Creo recordar el momento en que decidí contar la historia de la enfermedad y suicidio de mi hijo Daniel, quien se arrojó de la terraza de su edificio en Nueva York mientras hacía una maestría en la universidad de Columbia. Daniel murió el 14 de mayo de 2011, a sus 28 años recién cumplidos, y dos meses después su padre y yo viajamos a Italia en busca de belleza como un paliativo para tanto dolor. Iba yo en un tren acompañada de las libretas donde iba consignando mis pensamientos, repasando sin cesar los últimos diez años de la vida de Daniel, con sus tristezas, errores, búsquedas y alegrías, y releyendo El dios salvaje, un libro de ensayos sobre el suicidio del escritor británico Al Álvarez, cuando vislumbré que valdría la pena escribir la historia de los esfuerzos de Daniel por vivir una vida plena a pesar de los tormentos de la esquizofrenia, y de los nuestros, su pequeño núcleo familiar, que lo apoyó siempre confiando en que la vida le diera la oportunidad de ser relativamente feliz, y le permitiera desarrollar su ya prometedora carrera de pintor y dibujante. Algo más, sin embargo, trajo consigo esa repentina epifanía, que pareció darle fuerza a mi proyecto de escritura: la idea de que algo del espíritu de la tragedia griega palpitaba en esa historia, la presencia de un destino ciego e implacable que había terminado por imponerse.
Aquella especie de mandato interior me causó un estremecimiento que mucho tenía que ver con el miedo. ¿Cómo abordar un tema tan íntimo sin caer en tremendismos, sensiblerías, autocompasión? ¿A qué malinterpretaciones me expondría, ya que existe en algunas personas la idea de que los escritores escribimos impelidos por intereses comerciales, «explotando» temas que siguen siendo tabús? Una idea absurda se sumó a estas: ¿qué pensaría Daniel de mi decisión, después de que durante diez años guardó su enfermedad como un secreto, por miedo al estigma? Y finalmente me pregunté: ¿qué reacción podría causar esta decisión en mi familia, a tan poco tiempo de su muerte? (Me permito aquí hacer un pequeño excurso: el tiempo que transcurre entre una pérdida y la escritura del libro que testimonia su duelo varía sensiblemente de escritor a escritor: mientras hay quien demora casi veinte años para hacerlo – es el caso de Héctor Abad, por ejemplo- otros escritores, como Joan Didion, confiesan que empezaron a tomar notas mentales desde el momento mismo de la muerte, o incluso desde la agonía, como Marcos Giralt Torrente. Leila Guerriero ha tocado el tema en un artículo para El País de Madrid. Allí cuenta que «el 24 de octubre de 1977, Roland Barthes perdió a su madre y el 25 escribió su primera entrada en Diario de duelo. Y que el mexicano Julián Herbert empezó a tomar notas al pie de la cama de su madre cuando, en 2008, fue internada con un diagnóstico de leucemia». Ni el mucho tiempo transcurrido ni las emociones vivas de la muerte reciente, garantizan que el libro logre la belleza e intensidad que se propone compartir).
Todo escritor sabe, sin embargo, de qué magnitud es la fuerza con la que se nos impone un tema, cómo se nos convierte en una obsesión, en un motivo para levantarnos día a día animados por la pasión de la escritura. Internamente supe que ya estaba atrapada, que me sería imposible sustraerme a ese imperativo, que los meses siguientes –quién sabe cuántos– estaría sumergida en una empresa difícil y dolorosa, pero que le daría sentido a mis días.
Todo escritor sabe, sin embargo, de qué magnitud es la fuerza con la que se nos impone un tema, cómo se nos convierte en una obsesión, en un motivo para levantarnos día a día animados por la pasión de la escritura. Internamente supe que ya estaba atrapada, que me sería imposible sustraerme a ese imperativo
Hoy me pregunto qué hizo que acudiera a la narración en vez de transformar mi experiencia en poesía, el lenguaje en el que siempre he expresado mis emociones más hondas. Conjeturo que debí intuir los peligros que acechan al poema cuando aquello que aborda es todavía una herida abierta: todo habría querido menos ver convertidos mis dolores en una queja lastimera. La narrativa me permitiría, tal vez, un mayor control del sentimiento. Pero había otro motivo: en los últimos diez años de Daniel pasaron cosas tan estremecedoras, y el vuelco en nuestras vidas fue tan total, que ante mis ojos se desplegaba un drama que, aspiraba yo, iluminaría problemas fundamentales de nuestra sociedad, como la noción de éxito con que tiranizamos a la juventud, la precariedad general del manejo de la salud mental en los sistemas de salud, y el silencio frente al suicidio, entre otras cosas.
