POR TAMARA DJERMANOVIC
Sobre la escritura autobiográfica de Rafael Argullol puedo hablar en dos términos: como lectora de sus textos siendo yo su estudiante en cursos de doctorado en dos universidades barcelonesas, y luego, como su compañera de viajes y vivencias a lo largo de algo más de diez años. También debería de incluir un tercer periodo, que va desde el 2013 hasta la actualidad, donde sin compartir ya los viajes ni la vida, una profunda amistad y complicidad que nos unen hacen que la relación con todo lo que escriba tenga para mí una perspectiva algo distinta que para cualquier otro lector.

Citaría los libros Visión desde el fondo del mar (Acantilado, 2010), Davalú o del dolor (2001), Una educación sensorial (FCE, 2002) y Poema (Acantilado, 2017) como sus textos directamente autobiográficos. A estos se añadirían Cazador de instantes (1996), Puente de fuego (2004), Breviario de la aurora (2006), Pasión del Dios que quiso ser hombre (2014) y Mi Gaudí espectral (2015) como libros de reflexiones íntimas del escritor, donde su filosofía de vida se fusiona con su poética y su estética, que en muchos momentos parten de sus experiencias vitales.

En este artículo me centraré en el primer bloque de libros, y sobre todo en Visión desde el fondo del mar, su obra magna desde el punto de vista objetivo y subjetivo, un ejemplo óptimo de lo que se entiende como el género de la autoficción literaria; un libro de mil doscientas páginas de cuya preparación, gestación y escritura fui testigo directo.

En Visión desde el fondo del mar, cuyo primer título ideado era Autorretrato desde el fondo del mar, la escritura de Rafael Argullol es como el agua cristalina del mar que uno —aquí el escritor mismo— ve si mira desde el fondo marino hacia la superficie, cuando atraviesan los rayos del sol; sus palabras en este texto, de total sinceridad literaria y personal, se parecen a estos rayos luminosos que atraviesan la existencia humana. «La palabra visión incluye una amplia gama de lugares visitados y experiencias vividas, pero el título sugiere que los ojos que miran están en el fondo del mar. Esto crea una compleja red de enlaces entre el núcleo profundo del “yo” que narra, y los comentarios, discusiones y muchas formas del “yo” que el autor utiliza para entretejer una sección transversal y temporal de su vida, del mismo modo que el texto entra en relación con el mundo de hoy al que se dirige, y con los mundos distantes en el tiempo y en el espacio», afirma Zorica Becanovic Nikolic en su texto sobre el aspecto autobiográfico de esta obra de Argullol.[1]

El imperativo de autoconocerse que inspira el texto invita a esta travesía arriesgada a cada ser humano para que se adentre en su lectura; entre el jardín de la melancolía y el jardín de la jovialidad,[2] entre nuestra fragilidad y nuestra capacidad de grandeza, entre los sueños y la realidad, entre el destino y el azar, se construye la vida.

No sé si la escritura de Rafael Argullol me ha ayudado a penetrar más en su compleja personalidad o ha sido al revés: que conocerle de cerca ha iluminado con toda la profundidad sus libros. Es difícil saberlo. Pero emprendo con ilusión la labor de acercar al lector con qué coherencia le vi reflexionar y escribir sus libros, y, sobre todo, vivir lo que como escritor y pensador ha compartido con sus lectores.

 

AÑOS DE FORMACIÓN

La formación intelectual de Rafael Argullol fue muy heterodoxa, según él siempre ha afirmado. A los dieciséis años quería ser cirujano y empezó a estudiar medicina; luego se superpuso su deseo de ser viajero, que, según él mismo entendió, era incompatible con la profesión del cirujano. Abandonó la facultad de medicina y estudió economía y ciencias de la información —«No porque tuviera un talante renacentista y universal, sino porque no sabía qué hacer», le escuché decir más de una vez—.

Aunque no acabó medicina ni se realizó como cirujano en el quirófano, Rafael sí que ha seguido la práctica de ir penetrando debajo de la piel de las palabras: «Ir urgando en la piel de las palabras como una manera de ir autoconociéndose», es una de las afirmaciones con las que describe su metodología literaria: partiendo de la esencia microcósmica de los vocablos, ir elevándose a la dimensión macrocósmica e universal, y compartirla con el lector. ¿Cuándo empieza a escribir? A esta pregunta Rafael me contesta rotundamente: «Desde que tengo conciencia he escrito. He escrito desde siempre». Y cuenta la anécdota de que su madre le pilló un cuadernito, cuando tenía nueve o diez años, en el que había escrito sobre la bomba atómica.

