un Dios venido a menos. ¿O es que ausencia y presencia significan realmente cosas distintas para Él?