POR PABLO KATCHADJIAN

En una entrevista, Gilles Deleuze habla de la amistad y dice que uno es sensible a ciertos detalles de las demás personas y no a otros. Dice que así como uno puede ver alguna cosa mínima en otra persona y pensar «¿qué es esa inmundicia?», de la misma manera uno puede ver cosas mínimas en otras personas y sentirse atraído, apreciar el encanto de gestos que el que los hace no podría, quizá, reconocer. Deleuze habla sobre esto para responder a la pregunta de por qué, o cómo, mantuvo largas relaciones amistosas con distintas personas que muchas veces fueron también compañeras en la creación de obras. Entonces explica esto de los gestos y dice que esa sensibilidad permite que uno entienda al otro sin necesidad de explicaciones.

Yo tengo la misma tendencia a mantener relaciones amistosas duraderas con varias personas, siempre en la modalidad de la pareja: no en grupo sino de a dos, así es como funciona la amistad para mí. Pensaba en esto y enseguida pensé en otra cosa. Desde siempre, o más bien desde, digamos, los quince años, tuve una tendencia bastante fuerte a que me gustaran cosas que no le gustaban a casi nadie, de tal manera que cuando encontraba alguien a quien le gustaba lo mismo podía estar más o menos seguro de que ahí había un posible amigo. Siempre pensé en esta tendencia sin entenderla del todo. La respuesta más sencilla —y la menos lúcida— a por qué uno tiene ese tipo de gustos es el esnobismo. Pero yo sabía que no era esa la respuesta, y ahora creo tener la respuesta adecuada: la amistad en el sentido que la explica Deleuze. O no la amistad sino la sensibilidad a ciertos detalles.

Por ejemplo: escucho un disco de Marc Ribot y la segunda nota trastea; él dejó esa nota así, es decir, no quiso corregirla, porque de alguna manera su forma de tocar contenía esa posibilidad. Yo en ese pequeño trasteo encuentro, como dice Deleuze, un encanto del que quizá Ribot podría decir: «Ah, sí, no sé». Un encanto y una revelación de la totalidad. Misha Mengelberg se sienta a tocar el piano con una caja de pañuelos bajo el brazo: ¡oh! Bueno, no es nada, y ese es el punto. Lo que quiero decir es que mis preferencias están basadas en una sensibilidad a cosas pequeñas como la amistad para Deleuze. Mi sensibilidad literaria también.

Claro que también me gustan muchas cosas donde no veo esos gestos, pero esas son cosas que gustan a mucha gente. Son gustos, podría decirse, generales: me gusta William Shakespeare, me gusta Aleksandr Pushkin, me gusta Jimi Hendrix. Pero, de todos modos, pienso: no sé si lo que me gusta de Shakespeare o de Pushkin o de Hendrix es lo que… Por ejemplo, de Shakespeare me gusta que sea un poco atorrante, que mezcle cosas que no quedan bien, que sea caprichoso, no tanto que sea un Maestro. De Pushkin, la ligereza desprolija. De Hendrix, que su sonido sea sucio, confuso y suelto.

Pero vuelvo a lo que me gusta «solo a mí», porque en esas cosas ya está el planteo de la amistad de a dos. Nunca van a ser gustos generales, incluso si fueran el gusto de muchas personas –que lo son, claro–: el planteo siempre va a ser uno a uno.

Dije todo esto porque me propusieron escribir sobre la marginalidad de los escritores, y ahora veo que lo estoy haciendo desde la marginalidad del gusto, cosa que ya es un problema, porque hablar de «gusto»… Quizá debería decir: de lo que me gusta. Marginalidad en el sentido de que es un gusto que se centra en cosas marginales, y no en, por decirlo de alguna manera, la «maestría». La maestría es centralidad, juicio claro, objetividad de la época. La marginalidad en el gusto permite que aparezcan joyas en cualquier lado y por cualquier motivo. O que una gran joya no sea de oro ni diamantes.

Pero es un poco más que eso. La idea sería que en un gesto marginal se ve la totalidad. En una materia que enseño en la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires un estudiante escribió un ensayo final en el que criticaba mi selección de autores del programa por elitista, a grandes rasgos, y a esa selección oponía autores más populares. En el programa hay autores como Felisberto Hernández, Heinrich von Kleist, Leonora Carrington, Virgilio Piñera, Robert Walser, Quirinus Kuhlmann, Violette Alhaud, Joe Brainard, Sergei Dovlátov, Félix Fénéon, Marcelle Sauvageot, etc. Yo le respondí esto: «Como me desagrada tanto como a vos la comodidad elitista en la literatura, lamento que hayas interpretado así la propuesta, que apuntaba, al contrario, a expandir la idea de narración desde algunos de sus bordes. Finalmente, todas estas cosas raras que ves como elitistas son las que peor se llevaron siempre con los poderes: los autores pelearon en la resistencia, fueron mandados a campos de concentración, censurados, expulsados de países, o desertores, parias, locos, pobres, etc. Los otros, muchas veces, se hacían ricos. No quiero convencerte de nada —ya no pude hacerlo—, sólo digo esto en defensa de…».

