«Mi placer literario es convivir con la escritura»Por Carmen de Eusebio
© Guillermo Morán
Leonardo Valencia (Guayaquil, Ecuador, 1969) es narrador y ensayista. Ha publicado el libro de cuentos La luna nómada (1995) y las novelas El desterrado (2000), El libro flotante (2006) —traducida al francés—, Kazbek (2008) —traducida al inglés— y La escalera de Bramante (2019), así como los ensayos El síndrome de Falcón (2008), Viaje al círculo de fuego (2014) y Moneda al aire: sobre la novela y la crítica (2017). Sus cuentos han sido incluidos en más de quince antologías de referencia internacional, como Les bonnes nouvelles de l’Amérique latine (Gallimard), con traducciones al inglés, francés, italiano, hebreo y búlgaro. Fue elegido por el Hay Festival de Bogotá 39 entre los 39 autores más destacados de América Latina. Residió en Lima entre 1993 y 1998, y luego en Barcelona durante veinte años, donde se doctoró en 2007 en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre Kazuo Ishiguro. Desde 2018, es profesor de la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito, donde dirige la Maestría en Literatura Latinoamericana y Escritura Creativa.
La escalera de Bramante transcurre entre mediados del siglo xx y principios del xxi y está compuesta por varios relatos que se entrelazan para contarnos cómo afrontan la época que les tocó vivir los tres personajes principales de la novela, un pintor alemán (Landor) y dos artistas ecuatorianos (Raúl y Álvaro). Hay que añadir que tiene seiscientas dieciséis páginas. Tiene rasgos para ser considerada como una novela total. ¿Usted la considera de ese modo?
Más que total me parece una novela tonal. Tiene distintos registros de escritura que funcionan a modo de contrapunto, donde resuenan tiempos y lugares que a veces pueden ser muy distantes, entre París y Quito, o entre Barcelona y Bogotá. Dejaría el concepto de novela total para libros como En busca del tiempo perdido o Los demonios, que a su manera son monocordes o monotonales por el narrador único que tienen, pero ni siquiera. En La escalera de Bramante me siento más cercano a una forma de escritura que explora distintos estilos, narradores y reinos imaginarios, como si hubiera que tocar distintas teclas para percibir el conjunto. El concepto de novela total permite llegar más rápido a un libro y pasar de largo, cuando son precisamente las novelas que exigen detenerse más en ellas.
La historia se crea sobre los cimientos de la amistad y se apoya en la conversación permanente de Álvaro, el artista frustrado, y Raúl, el artista alejado de toda intelectualidad pero dotado de la facultad para crear e inventar. Un diálogo que viene impuesto, en parte, por el intento de recuperación de la memoria de Raúl, causada por su alcoholismo, entre otras razones. Uno de los temas más tratados en la literatura junto con el amor, el odio…
Sí, la memoria y la amistad son dos ejes sobre los que giran los personajes. No me había percatado de este tema recurrente en varias de mis novelas, como El libro flotante, hasta que escuché a un joven crítico que dio una conferencia sobre mis novelas anteriores, cuando estaba precisamente escribiendo La escalera. Incluso diría que ahora se trata de la «memoria de la amistad». Un tema decisivo en mi experiencia es la muerte temprana de amigos reales. Su conversación resonaba y resuena en mi mente. Uno de los amigos que perdí se llamaba Erwin Buendía. Cada vez que volvía de visita a Ecuador tenía largas conversaciones con él. Lo conocí cuando entré en la universidad. Escribió artículos y ensayos estupendos. Era un gran lector de ciencia ficción, devoto de Star Trek, Bradbury y Vonnegut. Murió en 2006. Hicimos una recopilación póstuma de sus artículos y ensayos que se tituló como uno de sus artículos: Si algún día alcanzamos las estrellas. En el prólogo de su libro conté que una vez fue a visitarme a Lima, cuando yo vivía allí, y lo llevé a visitar las líneas de Nazca. De camino hacia Nazca, ya de noche, paré mi auto en medio de la oscuridad del desierto, le pedí que se bajara del auto. No pasaba nadie. Él no entendía qué ocurría. Apagué las luces y le dije que mirase el cielo. La noche del desierto peruano es una de las más tachonadas de estrellas. Mi amigo se quedó deslumbrado.
