En Yoro asistimos a muchos momentos de violencia de la Historia, sin duda, pero también durante el proceso de búsqueda del personaje central, H. ¿Vivir es enfrentar la violencia de haber nacido?

Imagino que vivir siempre entraña esa violencia extrauterina que se inicia en el nacimiento, lo que pasa es que para mí la vida es tan fascinante que me cuesta identificarla con una cualidad tan negativa como la violencia. Considero que cualquiera de los actos, hasta los más terribles, se rigen por lo mismo que los más piadosos: el amor, lo que ocurre es que solemos pensar en el amor como un generador de bondad, crecimiento, bienestar, pero esto me parece más que nada una idealización para no tener que admitir que el amor es también capaz de actos atroces, y que una atrocidad no tiene el poder de negar ese sentimiento, distorsionado para nuestros estándares, si queremos verlo así, pero amor al fin y al cabo.

Pero el amor se dice de muchas formas, ¿verdad? Y no está nunca solo. ¿Amor?

Exactamente. Es lo que comentaba en la pregunta anterior. El amor tiene muchas formas. En algunos de mis textos se busca el amor más puro a través del más impuro, o a través incluso del asesinato o del crimen. En otros, el amor es el objeto salvífico en el cual depositamos nuestra esperanza. En otros textos el amor es el equivalente de un estado de paz. Pero lo que une toda mi escritura, sin duda, es ese amor, en cualquiera de sus múltiples –y a veces incomprensibles– formas.

Todos tus libros hasta aquí han sido producto, creo, de la fatalidad, como tienes que subir a la superficie tras tus inmersiones de apnea para respirar. Pero ahora has publicado un libro que en principio podría parecer más convencional, en el sentido de que trata un tema de actualidad, Don Quijote en Manhattan. He leído la novela y sé que los ríos de tu imaginación acaban apoderándose del tema. ¿Por qué el Quijote?

Nunca pensaría que la escritura podría prolongar mi vida más allá de mi muerte, pero sí siento que soy inmortal en esta vida cuando leo

No lo sé, realmente. Cuando se publicó la anterior novela, Yoro, pasaba por una época terrible, en la que se sucedieron varias muertes de personas muy importantes en mi vida. Al llegar a Nueva York tras la promoción, recuerdo que, nada más entrar en casa, me senté en el sofá y me dije que debía tomarme un descanso para recuperarme. Estuve como diez minutos elucubrando, ya con vagas fantasías, ya con planes concretos, de qué manera me iba a cuidar: principalmente pensé que tenía que tomarme un descanso de la escritura, dejar de escribir un par de meses, y en ese instante, surgió la imagen de don Quijote, ya disfrazado de C3P-O, en mi mente, y en un escenario neoyorquino. De nuevo, imagino que fui gestando todo de manera inconsciente, y que de algún modo los homenajes que se le habían ido haciendo a Cervantes durante tantos meses tuvieron que calarme, pero esto no era suficiente, creo que influyó el hecho de que yo había leído muchas veces ya el Quijote y que precisamente su anacronismo le hacía un personaje muy adecuado a la vida que yo tengo o veo en Nueva York. Surgió de un modo muy natural, muy fresco, un libro guiado más que nada por el diálogo, algo que lo diferencia de mis anteriores libros, y que me ha dado muchísima alegría porque en ese diálogo yo sentía que muy poco dependía de mí. Siempre escribo sabiendo dónde voy, y una vez que toda la trama se me aparece de un golpe suelo controlar bastante la palabra. Por el contrario, jamás he tenido menos control sobre un texto como con este don Quijote, y esto fue algo que necesitaba en ese momento y que me abrió a la posibilidad real de que no voy a morirme si me dejo llevar, no ya en la escritura, sino en la vida en general, donde a menudo intento tener el control de todo, no por un espíritu dictatorial, sino porque estoy a merced de mis deseos, sueños, proyectos que quiero hacer y para los cuales ideo planes A, B, C y D, cuando, en realidad, uno se da cuenta de que a veces aquello que tanto hemos deseado se cuela por los mecanismos de la improvisación. Digamos que para don Quijote, quebré la batuta y me dediqué al jazz.

¿Cuándo te diste cuenta de que te ibas apartando del modelo para adentrarte, de alguna manera, en tu propio mundo, en tus propios libros de caballerías y en tus molinos? ¿Fue intencionado?