Terminaba así mi mensaje, con puntos suspensivos. El estudiante lo recibió bien y los dos lamentamos que la virtualidad debida al Covid nos hubiese evitado una discusión interesante. Pero, claro, no hace falta que unos se hagan ricos y que otros se vuelvan locos o luchen en la resistencia. Ese no es el punto. El punto es que en un gesto marginal, formal, en una decisión estética no declarativa, se puede ver un gesto hacia la totalidad de la vida. Y que en una declaración se puede ver lo contrario de lo que se declara si los pequeños gestos no acompañan. Pienso en el ensayo de Carlo Ginzburg sobre «el método Morelli» para reconocer pinturas falsificadas: mirar las uñas de las manos y los lóbulos de las orejas, porque en esas cosas menores, donde la atención flaquea, se revela la mano que pinta. No tiene nada que ver, en un punto, pero a la vez sí. No tiene nada que ver porque no es lo mismo hablar de que en los detalles se revela la totalidad que decir que en el margen hay más verdad que en el centro. Pero sí tiene que ver si uno piensa que en el síntoma a interpretar hay más verdad que en la manifestación general adaptada y transparente.

Voy a dar un rodeo, otro rodeo, porque no quiero escribir un texto sobre la marginalidad sino un texto, me doy cuenta ahora, que da vueltas alrededor de algo que no tiene sentido. La propuesta era escribir sobre la marginalidad y/o sobre el resentimiento, cosa que me dejó pensando: ¿cómo resentimiento y marginalidad podrían ir juntos? Diría que hay dos tipos de resentimiento. Hay uno que parte de la idea de que el centro es un lugar deseado, como alguien que quedó afuera de una fiesta y desde la vereda de enfrente dice que la fiesta es horrible pero apenas lo invitan a pasar entra contento. Tenemos, en Argentina, en este momento, un nuevo presidente electo que siguió esta lógica: gritar y gritar desde una supuesta marginalidad del sistema político hasta que lo invitaron a ser parte, y ahí empezó a juntarse con los políticos conservadores y neoliberales más rancios. La obsesión con el centro es de derecha, y no sólo en política sino en todas las áreas de la vida. Ni siquiera digo que sea una estrategia: es una lógica, una dinámica social, es decir, un esquema de comportamiento. El otro tipo de resentimiento sería el de Léon Bloy, que rescata la figura del mendigo ingrato: un mendigo que, tras recibir dinero, insulta a quien se lo dio, porque lo considera un burgués repugnante. Muchas veces es difícil distinguir uno del otro. Es como el cinismo: está el acomodaticio, que se niega a pensar las implicancias de las acciones porque no pensarlas le resulta ventajoso, y el plebeyo, que pone en duda los valores dominantes con genuino desdén. El resentimiento es desagradable cuando parece obsesionado con el centro; el cinismo es desagradable cuando es adaptativo.

La marginalidad también puede terminar obsesionada con el centro de las cosas. Me gusta mucho la biografía de Kafka de Reiner Stach, entre otras cosas porque ahí se ve que Kafka en cierto momento empieza a fantasear con irse a vivir a Berlín, porque sabe que ahí está el centro de la literatura en alemán y quiere que lo publiquen y lean, pero finalmente no puede, no se anima, no logra hacerlo. Quizá lo que detenía a Kafka era una pregunta: ¿qué tengo que hacer ahí? U otra: ¿qué tengo que ver con eso? Y se respondía: nada.

La marginalidad me interesa cuando parte de la idea de que el centro no es un lugar interesante. O no, mejor: que el centro no existe, en el sentido de que no es algo. Hay un momento en Tristres trópicos en el que Claude Lévy-Strauss ve desde su mirada de antropólogo no las tribus amazónicas sino la elite de Sao Paulo. Dice: «Los botánicos enseñan que las especies tropicales incluyen variedades más numerosas que las de las zonas templadas, aunque cada una de ellas está, en compensación, constituida por un número a veces muy pequeño de individuos». Así, la sociedad paulista tenía todo lo que debía tener una sociedad civilizada, pero cada casillero estaba representado por un solo individuo: un católico, un liberal, un comunista, un gastrónomo, un bibliófilo, un amante de los perros de raza, uno de la pintura antigua y otro de la pintura moderna, un erudito, un poeta surrealista, etc.

