POR MATEO GARCÍA ELIZONDO
Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas.

Como sabe todo aquel que lo ha intentado, la experiencia psicodélica es particularmente difícil de describir. Quizás eso se deba a que describir algo es por necesidad reducirlo y contenerlo en un enunciado, porque así se vuelve posible imaginarlo. Una realidad es tan vasta o tan limitada como las palabras que tenemos para describirla. Los psicodélicos, por su parte, tienen la extraña capacidad de desenvolver la realidad, de liberarla del yugo de las palabras hasta volverla infinita. Y el infinito tiene la estorbosa cualidad de ser imposible de imaginar.

Una vez, en la Sierra Madre del Sur, en Oaxaca, un niño de seis años me contó que había hablado con los árboles durante un viaje de hongos.

¿Y qué te dijeron?, le pregunté.

Después de pensarlo un momento, me contestó:

—Todo.

Esa respuesta me pareció de lo más elocuente.

Los alucinógenos, sin embargo, no hacen otra cosa más que comunicar. La ciencia los llama moléculas, y el psicoanálisis los describe como herramientas para acceder al contenido inconsciente de la psique, pero para las tradiciones ancestrales que utilizan estas substancias los alucinógenos son en realidad espíritus: entidades vivas e inteligentes que comunican realidades normalmente inaccesibles para el ser humano. Cuando uno consume psicodélicos, se está relacionando con una inteligencia sumamente sofisticada, y no hay mejor manera de comprobarlo que dejarse poseer por una de ellas.

Los hongos alucinógenos, por ejemplo, son seres que carecen de sistema nervioso, pero que han desarrollado medios bioquímicos para «infiltrarse» en cerebros ajenos y experimentar el mundo con ellos. Se instalan en nuestro sistema nervioso, y hablan con la voz de nuestros propios pensamientos. Siempre he interpretado así la fascinación que uno tiene con los colores cuando consume hongos. No es que los colores en sí cambien, sino que al espíritu del hongo le parece novedoso y fascinante tener, por un breve periodo de tiempo, ojos humanos para poder percibirlos. El hongo habla, y puede dejar de hacerlo. Dicen que al final de la vida de la curandera y sacerdotisa María Sabina, el hongo estaba tan enojado con ella por introducirlo (al) en el mundo occidental que nunca más le habló. El hongo habla, pero no con palabras, sino a través de imágenes y metáforas, de lo que algunos llaman visiones. Así es como nace la poesía: como la invocación de un espíritu que posee a un individuo, y habla a través de él o ella.

Para esta clase de seres, las palabras son una tecnología primitiva. Esto lo entendí durante una velada de hongos en Oaxaca, cuando una curandera me arrulló durante casi seis horas con cantos en Mazateco, un idioma absolutamente incomprensible para un hispanohablante. Al cabo de un par de horas de ceremonia, empecé a entender todo lo que decía la mujer, por la sencilla razón de que ella no hablaba conmigo, sino con el hongo, y el hongo a su vez estaba hablando conmigo. A través de los psicodélicos, uno percibe la realidad (con) mediante algo que se asemeja más a la imaginación que a los sentidos. Patrick Harpur argumenta en su libro La realidad daimónica que aunque un fenómeno puede ser imaginario, eso no lo hace menos «real», y concuerdo. La imaginación es, en realidad, una forma más de percibir el mundo tal y como es. Esto puede ser difícil de digerir para una mente occidental enferma de pensamiento científico y lógica cartesiana, para la cual estas substancias son alucinógenos, y por lo tanto conducen a la locura.

Para el escritor y pintor francés Charles Duits, los alucinógenos son, en realidad, lucidógenos. Producen lo opuesto a la locura: una lucidez que puede ser aterradora, en particular si la sociedad a nuestro alrededor está loca. El miedo que uno siente durante un viaje psicodélico no es que uno se vuelva loco y empiece a perseguir molinos de viento como Don Quijote, sino que nuestro súbito arranque de lucidez nos vuelva incompatibles con una sociedad que se niega a ver a los gigantes, e intenta convencernos de que son molinos. Por desgracia, o por fortuna, al cabo de un rato siempre regresamos a nuestra locura habitual, y lo único que queda es el vago y vertiginoso recuerdo de haber estado cuerdos por unas cuantas horas. Don Quijote es un gran ejemplo de literatura psicodélica, entre otras cosas, porque trata el problema de una realidad que tiene múltiples interpretaciones, y que cambia de forma según la conciencia que la observa, y el lenguaje que la describe.

