Poco antes de que lo encerraran en Auschwitz, donde murió asesinado por ser judío, Felix Nussbaum pintó El triunfo de la muerte, un cuadro en el que una banda de esqueletos toca música sobre las ruinas de la civilización. ¿Qué música interpretan estos esqueletos burlones? No es obviamente un réquiem (a esas alturas, 1944, Dios ya no cuenta para nadie, ha sido a todas luces derrotado, como demuestra el esqueleto de un ángel con sus blancas alas desplegadas); ni un cuarteto al estilo del de Messiaen o del Opus 110 de Shostakóvich, pieza en la que se condensan cuarenta años de comunismo y en la que los instrumentos chirrían como si los intérpretes tuvieran pensado ahorcarse con sus cuerdas al concluir el concierto. Se trata de una música festiva y macabra, una danza carnavalesca. Los esqueletos celebran algo y, por eso, han elegido instrumentos de viento y percusión. Quizás desfilaron marcialmente antes de arrasarlo todo y ahora, cuando la ruina es absoluta, su música se ha vuelto dionisíaca. Felices bajo las tragicómicas cometas de sus ideales y sobre los fragmentos de la civilización devastada en nombre suyo, recuerdan con su desenfadada petulancia al übermensch, el engendro nietzscheano que inspiró a los nazis y que aún se venera en los laboratorios bajo el rótulo grandilocuente de Homo excelsior. La idea de fondo es muy sencilla: hay que borrar en el hombre todo lo que recuerde su semejanza con Dios.

En el verano de ese mismo año, después de que fuera clausurado el campo de Bor, donde varios miles de judíos hacían trabajos forzados, el poeta húngaro Miklós Radnóti fue conducido de nuevo a su patria para ser deportado a un campo alemán en el que, con seguridad, sería exterminado. No llegó a pisarla porque a mitad de camino un oficial borracho, enojado al verlo garabatear algo en un cuaderno, lo golpeó hasta dejarlo casi muerto. Su estado físico no era ni sería ya importante porque el poeta, al igual que el resto de sus compañeros judíos, incapaces de avanzar debido a los terribles suplicios a que habían sido sometidos anteriormente, fueron fusilados en el camino y enterrados en una enorme fosa común en el municipio de Abda, cerca de Györ. El último poema que escribió, quizá con las manos doloridas a causa de los golpes, dice así: «Caí junto a él, junto a su cuerpo yerto / y tenso como una cadena bien apretada, / tenía un disparo en la nunca. “Así acabaré yo / –me dije–, acostado e inmóvil, / como una flor que aguarda en medio de la muerte”. / Entonces una voz cercana dijo desde arriba: / “Este salta todavía”, / mientras el barro y la sangre sellaban mis oídos».

La lengua del poema es el húngaro, pero la voz que escucha el poeta mientras lo entierran vivo se expresa en alemán: «Der springt noch auf». Año y medio después, los restos mortales de los judíos amontonados en aquella fosa fueron exhumados y en el bolsillo de la chaqueta de Radnóti apareció el cuaderno con el poema. Imre Kertész, el Nobel húngaro, sostiene que estos textos póstumos bastarían para que su compatriota ocupara un destacado lugar en la literatura universal. Las circunstancias en que fueron escritos y en que luego aparecieron dan también que pensar, pues es como si la muerte, rebelándose contra los carniceros que la usufructuaban, hubiera hecho una excepción con él permitiendo una suerte de resurrección.

¿Se alzará también Dios de su tumba cuando los hombres, reducidos a las cenizas de lo meramente humano, exhumen la nada, el holograma de su omnipotencia?

 

Este texto es el capítulo final de un libro aún no publicado titulado Arqueología fantástica.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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