Quizá el esfuerzo que hace Álvaro por ayudar a Raúl para que no pierda la memoria es una trasposición de mi propio acto de escritura como un deseo de restituir la conversación con los amigos perdidos. En el caso de Raúl, que no tiene muy claro qué quiere hacer con su vida, y que más bien está detrás de Álvaro, se produce un giro inesperado para él mismo. Nunca tuvo una vocación temprana ni visible para dedicarse al arte, la descubre tardíamente, aunque proviene de una familia de músicos. Incluso los estudios de Bellas Artes los realiza para seguir los pasos de Álvaro. Me llaman la atención esas vocaciones tardías que a veces irrumpen a pesar de los mismos implicados, como si el arte fuera una contingencia. O mejor dicho: como si tales casos permitieran ver esa contingencia por encima de la idea determinista de una vocación. No creo en los destinos artísticos, sino en la disciplina y la tenacidad que encauzan una determinada sensibilidad.
No es una novela histórica, sin embargo recorre grandes acontecimientos históricos, desde la Segunda Guerra Mundial hasta los movimientos subversivos de la guerrilla colombiana y ecuatoriana. Una novela de estas características implica mucho trabajo, muchas lecturas, mucha documentación, ¿cómo ha sido ese trabajo de investigación?
Sobre todo fue detenerme en la posguerra, en el primer caso, y en el segundo descubrir los nexos que hubo entre un conato de guerrilla en Ecuador y su modelo colombiano, el M19. Pero no me interesan en sí mismos estos temas, ni para hacer una apología empática ni novelizándolos como motivo recurrente de la violencia. Hay demasiadas novelas que apelan a la violencia por un efectismo sensacionalista y destruyen toda preocupación estética. Me interesan estos temas por los silencios que arrastran, sus consecuencias, sus resonancias en las personas y la época, por la manera inesperada con la que se manifiestan. En mi novela no hay grandes escenas violentas. Más bien diría que allí implosionan o están latiendo como una amenaza velada. La parte europea fue mucho más fácil de investigar. Las consecuencias de la posguerra, en el caso de la Primera Guerra Mundial, yo las había abordado en mi primera novela, El desterrado, ambientada en Italia. Quizá en parte porque mi madre nació en Roma en 1938, un año antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Era la última de doce hermanos y vivió una infancia con las estreches de la guerra y la posguerra. No pudo hacer estudios universitarios y trabajó en una imprenta. En La escalera de Bramante es más complejo porque la novela pone en evidencia que las consecuencias de la guerra no se acabaron de manera inmediata y llegaron muy lejos, a donde no llegó directamente la guerra. Tuvieron resonancia en América Latina con una serie de exiliados, entre intelectuales, infiltrados y asesinos. Nunca estuvimos desconectados. En lo que toca a la investigación sobre la guerrilla latinoamericana quizá lo más tenso fue entrar en la historia colombiana. Leer una atrocidad tras otra, desde documentos periodísticos hasta libros de memorias, un sufrimiento descomunal el que ha pasado Colombia. A pesar de todas las noticias que nos llegaron, y de que estuve varias temporadas por Bogotá, nunca llegué a sospechar la dimensión de su horror.
Recuerdo particularmente las memorias de Vera Grabe, Razones de vida, y María Eugenia Vásquez, Escrito para no morir, dos guerrilleras del M19, que me hicieron descubrir la situación de las mujeres dentro de la guerrilla y que inspira la tercera parte de mi novela, «Las troyanas» y el personaje de Laura Coloma. El resto fueron lecturas e investigaciones que tuve que parar porque era como adentrarse en los círculos más oscuros de un infierno. Entrevisté a dos exguerrilleros ecuatorianos, un hombre y una mujer. Hay una tercera, que vive en la selva. Fue la más violenta y hasta lideró un escuadrón del M19 aunque era ecuatoriana, pero finalmente ya no quise entrevistarla. Con las historias de los que entrevisté, y lo que leí, era más que suficiente. Quería imaginar la realidad más que hundirme debajo de ella. De hecho, me sorprende que Ecuador, siendo un país vecino de Colombia, en el que se infiltraron el M19 y otros movimientos, nunca pasó por una experiencia que pudo haber sido peor de la que tuvo, frente a lo que se vivió en Colombia durante los últimos veinte años del siglo xx. Particularmente, me interesó el conato de un proyecto que lideraba el M19, el llamado Batallón América, donde participaron miembros de guerrillas de Ecuador, Perú y otros países. Quedó en nada. Como todo movimiento subversivo y anárquico, los peores enemigos están dentro de ellos. De esto habla Los demonios, de Dostoyevski, una novela que tuve muy presente. Eso en sí mismo era para mí un motivo para entender la naturaleza humana, las identidades inestables y, sobre todo, las consecuencias que tienen en las personas allegadas o familiares que no sospechan que alguien próximo está implicado en ese tipo de vida, hasta que se descubren parados al borde de un abismo. Así es como aparece la Historia, con mayúscula y comillas, en la vida de cada hombre y mujer.
