POR BRENDA NAVARRO

Una de las primeras preguntas que me hicieron muchas personas cuando publiqué mi segunda novela, se enfocaba en el posible sufrimiento de escribir frente a la hoja en blanco del segundo libro. ¿Te costó trabajo, sufriste en el proceso, te pesaba el «éxito» de la primera novela? Y aunque entendía el planteamiento, no lograba conectar verdaderamente con ello. ¿Por qué se tiene que sufrir al escribir un libro o por qué tendría que ser un peso lo antes escrito? La primera vez, justo por el cariño y la cercanía que tenía con mi interlocutor, me atreví a bromear y decir que esas preguntas no podía hacermelas por la simple razón de que yo no era un hombre. Es decir, que esos planteamientos sobre dolor y sufrimiento frente al proceso creativo no podía plantearlo una persona, que como yo, tiene que hacer malabares con su tiempo para poder sentarse a escribir. ¿Cómo tener miedo o sentir pesar a lo que se desea y en lo que se trabaja? ¿Cuáles son los parámetros con los que medimos escribir literatura? Si mis dobles y a veces triples jornadas de trabajos domésticos y de cuidados, exprimen cada minuto de mi vida, ¿por qué el acto mismo de escribir -sentarse frente a una pantalla y comenzar a teclear- tendrían que ser abrumador si es lo que busco con ahínco cada que se me presenta una historia que quiero contar?

Broma o no, mucho se ha hablado sobre la forma en que el canon literario se ha construido a partir del movimiento de la Ilustración que nació a mediados del S.XVIII (búsqueda del conocimiento a través de la razón) y de cómo la ausencia de experiencias y textos escritos por mujeres ha permeado en la forma de concebir la literatura, incluso cuando es un hecho social. Pierre Bourdieu, en su libro Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario (1995), exponía que aquella idea del genio todopoderoso y casi tocado por la divinidad, no era sino el producto de las determinantes sociales y de la subordinación estructural que hace la burguesía respecto a la concepción que se tiene del arte. No es baladí, entonces, pensar que las exigencias que tienen las clases burguesas respecto a lo que debe de ser la literatura genere una tensión en todas aquellas personas que aspiran a cumplir con el mandato burgués de cómo debe de vivirse y experimentarse el arte: a base de mucho esfuerzo, trabajo y meritocracia que será compensado por el otorgamiento del halo de divinidad al que se supone que todo escritor pretende ser reeconocido como parte del campo literario.

Ante este panorama, el cuerpo, -la utilización de mi cuerpo y la percepción del mismo- se hace más presente en mi día a día. ¿Qué tanto involucro lo que sucede en mi cuerpo en el proceso creativo? ¿Cuánto permito que esta representación de mi identidad cultural sea un performance de mi persona sin que sea mi yo?

Sin embargo, no es así en el mundo actual. Por mucho que deseemos postergar esa idea de herencia cultural europea sobre quién es y puede escribir literatura, las condiciones sociales, políticas y económicas han devenido en la precarización de las personas que se dedican a actividades literarias y culturales. No hay mecenas, industria editorial o estados-nación que sean capaces de sostener la lógica de una élite cultural burguesa al cien por ciento. Además, desde que el papel determinante de las redes sociales se ha establecido como punta de lanza del mercado editorial, las reglas del juego han cambiado. Los campos literarios atraviesan diversas variables que ni el más perverso de los panoramas podía plantear dentro del S.XX.

Si a principios de la primera década del siglo XXI la búsqueda de la democratización del conocimiento se manifestaba por medio la llegada de internet y mediante blogs, MySpace, etc. En esta segunda década, los likes, los posts, las stories, los videos de TikTok y la viralización de contenido nos han metido en una vorágine corrupta en la que tanto escritores como escritoras se han convertido en el producto a vender. No hay libro que no tenga detrás de sí una serie de pasarelas frente a la prensa para que se hable una y otra vez de los temas de los libros, no de los textos en sí mismos. No hay escritor o escritora que se salve de tener un portafolio de fotografías actuales que den buena imagen en Instagram, ni de las constantes peticiones de imágenes, vídeos y mensajes por servicios de mensajería instántanea para tener enganchadas a las audiencias.