En realidad, yo tengo pocas intenciones cuando escribo. Para mí es muy difícil explicar esto porque no lo entiendo. Todo parte de una imagen. Me viene una imagen a la cabeza, y ya tengo la matriz del cuento o la novela al completo. Todo aparece en un instante, sólo falta remarcar los contornos, hacerlos más visibles y darles color. Cuando le digo a Enrique Murillo, mi editor: «Ya tengo la próxima novela», a menudo no he escrito una palabra, pero él sabe que, en efecto, ya está lista. Yo imagino que de una manera subconsciente todo se va armando y que seguramente la imagen de la que hablo no es la causa del libro, sino su símbolo, la chispa que despierta lo que ya he estado rumiando sin darme cuenta. Pero no tengo certezas sobre mi proceso creativo porque cuando me pongo a escribir ya sé a dónde voy, aunque no sé cómo he llegado a saberlo sin prácticamente ningún tipo de reflexión mediadora.

Don Quijote en Manhattan es también un gran elogio a la literatura, o más exactamente, una afirmación apasionada de los poderes de la literatura. Si a Quijano sus lecturas lo convirtieron en Quijote, ¿qué ha supuesto para ti la lectura?

Para mí, la lectura supone la ilusión de inmortalidad. Nunca pensaría que la escritura podría prolongar mi vida más allá de mi muerte, pero sí siento que soy inmortal en esta vida cuando leo porque ahí puedo dejarme llevar sin ningún tipo de esfuerzo a todas esas vidas que por mi inquietud a veces desmesurada necesito vivir para no matar de agotamiento a quien me rodea, o a mí misma. Para mí, la clásica fama, o la inmortalidad del escritor, sucede sólo en esta vida, cuando tenemos plena consciencia de ello, y sucede en la lectura y, en menor medida, en la escritura. Igual ocurre con todas las artes: me siento inmortal cuando admiro un Caravaggio. Si pudiera dibujar esos claroscuros, quizá también tendría un sentimiento parecido, pero en menor grado porque la vida más básica, el respirar, el latir del corazón, sucede sin esfuerzo alguno, y sin nuestro consentimiento.

Tras el desraizamiento, la crisálida violenta y el lento nacimiento en que vida y muerte parecen enlazarse, ¿podrías decirme quién es Marina Perezagua?

Antes de tomarme un descanso para dedicarme sólo a escribir, recuerdo que una noche, volviendo a casa en el metro, escribí algo, que copio aquí porque creo que ésta soy yo:

solitaria pero necesitada de amor, y entregada al de mis amigos; luchadora pero a menudo cansada; fuerte para levantarme pero tremendamente vulnerable para caerme; optimista, pero siempre en el balanceo de la intuición de que la vida es demasiado corta para todo lo que yo quiero vivir; pero, por encima de todo, mi compromiso y agradecimiento a la escritura. El texto que escribí, sin afán literario, apresurado, lo dice de esta manera:

«Trabajo en tres sitios diferentes. Cada trayecto me lleva dos horas. Para llegar a cada trabajo utilizo diversos medios de transporte: mis pies, metro, tren, autobús, y mis pies otra vez. Duermo una media de cuatro horas. Nunca voy a la peluquería. Siempre tengo ojeras. No son de nacimiento. La mitad de mi familia es un desastre. La otra mitad está ausente. No me gustan los hombres que se protegen. No me gusta ningún género de protección. Tengo una aversión especial por las Naciones Unidas. Quisiera un perro grande. He ido a un refugio para adoptar uno, pero me dicen que todos están capados. Quiero un perro entero. De todas formas, no podría sacarlo ni llevarlo en el avión. Alguien que me aprecia me ha regalado un robot. Es negro. Me da las buenas noches y los buenos días con su voz robótica. Le estoy cogiendo cariño. Sus ojos se iluminan azules cuando entro en la habitación. Pronto lo meteré en mi cama. Detesto la envidia literaria, y la adulación, a los necios que confunden valor y precio. A veces me defiendo con uñas y dientes. Otras me hago la tonta: cuidado, sólo juego. Tengo amigos que son más que un padre –y no sólo porque mi padre insistió en ser nada–, pero les veo poco porque siempre estoy lejos. Lejos de aquí y de allí. Pero, y esto es lo mejor, todos los días, cuando estoy escribiendo, siento que no hay mejor suerte que la mía. Gracias a la escritura amo con pasión y no creo en el desengaño».

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