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Un curandero me explicó una vez que los hongos provocan un envenenamiento que no mata al cuerpo humano, sino que le hace creer que se está muriendo. Por eso, cuando uno los consume, siente lo mismo que un moribundo: el paso del tiempo se distorsiona, uno tiene la impresión de ver el mundo por primera vez (o por última), y surgen una serie de recuerdos y visiones a través de las cuales uno hace un recuento de lo que significó su existencia. El envenenamiento a veces culmina en una experiencia trascendental y luminosa que algunos describen, por falta de mejores términos, como la de ver a Dios, pero que también podría llamarse sencillamente morir.

Morir, según la doctrina budista expuesta en el Bardo Thödol, o Libro Tibetano de los Muertos, es una experiencia de lucidez absoluta, uno de los únicos momentos de la existencia en los que se puede observar la luz primordial, la capa más esencial de la realidad. En el bardo, ese espacio que transcurre entre la muerte y la nueva vida que le sigue, uno se enfrenta a una serie de espíritus celestiales y demoniacos que no son más que nuestro propio karma no resuelto, el cúmulo de traumas, complejos y arquetipos que han quedado flotando en nuestra psique al momento de morir. Son ilusiones, el resplandor crepuscular de nuestra propia mente extinguiéndose poco a poco. Esta descripción es sorprendentemente similar a lo que sucede durante un viaje de ayahuasca, en el que no es raro que un desfile de entidades sobrenaturales se presenten ante nosotros, e intenten enseñarnos que nuestra existencia es, en realidad, un producto mental, el resultado de cómo vemos el mundo.

Creo que los mal llamados alucinógenos, los lucidógenos de Duits, son en realidad tanatógenos: herramientas que sirven para enseñarnos a morir. La palabra ayahuasca significa literalmente «liana de los Muertos» o «liana de los espíritus», quizás porque este brebaje le permite al consumidor «morir», y por lo tanto visitar el reino de los espíritus al que van todos aquellos que mueren. El psicoanálisis entiende a estas visiones no como espíritus, sino como traumas y complejos psíquicos. Los tibetanos dirían quizás que no hay diferencia alguna entre estas dos interpretaciones. Nosotros mismos somos los que decidimos si lo que tenemos enfrente son gigantes o molinos.

No por nada Baudelaire llamaba a estos estados «paraísos artificiales», aunque cabe decir que muchas veces la experiencia se asemeja más a un purgatorio que a un paraíso. Muchos se refieren a la intoxicación con yagé como una «purga», y poniendo de lado sus efectos psicodélicos, la purga física y emocional es una de sus características más evidentes. El espacio al que uno se adentra con su ayuda es literalmente un purgatorio. O, como lo llamarían los tibetanos, un bardo. Esa confrontación con la muerte es la que nos obliga a replantear nuestra relación con la vida, y es que morir es la iniciación por excelencia: no es solo el final de un ciclo, sino el inicio de uno nuevo. He ahí también por qué las drogas psicodélicas no son particularmente adictivas. No son, casi nunca, particularmente placenteras.

Según las descripciones en el Bardo Thödol, la experiencia de morir es similar, y está ligada en un bucle cíclico, a la de nacer. Ambas consisten en una sucesión de etapas distintas, entre las cuales destacan: 1) la experiencia amniótica, oceánica del feto, asociada a una existencia paradisiaca y a la sensación de unidad con el todo, 2) la experiencia de la contracción uterina, de haber llegado a un punto más allá de nuestro control en el que «no hay vuelta atrás», y de estar atrapado en un remolino que lleva a lo desconocido, seguida de 3) la angustia sofocante, agónica y aterradora, el «juicio final» de atravesar el canal cervical, de luchar por el derecho a existir, que culmina con 4) el alivio de nacer, de emerger por fin a un nuevo y extraño mundo. Esta sucesión de eventos sigue, también, la progresión de la estructura narrativa clásica; es el «érase una vez» que se encuentra con un conflicto, un clímax y una resolución. Es, también, la progresión natural de un encuentro sexual, y muy similar a lo que sucede durante un viaje psicodélico.

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En Le plaisir du texte, Barthes sugiere que la lectura de un texto debe producir el mismo tipo de «goce» que un espectáculo erótico; un goce que culmina, al igual que el sexo, con una petite mort que surge de la liberación de todas las tensiones acumuladas. Un escritor no busca crear conflicto en un texto por gusto del conflicto en sí, sino para orquestar la resolución de ese conflicto; busca la petite mort del lector. Un conflicto sin resolución no es satisfactorio desde el punto de vista narrativo. En ese sentido, imagino que agonizar debe ser similar al sexo (o a la lectura): una acumulación de tensiones que se liberan al momento de la gran resolución, que es la muerte. Morir, entonces, no puede ser más que una experiencia placentera. Si el orgasmo es la petite mort, la muerte no puede ser otra cosa más que le grand orgasme.

Esta relación estrecha entre placer y muerte me parece clave para entender no solo por qué los humanos leen, sino por qué consumen drogas. Hablo aquí de drogas adictivas como la heroína o la cocaína, a pesar de que las considero muy distintas a los psicodélicos. A diferencia de los psicodélicos, las drogas «duras» sí son placenteras, y por lo tanto adictivas, y no solo conducen al inframundo de manera metafórica, sino que literalmente terminan por matarte.

A partir de estas reflexiones escribí Una cita con la Lady, en la que se narra la historia de un adicto que busca la muerte a través del consumo de heroína. Opté por darle protagonismo a la heroína; no solo porque si mi personaje hubiera intentado suicidarse con hongos o marihuana, la novela habría sido considerablemente más larga, sino porque me permitía crear un conflicto en el que aquello que le procuraba placer y mantenía anclado al personaje a la vida, terminaba por alejarlo poco a poco de ella. Así, la heroína se convirtió en una metáfora, un elemento de la realidad externa que me permitía encarnar y darle forma al mismo tiempo al deseo, al placer, y a la muerte, y gracias a ella moverme a través de la tenue linea que dividía el sueño, la realidad, y la alucinación, para así obrar en el lector un descenso a un inframundo poblado de fantasmas, que al final no eran otra cosa más que los recuerdos de una vida fallida.

Toda ficción es, de cierta manera, una experiencia psicodélica. Quizás una de las más potentes que existen. Leer provoca visiones y alucinaciones, nos transporta a través del tiempo y puede modificar su transcurso, y nos permite entrar en comunicación con seres inmateriales que habitan dimensiones paralelas (personajes). Si los psicodélicos son herramientas que revelan nuestros mecanismos mentales y nos ayudan a interactuar con ellos, una ficción psicodélica tendría que ser una ficción que examina los mecanismos de la psique y los vuelve parte de su universo narrativo para enfrentarnos con ellos. Es decir, una ficción que actúa como un psicodélico en la mente del lector, y que, como todo buen lucidógeno, tiene un elemento de metaficción: se interesa por los mecanismos mentales que la hacen posible.

Vuelvo al ejemplo de los molinos de Don Quijote. Enloquecido por las novelas de caballería, Don Quijote ve gigantes en (dónde) donde debería haber molinos. Esta es, para mí, la característica principal de una ficción psicodélica: la realidad cotidiana adquiere la forma de los fantasmas que habitan la mente, de la misma forma en la que la ayahuasca toma nuestros traumas y complejos psíquicos y presenta ante nosotros un carnaval de monstruos, y espíritus. Don Quijote es una obra de la literatura que, al hablar de los delirios de un lector compulsivo, está refiriéndose a uno de los mecanismos que vuelven a la ficción posible: la locura. Y es que, si la mente fuera incapaz de dividirse, de volverse loca, de soñar o delirar, la ficción no tendría el efecto que tiene sobre nosotros. Seríamos incapaces de habitar mundos simulados.

Si la literatura, como sugiere Barthes, es un fenómeno que está íntimamente ligado al deseo y la muerte, a Eros y Tánatos (ambos, según los griegos, hijos de Nyx, diosa de la Noche), mi teoría es que la literatura psicodélica, la literatura de Psique, se interesa no solo por Eros y Tánatos, sino por todos los Hijos de la Noche: por el Sueño, el Inframundo, el Miedo, la Locura, y los Sueños, entre otros. Es por necesidad una literatura de lo siniestro y lo ajeno. Se interesa por lo esotérico, lo obscuro, lo enterrado, y lo escondido; es decir, por todo aquello que habita el reino del inconsciente. Es una especie de ciencia ficción de la conciencia, una manera de especular, no con los límites del espacio y de la tecnología, sino con las fronteras de la mente humana.

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La literatura psicodélica del pasado ha consistido sobre todo en obras en las cuales las drogas tienen un protagonismo central, como Junky, Fear and Loathing in las Vegas o The Electric Kool-aid Acid Test, así como en textos literarios en los cuales los autores intentan describir sus efectos, como lo hicieron De Quincey, Michaux y Escohotado. A mí me gustaría expandir esta definición a textos que imitan los efectos de las drogas psicodélicas en su narrativa. Ha habido mucho steampunk, cyberpunk, y retro-futurismo, pero el psychedelic-punk es prácticamente inexistente. Quizás esto se deba a que aún no estamos familiarizados con estos estados alterados de la conciencia, y por lo tanto aún nos cuesta cierto trabajo describirlos.