El cambio de paradigma de lectores y lectoras que leían en soledad y en silencio, ha dado paso hacia la concepción de audiencias, ergo, clientes, que además de tener un papel activo dentro de las decisiones editoriales, también han reclamado el derecho a la calidad, no como críticos de un texto, sino como clientes decepcionados que pueden hacer fila para hacer devoluciones de finales, personajes o capítulos no deseados. Sin embargo, estos nuevos clientes también han influido para que la mercadotecnia editorial normalice la precarización del gremio. No de todes, claro, existen quienes debido a la pertenencia a las élites, pueden sortear los ires y venires de una economía cultural que no termina por crear sus propias reglas y que, por lo tanto, agudiza que quien escribe no solo tiene que dividir su tiempo entre los trabajos que le dan dinero, sino también, -especialmente las escritoras- entre los labores domésticas, el cuidado de sus comunidad y el tiempo de promoción. Estos tres últimos rubros, generalmente, sin pago.

Ante este panorama, el cuerpo, -la utilización de mi cuerpo y la percepción del mismo- se hace más presente en mi día a día. ¿Qué tanto involucro lo que sucede en mi cuerpo en el proceso creativo? ¿Cuánto permito que esta representación de mi identidad cultural sea un performance de mi persona sin que sea mi yo? ¿Hasta qué punto tengo verdadera conciencia de las formas en que debo crear/generar el performance que haré de mi imagen a la hora de promocionar mi trabajo? Pero, especialmente, cómo puedo ser capaz de seguir siendo responsable de que el momento en el que me dedico físicamente a estar sentada frente al ordenador y ejercer mi proceso creativo me pertenezca en tanto mi propia experiencia del «yo»

Vuelvo al inicio: ¿Fue difícil el proceso creativo de mi segunda novela? Sí, por los términos materiales en los que se desenvolvió: una pandemia que trajo consigo la ausencia de autonomía corporal y de espacio-tiempo. ¿Lo disfruté? También, porque era justo en los espacios compartidos, -un apartamento pequeño dentro de un barrio de Madrid- que no daba la posibilidad a que yo pudiera aspirar a esa idea burguesa de la habitación propia; por el contrario, comprobé que, como ya lo había dicho la escritora Gloria Anzaldúa, se escribe donde se puede y a la hora que se puede. (La premio Nobel Alice Munro, ya ha contado que escribe cuentos porque es el formato que más se acomodaba mientras cuidaba a sus hijas y planchaba la ropa). Así que la preparación corporal del acto mismo de escribir, comenzaba a partir de la planeación del hecho: apartar los quince o treinta minutos que podía salir a la calle y escuchar música para «ambientarme» en la atmósfera que me exigía la novela y después, tomar notas de la forma en la que deseaba desarrollar los capítulos del texto, para que al final, -podían pasar unas horas o días para que esto sucediera-, el proceso creativo que iniciaba mientras caminaba, lavaba trastes, hacía de comer o cuidaba a mis hijas, se materializara en lo que poco a poco fui denominando como «la cita para hacer». Ese tiempo-espacio en el que después de bañarme y desayunar, podía sentirme preparada para escribir. Escribir como ese «trance» en el que no deberían de existir interrupciones, ni pendientes más importantes que el acto mismo de teclear las ideas trabajadas con anterioridad.

Lo que sucedía con mi cuerpo en esos momentos ha sido tema de conversaciones entre colegas: ese desear con todas las fuerzas poder dar rienda suelta a las ideas, pero también a ese dolor de barriga que te da la emoción de estar escribiendo y esa ansiedad de poner punto final que se refleja en una especie de paz interior que deseamos repetir una y otra vez, una y otra vez. Y que a su vez me mantiene en la condición de querer escribir a pesar de lo que significa ser escritora no-burguesa en estos momentos.