Sé que empleó ochos años en escribirla, ¿desde el principio supo que llegaría a terminarla o en algún momento sintió que podría no ver su fin?
Hubo un momento en que no veía cómo salir de la novela, quizá porque no quería abandonarla. Mi placer literario es convivir con la escritura. Sólo que aquí se había vuelto laberíntico por una onda expansiva que fue en muchas direcciones. En mis novelas previas había sido más equilibrado. En cualquier caso no tenía prisa por concluirla. Desde el principio pensé que sería una novela breve, parecida en extensión a la anterior, Kazbek. Con ella tuve el proyecto de escribir novelas breves en la que cada una trataría un tipo de arte. Kazbek trata del dibujo. Y la siguiente, que se iba a titular Landor, debía abordar la pintura. Nada salió como estaba previsto. Cuando con la segunda novela llegué a la extensión de la primera, me di cuenta de que me estaba dejando llevar por un impulso adquirido y que no había dicho lo que realmente quería decir. Así que hice a un lado el proyecto y me centré en la novela como una unidad en sí misma. Aun así tampoco tenía previsto que fuera extensa. Fue al tercer año de escritura, justamente cuando se concretó la historia de Álvaro y Raúl, que me di cuenta que el proyecto iba para largo, sin tener una idea exacta de su extensión final. Y en realidad, el trabajo mayor fue comprimirla. Y así la veo, como una extensa novela comprimida, aunque suene paradójico. Los diálogos entre Álvaro y Raúl tuve que pasarlos de discurso directo a directo libre, en varios momentos a indirecto libre, acelerar los saltos temporales e imbricarlos más cuando aparece el segundo interlocutor de Álvaro, porque de lo contrario la novela habría seguido con más de mil páginas. Me ayudó una relectura de Yo el supremo, de Roa Bastos, por los diálogos entre el dictador y el amanuense. Recuerdo la anécdota de Dumas que añadía diálogos de una línea breve para ganar más por la publicación en folletín. Y ceñí los diálogos porque de lo contrario ningún editor habría publicado esta novela por su complejidad y extensión.
Mi propio acto de escritura como un deseo de restituir la conversación con los amigos perdidos
En La escalera de Bramante, tanto Landor como Álvaro están en continuo movimiento, se desplazan de un país a otro, de una ciudad a otra, no así Raúl, que decide no salir de Ecuador. El tiempo es otro elemento en movimiento, el pasado y el presente se entrecruzan en el relato y, desde la primera página —«La vida de Landor siempre estuvo marcada por el movimiento»— hasta el final del libro, la idea de movimiento está presente. ¿Nos podría ampliar esta idea en relación a la narración?