Es la mirada de un antropólogo, pero un extraterrestre podría verlo así también. O un místico, para quien nada en esta tierra tiene sentido. Imaginemos que toda esa elite paulista vive como si sus funciones tuvieran un sentido pleno: es el centro de la sociedad. Ahora imaginemos que toda esa elite paulista vive como si estuviera actuando en una comedia: es un fenómeno marginal. Creo que ahí hay una clave. Si nada tiene sentido, no importa la posición. Quiero decir que si el eje de las acciones no está en la posición, la posición no importa.

Negarse a estar en el centro sería, también, un sentimiento poco marginal, porque da valor al centro. Leí ayer una respuesta del cantautor Nick Cave a un seguidor de diecisiete años, cantante, que le preguntó si debía ir a grabar a un estudio o esperar a estar más maduro. Cave le respondió: «Estamos obligados a hacer nuestros mejores esfuerzos para convertirnos en los que queremos ser, de otra manera seremos siempre los penosos consortes de nuestra propia derrota». No le dijo esto solo refiriéndose a que grabara, sino a que cantara. Supongamos que el chico va, graba y le queda feo. ¿Qué importa? Si no grabara, probablemente escucharía a otros que sí grabaron lleno de envidia y resentimiento. O no lleno, pero a la larga podría llenarse. Si Kafka, en lugar de tratar de ir a Berlín, hubiese pensado «no quiero ser como esos idiotas de Berlín», no hubiese sido Kafka, el luminoso y oscuro, sino solamente Kafka, el resentido. La clave es, como dice Nick Cave, cantar y tratar de hacer lo que uno quiere lo mejor que le salga. Theodor Adorno dice que la conciencia social es como un loro que en el hombro del artista dice: «Todavía te falta». «Todavía te falta» es para que uno haga y siga haciendo, no para que deje de hacer: eso sería un padre horrible que dice «no servís para nada». Casualmente, el presidente electo dijo sobre su padre: «cuando estudiaba siempre fue muy despectivo para mi carrera, siempre me dijo que era una basura, que me iba a morir de hambre y que iba a ser un inútil toda la vida». Entonces lo que queda después es gritar en busca de aprobación, ser de derecha y tratar de conquistar el centro.

Pero un marginal va a ser marginal incluso si ocasionalmente termina en el centro. Y un falso marginal va a ser central incluso desde el margen. Quiero decir que me quiero hacer esta pregunta: ¿cuál es el margen, dónde está? Los libros de Alfred Jarry siguen siendo ilegibles y potentes. A Heinrich von Kleist el estado alemán le acuñó monedas, pero sus textos siguen produciendo, doscientos años después de escritos, la misma incomodidad que le produjeron a Goethe. Las películas de Luis Buñuel siguen siendo inquietantes. Me podrían decir: «No es eso, no va por ahí». Pero para mí sí. Porque hay algo inasimilable en cualquier texto marginal que lo hace inmune. O Leonora Carrington y su locura alegre. Incluso en Montaigne hay marginalidad, y no porque se haya recluido en una torre sino porque decidió que lo único que tenía que hacer para pensar era escribir como si estuviera hablando en voz alta.

Entonces ahora voy a ir un poco más allá y voy a decir que no es el centro lo que hace lo marginal sino lo marginal lo que hace el centro. Porque el centro no es nada, en el sentido de que es un lugar donde no pasa nada. Es como si la forma fuera la de un embudo en el que se tira algo viscoso y lento. Pasan cosas en los bordes que lentamente chorrean hacia el centro y luego se van por un agujero.

Me voy alejando y acercando: el centro no es nada, y lo marginal tampoco. No se juega nada en esa distinción. La palabra está mal, porque está llena de presupuestos invisibles: pobreza, enfermedad, discriminación, envidia, odio, locura. Pienso que lo único que interesa es que hay cosas fuera de lugar y cosas que no. Víctor Shklovski escribió hacia el final de su vida sobre «la persona fuera de lugar» como motor de cualquier narración: el patito feo, Cenicienta, el príncipe mendigo. Y Giorgio Agamben, al preguntarse qué es lo contemporáneo, se respondió que era lo que podía ver su época desde cierta distancia. Juntando las dos ideas, nos queda que el motor de cualquier narración es una persona que escribe a cierta distancia de su época, es decir, fuera de lugar.