El proceso de escribir y echar a volar la imaginación que traspasa no solo las conexiones neuronales del acto mismo de pensar, imaginar y crear (poiesis) sino que atraviesa el cuerpo en su conjunto: las manos y dedos veloces al teclear, la tensión muscular, el bombeo de la sangre que nos circula, el corazón latiendo fuerte y el descanso -la distensión- que viene cuando se termina

La primera vez que hablé de esto en público fue en un encuentro con las escritoras Katixa Agirre y Michelle Roche, en un diálogo en el Centro Cultural Conde Duque a finales del dos mil veinte. Si bien, la conversación versaba sobre maternidades, el proceso creativo tomó relevancia justo por la condición de madres tanto de Agirre como mía. Y salió así, de manera espontánea, como si no hubiera público frente a nosotras (o justo porque éramos conscientes de que hablábamos entre muchas). Sucedía que la falta de tiempo incrementaba la emoción que nos causaba sentarnos a escribir, por lo que era posible equipararlo al preámbulo de una cita romántica destinada al ejercicio y disfrute del acto sexual: Anticiparse poniendo una fecha concreta, prepararse emocional y corporalmente, ilusionarse, no dejar de pensar en ello y después, en el acto mismo de escribir, disfrutarlo a tal punto que lo sigamos buscando e intentando tantas veces sea necesario hasta dar el acto por concluido. El fin de la ficción y la vuelta a la realidad.

¿Puede sufrirse la escritura de un texto cuando se concibe así? No. Se disfruta, se ansía, se espera, se busca, se encuentra. Hay encuentros. Porque en realidad el acto de escribir es una especie de enamoramiento que no busca sino el placer mismo. Escribir da placer. Y por eso sigo/seguimos escribiendo. Tejemos vasos comunicantes mediante hilos conductores que llevan a la poligamia literaria. Un día leo a una mujer, otro a un hombre, otro a un muerto, otro a una escritora jovencísima. No me canso. Leo coqueta y atenta, aprendo, sopeso, comparo, introyecto. Y luego, me miro dentro del espejo interior para buscar ese divertimento que me entusiasma a pesar de que el lapso entre un texto y otro sea distendido y se prolongue por meses o años.

El deseo al proceso creativo como fin mismo de la literatura. No el reconocimiento del campo literario exhibido por Bourdieu, no los tuits virales, no las reseñas ausentes o el cúmulo de ellas. El proceso de escribir y echar a volar la imaginación que traspasa no solo las conexiones neuronales del acto mismo de pensar, imaginar y crear (poiesis) sino que atraviesa el cuerpo en su conjunto: las manos y dedos veloces al teclear, la tensión muscular, el bombeo de la sangre que nos circula, el corazón latiendo fuerte y el descanso -la distensión- que viene cuando se termina. Es, en principio, el objetivo. La búsqueda, el clímax, el cumplimiento del hecho estético. Como un orgasmo, que lejos de banalizar, ponemos en su justa dimensión: el punto culminante de mayor satisfacción nos hace sentir que hemos realizado algo corporal, que nos conecta como un cable a tierra, que nos mantiene en el mundo y nos conecta a él. Podemos decirnos a nosotras mismas: he escrito. Seguiré haciéndolo. Quiero más.

¿Te pesa el éxito de tu primera novela? No, porque todo lo que ha transcurrido a partir de este acontecimiento, me ha llevado a escribir más. El deseo de escribir es el camino para conocer, explorar, ordenar y disciplinarme. Es el constante juego que necesita práctica, que usa distintas herramientas y aprende nuevas técnicas. El deseo del proceso creativo nos reta, nos obliga a incomodarnos e intentar hasta que sepamos que algo funciona para volver a sentirnos cómodas. ¿Cómo sentir pesadumbre frente al descubrimiento del placer? ¿Cómo evadir la belleza si es la que nos estimula a desear estar fuera de nosotras? El deseo, que irremediablemente lleva a la pasión, es el camino para llegar a nuestra propia anagnórisis y a tener la capacidad de mirar al otro, a la otra. El juego de miradas con el mundo. El divertimento de sabernos humanidad. El estímulo, la pulsión de poner nuestros sentidos en una historia, en una ficción que reconfigura la realidad. Narrarnos, ser narradas mediante el placer. ¿Cómo tenerle miedo a eso?