No sé si algún día, un millón de años después, la especie humana llegue a tener alas, porque las deseamos desesperadamente. De ahí que tengamos tantas naves y vehículos para desplazarnos. Nuestros sueños y nuestras pesadillas tienen que ver con el movimiento, con tomar distancia de eso que Josep Pla llamaba la malaltia de la proximitat. En el siglo xix se inició la era de la migración global. No deberíamos olvidar que desde el puerto de Le Havre y otros más de Europa, emigraron entre 1820 y 1925, sesenta millones de personas. Como para que la Europa más rancia se queje de recibir inmigrantes. También recuerdo que en mi país, a comienzos de los ochenta, se bromeaba con que la tercera ciudad más grande de Ecuador era Nueva York, por la cantidad de migrantes ecuatorianos que vivían allí. Mis padres fueron migrantes en Guayaquil, mi ciudad natal. Quizá la pandemia del coronavirus nos ha mostrado el grado de desplazamiento al que hemos llegado. Lo que me interesa es entender qué ocurre en la mente de los individuos, cómo lo asumen, qué implica en el sentido de su vida. Landor, a su manera, es un nómada involuntario. Se tuvo que quedar a vivir en París porque levantaron la Cortina de Hierro. Álvaro, siendo hijo de diplomáticos, adquirió un ritmo de viajes de ida y vuelta. Sus circunstancias son más bien de orden biográfico. Al final se marcha voluntariamente a París para cumplir el viaje iniciático artístico que tiene una tradición de siglos y que, en su caso, terminará en desastre. El caso de Raúl, que lo vería más próximo al de un desterrado inmóvil, como el Orlando Dalbono de El desterrado, también es el de un nómada, porque nació en otra ciudad, Guayaquil, y se fue a vivir a Quito de niño. Pero sí, en efecto, es el único que no se moverá de su país. No tiene afán, no busca marcharse, quizá porque ya tenía algo que lo ataba: un amor frustrado y el alcoholismo. Pero eso no significa que el inmóvil, el que no migra, no tenga fantasías de viajes y nomadismo. Casi diría que son más radicales. El ser en movimiento tiene nostalgia, exacerbada o reprimida, y una inversión de energía enorme para sobrevivir y adaptarse.
La estructura sin duda es muy importante, pero uno de los puntos fuertes es la creación de los numerosos personajes. En la carta que Taltibio le envía a Imón en octubre de 1986 le habla de la creación de los mantos: «Era como una travesura, un juego en el que te conviertes en el centro del mundo… pasas a ser otro y sólo tú sabes quién eres realmente y los demás caminan delante de ti conociendo uno u otro nombre, pero desconociendo el que tú sí sabes y ocultas. Luego, claro, el asunto se complica…». ¿Usted es de los que los construyen a pulso o hay un momento en que comienzan a actuar «por su cuenta»?
Siempre he sospechado que la novela de Mary Shelley, Frankenstein, es la alegoría de los problemas de un escritor sobre la creación de personajes, más que la historia literal de un monstruo hecho de partes ajenas. Ocurren las dos situaciones que usted indica, pero no son contrarias sino complementarias, se alimentan mutuamente. Sería pusilánime decir que una vez creados actúan por su cuenta. Me gusta llevarlos y cuidar su construcción. Lo que sí me ha ocurrido en algunos casos es no haber previsto que su rol fuera tan grande o, al revés, que a quienes consideraba protagonistas terminaban teniendo un papel secundario. Laura, en La escalera de Bramante, fue al comienzo un personaje secundario, al igual que Dora, una chica checoslovaca que apareció de pronto en una sesión de modelaje en la escuela de Bellas Artes de Dresde. Al describirla me interesaba más bien entender a los pintores que la observaban, pero me estremeció verla y percibir un abismo en su pasado, también errante, y todo porque de pronto la imaginé con los ojos de dos colores, su particular heterocromía, y porque desnudó su pequeño cuerpo pero dejándose cubierta la cabeza con un pañuelo negro tejido de nenúfares. También me acordé de un personaje de apellido Lerner sobre el que escribí uno de mis primeros cuentos, y que era un enigma incluso para mí mismo, como si tuviera todavía una historia inconclusa. Me di cuenta que debían ser hermanos y todo adquirió sentido, aunque entre ambos textos median más de veinte años. Ella inspira a Landor para el cuadro inconcluso Heterocromía de Dora Lerner. Laura y Dora terminaron siendo protagonistas decisivos de la novela. Lo otro que también es inesperado es que, debido a algunos personajes, se puede modificar la propia percepción. Siempre me atrajo la pintura moderna y contemporánea, pero gracias a Landor terminé acercándome a la pintura de los primitivos flamencos, como Robert Campin, Jan van Eyck, van der Weyden o Memling, y luego al más grande de los posteriores, Vermeer, aparentemente inocente con sus motivos cotidianos y sencillos, pero que siempre están temblando debajo y son inagotables. Nunca me había detenido en el fondo del pequeño cuadro de Van Eyck en el Louvre, la Virgen del canciller Rolin, y cuando lo hice, como si lo estuviera observando mi personaje, perdí la noción del tiempo. Es un cuadro que se proyecta a un horizonte infinito. Lo mismo me pasó en el Prado con el tríptico de Botticelli sobre «Nastagio degli Onesti», que se reproduce en mi novela. No sabía cómo quitarme de encima al guardia del museo por quedarme tanto tiempo delante del tríptico.