Su contacto con la universidad, según él mismo me ha relatado, fue más bien por azar; conocer en 1978, en Barcelona, al profesor José María Valverde, que entonces había regresado de Canadá, y contarle que en su año en Roma había empezado a escribir un libro «sobre Leopardi, Hölderlin y Keats» fue decisivo a este respecto. «El célebre intelectual […] rápidamente advirtió el brío y vigor intelectual de Argullol y le planteó la posibilidad de que aquel ejercicio monumental de ensayo se convirtiese en tesis doctoral. A su vez, propuso a Argullol que le ayudase a impartir alguna de sus diversas clases en la Universidad de Barcelona».[3]

Rafael nunca ha intentado disimular que inició la carrera académica por esta circunstancia del destino y no por haber tenido esta ambición una vez acabados los estudios de Economía y Ciencias de información. No es de extrañar que confiese: «No me consideraba profesor sino que hacía de profesor»[4] y añada «Fue una profesión que he desarrollado con mucha pasión pero que en realidad me vino adherida».[5]

En relación al tema de este texto, es esencial destacar que el escritor mismo siempre ha insistido en la experiencia de la vida como la fuente primera de su bildung personal e intelectual. Entre muchas anécdotas que recuerda como cruciales antes de llegar a la edad adulta —él comprende que ésta se inicia cuando empieza la universidad— es importante detenerse en lo que inspira su libro Una educación sensorial. Historia personal del desnudo femenino a través de la historia de la pintura. El subtítulo revela a qué se refiere el autor cuando afirma «Tuve la suerte de educarme eróticamente con la Venus del espejo de Velázquez», «la historia que juega la revista Playboy, en mi caso la jugaba la Historia del Arte de José Pijoan».[6] Rafael explica cómo después de sus primeros escritores preferidos, como Julio Verne y Emilio Salgari, el universo de la biblioteca del abuelo materno fue una especie del espacio sagrado al que accedía para descubrir un mundo que le intentaban ocultar, lleno de maravillas, como la belleza del cuerpo femenino.

En la biblioteca del abuelo, un militar ilustrado que murió antes de que Rafael naciera, tres volúmenes de la Historia del Arte de Pijoan, con las pinturas del desnudo femenino que contenía, jugaron un papel decisivo para la educación de su sensibilidad, como él mismo confiesa en la nota preliminar:

Pronto me vi a mí mismo, sentado en un sillón de lo que había sido el despacho de mi abuelo, consultando unos libros que necesitaba para la asignatura de la escuela, pero inmensamente más interesado en examinar las anatomías prohibidas de ciertos cuadros. […] Sin hermanas o amigas de hermanas, sin padres libertinos, sin cuerpos de papel y con películas siempre gravemente peligrosas para los menores de dieciocho años, la historia del arte fue mi escuela erótica y el sabio J. P., involuntariamente, mi maestro de ceremonias.[7]

 

En Una educación sensorial, galardonado con el Premio de Ensayo Fondo de Cultura Económica en el año 2002, el lector recorre, de la mano de Rafael Argullol, escenarios de la historia de la pintura protagonizados por el desnudo femenino. Este libro es un ejemplo extraordinario para ver cómo la memoria y la biografía entretejen la escritura del autor.

«La narración implica, a la par, una reflexión sobre el erotismo y una auténtica historia del desnudo en la pintura, construida siempre, eso sí, desde la experiencia subjetiva» introduce el autor y continúa: «Al pasar las páginas de la Historia del Arte de piel verde ya no sentía, naturalmente, la punzante emoción de la primera travesía pero, como contrapartida, sí sentía la ternura todavía vigorosa de su eco. Figura tras figura se había tejido el ropaje de sensaciones que, en gran parte, me había envuelto en mi existencia adulta: y cuando los cuerpos dejaron de ser pinturas y fueron palpitantes y palpables, continuaron siendo, en buena medida, pinturas. Los desnudos de J. P. habían educado los desnudos de mi vida».[8]

Así se forjaron sus afinidades estéticas y hasta eróticas; las estampas de los desnudos femeninos contempladas y veneradas de La Historia del Arte de Pijoan le sirvieron, cuatro décadas más tarde, como inspiración para redactar una historia de pintura personal, protagonizada por Venus de Giorgione, Odalisca de Ingres, Olimpia de Manet, Danae de Jan Gossaert, entre otras.

Respecto al proceso de la escritura, en la segunda edición de Una educación sensorial, años más tarde, el autor señala lo que significó para él la escritura de este libro: «Junto con la libertad recuerdo, asimismo, un acentuado sentimiento de bienestar que, antes, no había percibido al escribir otros libros. Ahora tengo claro que esta percepción de goce y de gozo que me acompañaba mientras crecía el texto era el fruto de la importancia capital del asunto tratado: que la belleza femenina ocupa el centro del mundo siempre lo había sabido, pero, con Una educación sensorial, disfrutaba del placer que significaba contármelo a mí mismo y contarlo a los lectores».[9]