Una vez que regresé, pues, y me dispuse a empezar el proceso de escritura, me hice, como siempre lo hago, la pregunta fundamental: cómo contar la historia que tenía entre manos. Descarté de inmediato la idea de novelar: no me veía a mí misma creando un personaje de ficción a partir de mi hijo a tan sólo unos meses de su muerte. Era una reticencia ética que no resulta fácil de explicar: me parecía que hacerlo me iba a condenar a cierta banalización de una pena tan honda. Decidí, pues, que escribiría un libro testimonial, y el modelo más inmediato que se me impuso fue el de El olvido que seremos, de mi querido amigo Héctor Abad, que me había acompañado solidariamente en mi duelo, y a quien informé muy pronto de mi decisión. Él me envió uno de los primeros libros que leí por aquellos días, Hacia el amanecer, de Michael Greenberg, al se fueron sumando otras lecturas sobre duelo, cuya secuencia me resulta hoy difícil de reconstruir. Por supuesto que también leí de inmediato El año del pensamiento mágico de Jean Didion sobre la repentina muerte de su marido -que no me conmovió como creí que iba a hacerlo-; los testimonios de Albert Cohen –El libro de mi madre-, de Roland Barthes –Diario de duelo– y de Peter Handke –Desgracia impeorable– sobre la pérdida de sus madres; Mortal y rosa, de Francisco Umbral, sobre la muerte de su hijo y Tiempo de vida, de Marcos Girarlt Torrente sobre la de su padre. También me adentré en la poesía de duelo leyendo a Mary Jo Bang. La intuición y la memoria me hicieron revisitar viejas lecturas. En ese camino, fueron especialmente importantes El acontecimiento, de Annie Ernaux, un testimonio de su aborto clandestino cuando era una estudiante universitaria, y Yo, otro, de Imre Kertész, una especie de diario lleno de breves introspecciones que me orientó sobre el tipo de estructura que quería darle a mi libro. También exploré novedades que llegaban por esos días a las librerías, como Nada que temer, de Julian Barnes, y se me despertó una especial intuición que me permitió descubrir unos cuantos libros que le hablaban a mi pena. O quizá sea que en ese estado de profundo duelo el espíritu se vuelve poroso, y todo lo que tocamos ilumina los oscuros resquicios de nuestro dolor. Después de la publicación de Lo que no tiene nombre leí todavía algunos libros de duelo, como el de Francisco Goldman sobre el ahogamiento de su joven esposa Aura, el muy clásico de C. S. Lewis, Una pena en observación, La hora violeta de Sergio del Molino, y algunas obras poéticas de autores tan significativos como Edward Hirsch o Joan Margarit, hasta que conscientemente decidí parar y pasar a otros temas menos agobiantes.
Al libro de Greenberg -una aproximación sensible, honesta y conmovedora al tema de la enfermedad mental- le debo muchas cosas, entre otras la decisión de narrar en presente, haciendo cada tanto flashbacks que fueran iluminando fragmentariamente la vida de Daniel. Hace poco leí que Ursula K. Le Guin considera que esta forma de narrar «es inherentemente limitante», pero también que «es estupendo para crear suspense, historias muy dramáticas o para estilos de escritura que van muy directo al grano…». Y sí, la mía era una historia muy dramática, que no podía darse el lujo de hacer cambios de punto de vista, ni de demorarse en largas digresiones. Lo que elegí entonces sobre el punto de vista fue que sería limitado, el mío: una narración en primera persona con todas sus incertidumbres y preguntas, donde me impondría no caer nunca en el protagonismo, como una célebre escritora de un libro de duelo cuya autocompasión me había chocado mucho. Yo sólo era la madre, aquella persona que por su cercanía podía dar testimonio de la vida del hijo, y, en un segundo plano haría de la mía una pena en observación, como la de C.S. Lewis. Otras decisiones se fueron uniendo a estas: sería un libro corto, cuyo valor resultara de la intensidad y no de la acumulación de hechos; no me permitiría hacer apología alguna de Daniel, ni romantizaría su figura; no usaría el libro para denigrar a los médicos que tantas veces se equivocaron (y a ellos aludí siempre llamándolos por la inicial de su apellido) ni de aquellas personas que no supieron entender a Daniel; no caería jamás en el tono aleccionador de los libros de autoayuda, que hablan desde una superioridad moral; y una, final, muy importante: para no quedarme en la mera anécdota, pero tampoco para llenar el libro de reflexiones cargantes, dialogaría brevemente con los autores que estaba leyendo, con sus frases iluminadoras y sus observaciones más contundentes. Esto, sumado al refinamiento de la prosa –que no tendría alambicamientos ni alardes metafóricos, pero que sería poética sin caer en falsos lirismos– le daría a mi texto el rigor, la belleza y la hondura a la que aspiraba.
