Había, asimismo, un segundo motivo: la búsqueda del sol, en uno años en que la gente «cambiaba de lugar en las calles para tomar el sol» (1985c, p. 36), como una recuperación de los sentidos que les permitió sobrevivir en aquellos tiempos duros: «[…] le parecía revivir escenas en los terrados de la posguerra, cuando la escasa alimentación los empujaba hacia el sol, como si fueran plantas pobres en busca del único alimento gratuito y no racionado. El sol. Y bajo el sol de las tardes, en los terrados se construía una vida paralela a la de la calle, liberada incluso de los miedos heredados de la guerra o de los nuevos miedos impuestos por la miseria histórica del franquismo. Viejos en busca del plasma solar, jóvenes sin empleo o mal empleados […] realquilados en pobres viviendas de barrios desguazados llenos de vencidos, resultado de media España que estaba fuera de su sitio, media España flotante en busca de su lugar bajo el sol» (1987, pp. 12 y 13).

 

LA ÉPOCA: LOS AÑOS CUARENTA
A estas alturas, ha quedado claro que la Barcelona de Vázquez Montalbán se identifica con un lugar, el barrio Chino o Raval, así como con un tiempo: «Si yo vivo anclado en una época, es en los años cuarenta», le comenta a Jaume Fuster, y añade: «Si ahora tuviera que mencionar tres canciones, diría una de Concha Piquer, una de Machín, pero también Ball de Rams, que ya nadie debe recordar. Fue una de las primeras en catalán toleradas en la radio y era muy solicitada» (1985c, pp. 37 y 38). La otra canción más pedida fue El sitio de Zaragoza, que es la que sugiere Carvalho que interprete la banda municipal en el entierro de Biscuter, aunque éste opte, no sin sarcasmo, por un bolero de Machín: «Aquel tan bonito de Se vive solamente una vez» (1987, p. 15). En realidad, es el propio Vázquez Montalbán el que juega a imaginar cómo será su funeral laico y sentimental. La radio, en efecto, «cumplía el papel doble de plataforma ideológica de la dictadura, pero también de oferta de evasión», tenía poco que ver «con la realidad de la calle y tal vez por eso gustaba. La palabra y el sonido exigían el recurso de la imaginación» (1990, p. 248). La música, como se encargó de demostrar él mismo en su Crónica sentimental de España, tuvo un papel fundamental en «esa subcultura de los años cuarenta y cincuenta [que] aparece hoy como una arcilla blanda en la que han quedado grabadas las huellas de esa voluntad de identificación que las clases populares tenían» (2001, p. 84) frente a la cultura totalizadora del régimen.

Otros elementos menos lúdicos caracterizaban también esos «años de penitencia»,[x] como las enfermedades (la tuberculosis, el tifus exantemático o «piojo verde»…) y, en relación directa, el clima de pobreza y corrupción que se vivía: el estraperlo, el racionamiento, el mercado negro, «al que daban la cara los pequeños vendedores de esquina» (1990, p. 239), como conocen bien los lectores de Marsé. Todo ello provocaba una imagen de heroísmo y sordidez en medio de una época de pobreza y corrupción. Eran años «tan sórdidos que las personas sórdidas no lo parecían» (2003, p. 18). Esto forma parte, asimismo, del paisaje moral del barrio. Esa sordidez lo lleva a utilizar metáforas antropomórficas para referirse a determinados rincones del barrio, metáforas no degradantes, sino simplemente descriptivas. Una de las preferidas es la siguiente: «La piqueta quita las varices de sus viejas prostituciones y extermina poco a poco lo que fueron ingles de la ciudad cuando Jean Genet ejercía por estas calles de ladrón y homosexual» (2002, p. 157).[xi]

 

SUS ROSEBUD
El propio autor reconocía en los últimos años que, de un tiempo a esta parte, emplea «la palabra clave de Ciudadano Kane […] en todas partes». Según él, le sirve para dar forma literaria a «ese instante del recuerdo que representa la clave para definirnos o para explicarnos a nosotros mismos […], como si dijéramos “Este instante del recuerdo basta para compendiar en él absolutamente todas las claves de la vida”» (2003, p. 84). Y el rosebud de Vázquez Montalbán (y el de Pepe Carvalho) es «Una mañana en Barcelona, en los años cuarenta […], soleada, en un mundo en el que no había coches en las calles […], había muchos peatones […]. Delante de mi casa, en la calle de la Botella, había una panadería. El pan […] estaba racionado. Y el pan caliente […]. Recuerdo a mi madre atravesando la calle con una barra de pan y un cucurucho de papel lleno de aceitunas negras de Aragón, partió un pedazo de pan caliente y me lo dio con la bolsita de aceitunas negras. Cada vez que he intentado hallar un momento de plenitud, se me aparece ese instante» (2003, p. 84).