Ahora sí puedo volver a la palabra «marginal» desde un margen. Marginal es lo que está fuera de lugar y necesita hacer algo para poder existir. Necesita que el mundo cambie, y no hay negociación posible ahí. Si la hay es porque la marginalidad era coyuntural, no intrínseca. Un extraterrestre nunca dejará de ser un extraterrestre, pero sí podría lograr un mundo en el que los extraterrestres sean parte habitual de ese mundo. Eso sería lo coyuntural. Pero supongamos que ese extraterrestre es el único que hay en este planeta. Lo intrínseco sería que el extraterrestre, por ser un extraterrestre, solo podrá escribir como un extraterrestre. Es malo el ejemplo. Lo que quiero decir es que lo marginal es haber sido lo suficientemente fiel al desequilibrio propio como para que la búsqueda de equilibrio encuentre una forma única. Una forma única que haga que, cuando yo lo lea, o cuando lo lea cualquiera, se pueda ver en un mínimo gesto no premeditado una totalidad que haga sentir amistad, cercanía, comprensión, amor, posibilidad de diálogo y transformación.

Si, en cambio, ese desequilibrio se propuso buscar el equilibrio apoyándose en un imaginado centro, las formas serán las del centro, y finalmente, cuando la coyuntura cambie su carácter… Lo marginal estaría en la forma de decir, en la respiración, en… Como un extraterrestre que respira raro en nuestro planeta. Siempre va a respirar raro. Y algunos en esa respiración van a encontrar a un amigo.

La conclusión sería que cualquiera que escriba siguiendo su propia respiración extraterrestre va a ser un marginal, es decir, cualquiera que parta de la condición inicial: reconocer que está fuera de lugar. Aunque habría que pensar si no será al revés: si no será la escritura la que produce la marginalidad.

Pienso de repente en un texto del siglo dieciocho que leí hace varios años sobre una «niña salvaje» encontrada en un bosque francés. La encuentran, la limpian y ven que su piel no es oscura sino blanca, por lo que deciden hacerla como ellos, es decir, «civilizarla». Pero la niña no se adapta bien: come pollos crudos que roba de la cocina, se escapa, etc. No recuerdo en qué queda la situación, creo que finalmente muere. Muchos niños y niñas encontrados morían cuando se intentaba adaptarlos a la sociedad, y muchos otros quedaban tristes y apagados, inadaptados. Imaginemos que una de esas niñas se hubiese puesto a escribir. Recuerdo ahora también a Pedro González, el «salvaje gentilhombre de Tenerife» del siglo XVI sobre el que escribió el historiador Roberto Zapperi. Él sí se adaptó, pero era una situación diferente: no había sido encontrado perdido sino que tenía todo el cuerpo cubierto de pelo, incluso la cara. Se adaptó, pero siempre fue considerado raro. Y, por lo que recuerdo, no escribió nada.

Entonces uno lee el texto de la niña salvaje o del salvaje gentilhombre y se siente cerca, porque ve que se habla de un lugar que está fuera de lugar. Después eso lo lee mucha gente, o poca, o nadie. ¿Y? Ese no sería el punto. El punto sería: ¿qué pasaría si él y ella dejaran de pensarse como personas fuera de lugar? Digo esto y pienso en algo que dice John Berger sobre Picasso: «El éxito convierte al artista que continúa reclamando una exención en un escapista». Es decir, uno no puede sostener el fuera de lugar si su lugar fue validado. Por lo cual deberá seguir buscando un fuera de lugar más adentro, o más afuera. Digo esto y recuerdo una canción de Malvina Reynolds: «Somebody else’s definition / Isn’t going to measure my soul’s condition» [La definición de algún otro / no va a medir la condición de mi alma]. La canción se llama «I Don’t Mind Failing» (No me preocupa fracasar). Con lo que volvemos otra vez al centro como centro: ¿qué es el éxito? Porque recuerdo, también, de repente, el final de un ensayo de Ezequiel Alemian: «Dime cómo te consagras y te diré quién has sido siempre». El punto sería quién define cuál es el momento de consagración, qué es el éxito de algo. Donde uno ve consagración otro podrá ver decadencia. Malvina Reynolds responde esta pregunta. Y recuerdo, también, una frase que dijo el cómico y actor Alfredo Casero en una entrevista: «El único lugar al que se entra por arriba es un pozo». Es una frase atribuida a mucha gente.

Entonces, con respecto a la conversación uno a uno de la que hablaba al principio: si es uno a uno no hay un centro. Una voz que habla en un libro nunca es ni marginal ni central. Imaginemos una charla entre más personas. Uno habla, después habla otro, después otra, etc. No hay centro. Si hay centro ya no es una conversación. Y, diría, tampoco es literatura. Pero nadie sabe qué es la literatura y además no importa. Digamos, entonces, que el centro es un tema para otras especialidades humanas.