Yo sólo era la madre, aquella persona que por su cercanía podía dar testimonio de la vida del hijo, y, en un segundo plano haría de la mía una pena en observación
Las primeras frases de Hacia el amanecer nos golpean con su tremenda contundencia: «El 5 de julo de 1996 mi hija se volvió loca. Tenía quince años y su desmoronamiento marcó un momento crucial en la vida de ambos». Se trata, pues, de un duelo muy particular: la hija no muere sino que se pierde para siempre en las nieblas de la locura. El tema resultaba para mí altamente sensible: Daniel siempre tuvo agarradas las riendas de su enfermedad, y se movía en la cotidianidad de manera bastante funcional, pero los dos o tres breves episodios psicóticos que tuvo en diez años, y los alelamientos que a veces veía en él, me hicieron siempre temer que un día, como la hija de Greenberg, emprendiera un viaje sin retorno que nos convirtiera, como a ellos, en extraños. Hacia el amanecer me dio la fuerza para reconstruir el camino de su enfermedad, y me llevó a reflexionar sobre la psiquiatría, los hospitales mentales –donde Daniel, por fortuna, sólo estuvo una noche– y sobre los horrores de la droga psiquiátrica. Para llevar a cabo esa indagación con la mayor ecuanimidad y cuidado hice dos cosas: renové la bibliografía médica sobre la esquizofrenia que ya había reunido en vida de mi hijo –y que era muchas veces puramente especulativa y casi siempre frustrante– y fui a visitar a su sicoanalista y a un psiquiatra que me explicara la enfermedad desde un punto de vista fisiológico. También emprendí una pesquisa discreta entre aquellos que lo quisieron: sus maestros, sus exnovias, sus primos. Quería completar mi visión, necesariamente limitada, con la de los que frecuentaron. Y así Daniel se fue reconstruyendo, como en uno de sus autorretratos al carbón, con todas sus luces y sus oscuridades.
A casi diez años de la escritura de Lo que no tiene nombre, su proceso de escritura, así expuesto, puede parecer que fue llevado a cabo con una frialdad que no se compadecía con el dolor de un duelo reciente. Es posible, claro, que la memoria deforme los hechos y que las decisiones hayan ido brotando más lentamente de lo que aquí he estado mostrando, o como producto de ensayo y error. Lo que sí tengo clarísimo es que en la escritura diaria empecé a constatar que recordar ciertos hechos de la vida de Daniel me estremecía hasta el llanto, de manera que tenía que hacer cada tanto una pausa; pero también que el dolor se remansaba una vez yo me preguntaba cómo escribir cada episodio. La pregunta por la forma hacía que mi cerebro se pusiera en otro mood y que pudiera avanzar, serenándose. Puedo decir, pues, que si bien no escribí este libro para sanarme, la inmersión profunda que propicié con la escritura, el adentramiento en mi memoria y en mis emociones, tuvo entre sus efectos – además de comprensión, aceptación de los hechos, descubrimiento– mucho de liberación y catarsis. Lo que vino después fue el aluvión de la recepción, que profundizó de manera imprevisible y transformadora mi conocimiento del dolor de los supervivientes y de los mismos enfermos. Pero esa es materia distinta a la de este testimonio, que tal vez –o tal vez no– merezca otras páginas en el futuro.