Ese recuerdo, con todos sus elementos, su calle sin coches, el sol, el racionamiento, la madre y, sobre todo, la comida esencial, esencial porque ayuda a la supervivencia y esencial porque está casi sin elaborar, porque son ingredientes básicos, casi como cuando decimos «pan y agua»…; ese recuerdo, digo, aparece, lo hemos visto o apuntado, en El pianista, en «Bolero», en «Desde los tejados», incluso lo menciona en el programa televisivo Epílogo, y, en especial, en su primer cuento, «1945», y puede detectarse también en algunos poemas de su primer libro. Rafael Chirbes recuerda como una vez pidieron a Vázquez Montalbán, para la revista Sobremesa, un menú para Nochevieja. Y él les remitió un cuento que, en esencia, es este rosebud. El relato terminaba así: «Pan y aceitunas. Un título de película neorrealista, pero en el alma la saciedad de todos los deseos y el 31 de diciembre, después de las doce uvas, me tomaré furtivamente un pedazo de pan y un puñado de aceitunas negras». Y añade Chirbes, con mucho tino: «Rosebud de niño de posguerra, melancolía de inocencias varadas en la playa de la infancia […]. Me da por pensar que son esas mismas aceitunas pequeñas y rugosas, que aún me gustan tanto (aquí, en Valencia, las llamamos del cuquello). A mí me las traía mi abuela» (2010, pp. 186 y 187).

La agudeza crítica y el instinto literario de Chirbes lo llevan a descubrir un segundo rosebud que, si bien no está vinculado con Barcelona, sí tiene muchos puntos de contacto con el anterior: la relación con la familia materna, lo elemental de la comida e incluso el sol que sugiere el baño primaveral: «Y su alter ego, Pepe Carvalho […], cuando quiere reencontrarse consigo mismo, toca la punta de los dedos el rosebud originario, pone su coche en dirección al sur un día de primavera, cruza entre los naranjos de Benicàssim y Sagunto, perfumados de azahar, y acaba con los pies metidos en el agua tibia del Mediterráneo murciano […], a la espera de que le sirvan una de esas brandadas para pobres que se llaman —hasta el nombre es paupérrimo— “atascaburras”: patata cocida, un chorrito de aceite de oliva, un poco de ñora y unas tiras de bacalao desalado, el plato que le preparaba en su remota infancia una abuela cartagenera: la delicada magdalena de Proust ajustada a la hosca idiosincrasia de un país, de un tiempo y una clase» (2010, p. 170). Esa huida —real o metafórica— hacia el sur constituye otra de sus simetrías o geometrías preferidas.

El propio Tyras le pregunta si «la clave de esta temática […] hacia el lugar de donde no querrías volver jamás es en realidad la infancia» y, aunque él contesta que quizá va más allá y que alude a la placenta (2003, p. 82), lo cierto es que la metáfora de Saint-Exupéry sobre «el país de la infancia» aparece a menudo en sus escritos. Ahora bien, este sintagma va muchas veces ligado a la muerte («Volver al país de la infancia, un país despoblado de los héroes y los villanos de la infancia, de muertos que sólo yo recordaba» [1998, p. 415]) y a la destrucción («El caso es que están destruyendo la ciudad de mi infancia, y del personaje de Carvalho. Están sustituyéndola por otra ciudad, pero también están rompiendo mi imaginario […]. Esta ciudad tenía sus referentes, como todas las ciudades. Lo explico muy bien en Barcelonas, al menos desde mi punto de vista» [2003, pp. 130 y 131]).

 

CONCLUSIÓN: NOSTALGIA, MEMORIA, ELEGÍA
Ante una situación semejante, la primera respuesta de la persona es la angustia, derivada de la asunción resignada del paso del tiempo. Esa desazón, sin más, como la nostalgia a la que va unida, es improductiva, al menos desde un punto de vista literario: «De todas las enfermedades voluntarias, la que más le molestaba era la de la nostalgia» es la frase inicial de uno de sus relatos (1987, p. 9). El escritor debe ir más allá. Vázquez Montalbán literaturiza la relación espacio-tiempo-memoria y encuentra su solución literaria y ética en el «especial empeño en utilizar la literatura para recuperar la memoria personal y la colectiva» (2001, p. 92). Y no sólo frente al franquismo, también durante los primeros años de la Transición, debido al «nulo papel que ha tenido la recuperación de la memoria histórica de la España heterodoxa y vencida. Ha habido como un pacto para el olvido». Por eso es acertado hablar de novelas de la memoria (2003, p. 152).

Y la solución concreta, dentro de la tradición clásica, que encuentra Vázquez Montalbán para activar esa memoria es, como supo ver muy bien su amigo Sergio Beser en el texto «Aquel distrito v», el tratamiento elegiaco. Según él, «pocas veces ha escrito con tanta contenida y sugerente emotividad»: