Escribir es enterrar a los muertos.
Los vivos escribimos sobre los muertos, porque sabemos que, hasta que no lo hacemos, no están del todo muertos. Se quedan en el purgatorio, o algo parecido, a la espera de que los vivos los entierren en un libro. O eso creemos, porque, al hacerlo, al tratar de inhumarlos a través de la escritura, tiene lugar el milagro: los muertos se van y en su lugar quedan otros que se parecen a ellos. La vida se desvanece, pero queda la literatura.
Es inútil y, sin embargo, los escritores llevamos siglos repitiéndolo. ¿Qué pretendemos? ¿Enterrar a los muertos o resucitarlos? ¿No querremos, acaso, hacer que escapen de la muerte? Quién sabe, porque el delirio de los escritores no tiene límite. Pero lo más probable es que se trate tan sólo de una ceremonia, un rito funerario, una oración laica.
Tras la muerte, los vivos, que tan acostumbrados estamos a ordenar el mundo, sentimos temor e inseguridad. De nada sirven todos esos relatos que tanto poder nos confieren: la democracia, las leyes, qué se yo. Los vivos perdemos todo ese poder cuando nos enfrentamos a la muerte. Las palabras no nos salen, el relato no nos sana. Nos sentimos indefensos y pasamos entonces a hacernos preguntas irracionales, absurdas. Nos preguntamos, por ejemplo, a dónde van los muertos, o si, para llegar a ese lugar, necesitan de nuestra mediación. Los vivos hablamos con nuestros fantasmas y nos sentimos estúpidos haciéndolo. Pero no podemos hacer otra cosa. El desorden, el caos emocional que surge de la muerte necesita ser estructurado. De ahí nacen los ritos y las ceremonias religiosas; de ahí también nace la literatura. Porque la literatura es también oración. Una oración que trata de dar sentido a la experiencia de la muerte y, al mismo tiempo, de organizar la vida tras ella. El ser humano siempre está en las mismas: tratando de ordenar el caos que le rodea, queriendo tener todo, incluso hasta la muerte, bajo su control. El ser humano es arrogante y el escritor lo es más aún. No obstante, al menos aquí, se conforma con poco. El escritor, desesperado, consciente de que no es posible ordenar aquello que desconoce, que no es capaz de ver en la oscuridad, acaba por limitarse a inventar un relato que le permita alcanzar algo de sosiego. Sabe que es así, que está mintiendo una vez más, pero no le importa. El escritor, antes tan arrogante, antes dispuesto a ser dios; el escritor, capaz de crear un mundo, ahora tan sólo se limita a buscar algo de consuelo. Nada más pide. Y así, al sentarse a escribir, es como emprende esa oración laica que resuena ahora más que nunca en nuestra literatura.
Pero el resultado acaba siendo igual de frustrante que aquel que lograban nuestros antepasados con sus rezos y sus plegarias. Nadie comprende nada. Al menos, pensamos los que escribimos, nos hemos acercado a la belleza y la belleza es siempre un buen consuelo. Pero inútil consuelo, si incluso, a menudo, es imposible nombrar lo que se contempla, y solo es factible registrar la impotencia que nace en el intento de narrar la experiencia
Porque los vivos ya no creemos en Dios ni vestimos de luto. Los vivos escribimos libros buscando la misma serenidad que nuestros antepasados encontraban en las iglesias. No en vano en las librerías y en las bibliotecas se percibe el mismo silencio que en las catedrales. A las catedrales hoy sólo van los turistas; a las librerías, en cambio, van los pecadores, los melancólicos, los heridos que buscamos respuestas. Ya nadie cree en el cielo y en el infierno; sabemos que los muertos, si a algún sitio van, es a los libros. Y en ese asunto, en el de las palabras, sí que tenemos algo que decir.
Pero el resultado acaba siendo igual de frustrante que aquel que lograban nuestros antepasados con sus rezos y sus plegarias. Nadie comprende nada. Al menos, pensamos los que escribimos, nos hemos acercado a la belleza y la belleza es siempre un buen consuelo. Pero inútil consuelo, si incluso, a menudo, es imposible nombrar lo que se contempla, y solo es factible registrar la impotencia que nace en el intento de narrar la experiencia. Así, cuando un hijo muere las palabras no alcanzan. Ese agotamiento del lenguaje queda reflejado en libros como Lo que no tiene nombre (Piedad Bonnett) y La hora violeta (Sergio del Molino), dos relatos que, a diferencia de lo que sucede en la religión, asumen la inutilidad de todo esfuerzo para explicar aquello que ni tan siquiera puede ser nombrado. Los hechos, dice Bonnett, acorralan las palabras, y eso nos asusta a los lectores, porque no concebimos que a un escritor le pueda intimidar nada que pueda ser narrado. El escritor se asoma al abismo con placer y, sin embargo, cuando contempla la muerte nada ve en ella. Trata de encontrar algo, de poner nombre a las cosas, pero todo esfuerzo resulta inútil. De ello da cuenta Francisco Umbral en Mortal y rosa, novela de gran aliento poético que formula el conjuro de la resurrección literaria: «Y sólo de mí puedes vivir ahora, de tanto como en mí habitaste, hijo. Y sólo de ti puedo vivir: sólo está vivo de mí lo que está vivo de ti: el recuerdo». La oración de Umbral es profana, modesta, alejada de la arrogancia de los credos y los dogmas. Umbral reconoce su incapacidad para, finalmente, nada más pretender que el mero recuerdo. La lucha ya no es contra la muerte sino contra el olvido. El escritor cree que puede ganar esa batalla, porque está acostumbrado a librarla. Sabe que no puede hacer más, se postra ante los hechos. Obstinado, Daniel Guebel, en su novela El hijo judío, escribe a su padre para que el relato le vele y le haga sobrevivir: vana y digna lucha que una y otra vez los narradores emprenden aun sabiendo el fracaso que les espera.
Al escribir, queda la memoria, por tanto, algo que legar a los demás, pero también una vida de repuesto, artificial, que se extiende más allá de la auténtica vida. No es lo mismo, claro, pero es lo que hay. La vida se extiende a través de la literatura al reconocerse que no hay infierno ni paraíso, sino tan solo memoria. Y en ello están los que transitan la literatura del duelo. Lo está Lea Vélez (El jardín de la memoria) y lo está Héctor Abad Faciolince que, en El olvido que seremos, nos entrega el legado de su padre, esto es, una vida pública que los que vengan detrás pueden tomar como ejemplo. En distinto afán se encuentran otros narradores que no tienen ningún modelo que mostrar y que aspiran solo a ofrecer una prueba de vida. Es el caso de Marcos Giralt Torrente (Tiempo de vida) o de Ricardo Menéndez Salmón (No entres dócilmente en esa noche quieta), autores que exploran las luces y las sombras de la relación con sus padres. Solo buscan asumir y comprender, en palabras de Menéndez Salmón, sin «resignación, vileza, victimismo, ocultación, deshonra». La escritura, despojada de todo pudor, es así un aprendizaje, una mentira útil que, en la muerte, al fin, cuando ya no es posible réplica alguna, adquiere su más elevada dimensión. Pero junto con el aprendizaje también habita la desesperación, el dolor más crudo, una llaga de la que surge el grito de la escritura. Esa radicalidad, febril por momentos, está en Canción de tumba, la extraordinaria novela de Julián Herbert, que relata la vida de la madre del narrador, una prostituta que agoniza víctima de una leucemia. Herbert busca las palabras para comprender la vida, para saber quién es, y va mucho más allá del dolor. La novela de Herbert no explica la muerte; explica la vida como solo puede hacerse cuando esta se acaba. Porque, al igual que sucede en las novelas, las vidas se acaban, tienen un final, se quedan quietas, detenidas, y es eso lo que permite contarlas. Ya no habrá nuevas oportunidades, actos redentores, ni giros en el argumento. La obra se ha acabado, todo se ha quedado oscuras y lo único que puede hacer el narrador es tratar de iluminar la escena, la nada.
Las palabras tienen otros usos. Las palabras también sirven para delimitar el dolor, para establecer una barrera que la angustia no pueda traspasar. La literatura es, asimismo, una barrera, una cerca tras la que dejar encerrado el dolor, una jaula en la que retener a ese animal hambriento que nos muerde. Nuestros dolores son una isla desierta, dejó escrito Albert Cohen en El libro de mi madre, por lo que es lógico que la literatura trate de calmar ese dolor a través del consuelo que nos ofrece la comprensión de quién nos lee o de quién parece que escribe para nosotros. Nada más que eso se puede lograr, supongo, ninguna catarsis, ninguna cura, solo romper el aislamiento y, si acaso, tratar de encajar las piezas desordenadas de una vida, aun sabiendo que estamos haciendo trampas en el juego de la existencia. Pero la literatura es una mentira socialmente aceptada y en el duelo lo es aún más. En el duelo se acepta el pensamiento mágico, como cuando Joan Didion (El año del pensamiento mágico) evita tirar a la basura los zapatos de su marido, porque cree que, si los conserva, él regresará a por ellos; o como cuando Chimamanda Ngozi (Sobre el duelo) pide a su hermana que no comunique al resto de familiares la muerte de su padre, porque entonces la muerte será irremediable. El pensamiento mágico, o la locura, entre ambas tenemos que elegir, parece decirnos Didion, sin aceptar que el pensamiento mágico es también una forma de locura. Pero así, escrita, es una locura que se tolera, pues es juzgada por el lector como una más de las muchas mentiras que abundan en la literatura, esto es, esa clase de mentiras que dicen la verdad.
Pero será justo admitir que, por más que se escriba, esa oración laica de la literatura no nos ha hecho avanzar tanto, y caemos una y otra vez en la superstición. Caminamos a tientas, tratamos de orientarnos cuando, en realidad, estamos a la deriva. En la literatura, al menos, no hay sanción por reconocerse a la deriva y, por eso, seguirá siendo un buen lugar para transitar un duelo. Nadie vendrá a salvarnos, es cierto, pero al menos obtendremos la compasión de los demás.
Sea como fuere, al acabar de escribir, ya nada queda. Decimos que queda la memoria, aquello que hemos escrito, pero ya sabemos que se trata de una traición; que el muerto se ha ido para siempre, y que solo queda su copia, una imitación de la vida, una falsificación. Pero a quien le importa eso si, frente al ordenador, al pisar las teclas en mitad de la noche, aún es posible oír la voz de los que se fueron. Escribir es enterrar a los muertos, pero, sobre todo, es hacerlos hablar de nuevo. Con esa ilusión basta.