Quizás los mejores ejemplos de literatura psicodélica que se me ocurren sean Alicia en el País de las Maravillas y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Ambos relatos incorporan drogas en su narrativa, y ambos nos meten en la piel de personajes que experimentan sus efectos. En el caso de Alicia, se trata de un pastel que le permite cambiar de tamaño para atravesar la estrecha puerta hacia el País de las Maravillas, y en el caso de Doctor Jekyll y Mr Hyde, es la substancia que produce el Doctor Jekyll en su laboratorio, y que lo transforma en un ente dominado por sus impulsos más profundos. En ambas, lo que la substancia transforma no es solo la conciencia de los personajes, sino su realidad externa, o su cuerpo físico, y de lo que se habla no es de niñas con imaginaciones desbordadas o de científicos locos, sino de la cualidad plástica y maleable de la realidad en una, y de los estragos de la adicción en la otra.

No me parece necesario que la literatura psicodélica mencione necesariamente a las drogas; me parece mucho más importante que actúe como ellas. Los autores que, en mi opinión, más se han acercado a describir la experiencia psicodélica han escrito una literatura que podría calificarse de visionaria: Dante, Lewis Carroll, Borges, Philip K. Dick y H.P. Lovecraft, entre otros. En sus textos, se habla de descensos a inframundos por madrigueras de conejo, de visiones del cielo y el infierno, de senderos que se bifurcan, dimensiones paralelas y distorsiones temporales, y de encuentros con entidades ajenas al ser humano cuya sola existencia provoca una especie de vértigo cósmico. Lo más curioso es que muchos de ellos nunca probaron los alucinógenos, pero aún así lograron describir los lindes de la conciencia desde una perspectiva metafórica.

El relato de Gogol, La nariz, en el que un hombre plagado por la ambición y la ansiedad social pierde su nariz y se la encuentra convertida en un funcionario del gobierno del tsar, es un gran ejemplo de ficción psicodélica, mucho más que su Diario de un Loco, porque mientras que esta última solo retrata la locura, la otra, al leerla, nos vuelve locos junto con su protagonista. Al igual, en La metamorfosis de Kafka, un hombre que se siente ajeno a su vida y a su contexto se despierta un día transformado en insecto. Más recientemente, en La rueda celeste, Ursula K. Le Guin cuenta la historia de una persona cuyos sueños tienen la capacidad de modificar la realidad, lo cual resulta ser una manera muy elocuente de decir que los sueños son a tal punto indistinguibles de la realidad que podrían, en última instancia, ser exactamente lo mismo. En todos estos ejemplos sucede algo similar: los fantasmas de la mente se escapan de los confines del cráneo, y se vuelven indistinguibles de la realidad cotidiana.

Por su parte, los libros de Carlos Castañeda, como Las enseñanzas de Don Juan y Una realidad aparte, fueron en su momento un intento de describir el universo mágico de los psicodélicos. Creo que el gran desacierto tanto ético como literario de Castañeda fue intentar hacer pasar sus escritos por textos antropológicos cuando, en realidad, eran inventos descabellados. Aunque ese fue, también, su mayor acierto comercial. De todos los libros que llegué a leer sobre brujería y psicodélicos, los de Castañeda son los más alejados de la realidad, los que más repletos están, no de ficción, sino de mentiras. En vez de transmitir la verdad a través de una ficción, mienten acerca de fenómenos reales. El resultado final es que los libros de Castañeda no terminan por funcionar ni como buenos textos antropológicos, ni como grandes novelas de ficción.

Falta escribir más ficción de la conciencia, interesarnos por otras formas de vida, incluyendo aquellas que existen en el reino de lo psíquico y lo imaginario. Quizás este «segundo renacimiento psicodélico» que está viviendo el mundo, en el que estos compuestos están volviendo a la legalidad y encontrando nuevas aplicaciones terapéuticas también lleve a un revival de esta ficción psicodélica, una ficción en la que los psico-, oneiro- y tanatonautas son los nuevos astronautas, la Psique es la nueva «final frontier» de la exploración, y la literatura es el psicodélico ideal para explorarla.

Los escritores, por su parte, serán por necesidad los nuevos brujos y chamanes: viajeros a otras dimensiones, que dialogan con espíritus descarnados y trabajan con las fuerzas arquetípicas de la conciencia para obrar transformaciones en la tribu-sociedad. Quizás nuestro proceso evolutivo a lo largo de millones de años nos depare a los narradores convertirnos en algo parecido a hongos alucinógenos: una raza de seres que se dedican a tomar prestadas las conciencias ajenas para, a cambio, evocar en ellas visiones asombrosas. Quizás ya lo somos, de cierta manera, y algún día lo que nosotros mismos logremos escribir y reescribir sea nada más y nada menos que la realidad misma. Quizás los espíritus que habitan los hongos y la ayahuasca empezaron siendo, y seguirán siendo siempre, contadores de historias.