«Todas las pérdidas que aparecen en mi escritura están relacionadas con la gran pérdida, la gran herida: la muerte de los padres»Por Antonio Candeloro

© Belén Campillo

Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) encarna algunas de las obsesiones más acuciantes en el ámbito de la narrativa contemporánea (no solo española). Profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, ha ido forjando, a lo largo de los años, una obra en la que se mezclan la realidad y la ficción en el nombre de una constante reflexión sobre la pérdida, el duelo, la percepción siempre ambigua y resbaladiza del tiempo, el cuerpo en cuanto campo de batalla para reflexionar sobre la sociedad que nos rodea, las relaciones que se pueden establecer entre la literatura y el arte en general, entre las palabras y las imágenes en cuanto dicotomías fructíferas de las que surgen tramas que atrapan al lector y lo obligan a mirar «mejor» o desde puntos de vista «inéditos» el mundo en el que se mueve. Finalista del Premio Herralde con El instante de peligro (2015), publica Intento de escapada, su primera novela, en el 2013, obteniendo en seguida la atención y el plauso por parte de la crítica y de los lectores. En su última novela, El dolor de los demás, de 2018, el autor ficcionaliza un trauma autobiográfico para armar una trama en la que a la elaboración del duelo se une una honda reflexión sobre el mismo acto de la escritura. 


Cuando nos conocimos en la Universidad de Murcia, donde tú eres Profesor de Historia del Arte, en el ámbito de la primera edición de los Encuentros con la literatura en Murcia, recuerdo que una de mis primeras preguntas (en la hora sagrada de la siesta) fue directa y contundente: «¿qué es arte?». No volveré a preguntarte sobre este tema, pero es evidente que tu ámbito de investigación científica y tu obra narrativa convergen. ¿Cómo se relacionan en tu caso la escritura de corte ensayístico y académico con la escritura creativa?

Es cierto que el arte (y la historia del arte) es el contexto en el que surge todo lo que escribo. Casi toda mi trayectoria académica tiene que ver con una forma de aproximación al arte, con escribir sobre el arte, más que con la de producir arte. Y aquí se abre una diferencia enorme: habitualmente, cuando se escribe sobre arte desde el punto de vista académico, uno ejerce una especie de jerarquía, del sujeto frente al objeto. El sujeto se eleva sobre aquello que está analizando, establece un marco de conocimiento teórico e intenta dominar al objeto. La pretensión es la de generar un conocimiento objetivo. El ensayista o el crítico o el historiador de arte parte de un conocimiento que está antes del texto, y el texto crítico es una exposición de ese conocimiento previo, un despliegue de lo que uno pretende demostrar. En cambio, el escritor de una obra narrativa, el escritor de ficción, cuando escribe sobre arte no mira desde arriba, no tiene ninguna pretensión de decir algo fijo y objetivo sobre el arte, sino que va desarrollando el pensamiento mientras escribe, de forma subjetiva, tanteando el terreno…

Una especie de técnica de «ensayo-error».

Sí, o incluso de solo «ensayo» (tal y como Montaigne entendía ese concepto) o solo «error». Yo creo que esta gran diferencia depende de la temporalidad de la escritura: la escritura narrativa tiene que ver con la incertidumbre, mientras que la escritura académica tiene que ver con la certeza. El tiempo de escritura de un ensayo académico es el tiempo que necesitas para traspasar al papel lo que ya has analizado dentro de un marco teórico; en cambio, el tiempo de escritura de una novela es el tiempo que uno necesita para ir tanteando lo que quiere decir, lo que va descubriendo sobre la marcha. Son temporalidades distintas incluso desde el punto de vista del lector y el de la recepción: el lector del ensayo de corte académico puede enterarse desde el principio sobre cuáles son los objetivos que pretende alcanzar quien escribe; en cambio, el lector de la novela no sabe hacia dónde puede llevarle el autor. De hecho, podemos hacer un resumen y decir de qué habla un texto académico, pero no se puede hacer lo mismo con una novela. Estamos, en realidad, ante dos cerebros distintos.

El tiempo de escritura de un ensayo académico es el tiempo que necesitas para traspasar al papel lo que ya has analizado dentro de un marco teórico; en cambio, el tiempo de escritura de una novela es el tiempo que uno necesita para ir tanteando lo que quiere decir, lo que va descubriendo sobre la marcha

Hablando de «cerebros distintos», me estoy acordando de algunos ensayos académicos tuyos, de los que me sorprendió el uso de la primera persona de singular, algo bastante inédito: si yo escribo un ensayo de corte académico, o utilizo un «nosotros» en plural, para involucrar al lector, o la forma impersonal, para mantener esa «objetividad» de la que hablábamos. También he notado que casi no hay notas al pie en algunos de tus textos académicos.

Sí, es cierto. Se trata de una voz de ensayista que he ido conquistando poco a poco. Al principio, mis ensayos derivados de la tesis doctoral estaban trufados de notas al pie. Sin embargo, paradójicamente, ese «yo» de la voz narrativa que escribe «en proceso» ha hecho que, con el tiempo, me resulte imposible evitar el «yo», incluso en la escritura académica. Podría decirse que la escritura narrativa ha ido apuntalando la voz del escritor del texto académico. Es paradójico, pero es así…

Me da envidia sana porque a mí me cuesta muchísimo evitar las notas al pie o tomarme la responsabilidad de ese «yo» que habla incluso en los ensayos.

Sí, he ido quitando la mochila, no del conocimiento, sino de la necesidad de legitimar cosas. Llega un momento en el que uno no se siente obligado a que aparezca todo lo que ha leído, sino que se convence de que todo eso ya forma parte de su argumentación y de su discurso. 

Tu primer libro publicado se remonta a 2004 y se titula Infraleve; si el título es muy sugerente de por sí, el subtítulo no le va a la zaga: Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte. Te pediría que me explicaras un poco más en profundidad el significado del término «infraleve».

«Infraleve» es un concepto desarrollado por Marcel Duchamp. Tiene que ver con las percepciones no cuantificables, con las cosas que no pueden ser pesadas, medidas, separadas. «Infraleve» es la distancia que separa la sombra de la tierra; o la fuerza que sobra cuando pulsas el interruptor con más energía de la que hace falta para que se mueva. Las energías perdidas, que obsesionaban a Duchamp: las percepciones sutiles, las distancias intrazables, todo aquello que se no puede recuperar. Aunque no lo dice Duchamp, el reflejo en el espejo también podría ser un ejemplo de lo «infraleve», casi «lo sublime por abajo», lo «sublime pequeño», lo que está por debajo de lo perceptible. No puede ser razonado, pero sí perceptible o sensible, porque te rodea, aunque no sepas cómo. Todos los relatos de Infraleve hablan de eso: artistas que trabajan con lo que no se puede ver, con lo que no se puede oír; memorias que no desaparecen del todo, pero actúan, como el cuento que cierra el libro, el que da el título al subtítulo, un cuento autobiográfico: mi padre cayó desplomado en el ictus que le costó la vida después de lavarse las manos mirándose en el espejo del baño. Tiempo después, encontré un día a mi madre con la mirada perdida en ese espejo. De ahí surge la pregunta que obsesiona al narrador del cuento: qué queda en el espejo cuando dejas de mirarte.

Esta definición de «infraleve» tiene que ver con la ficción. Creo que la ficción es el ámbito perfecto en el que investigar «lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte». Creo que es incluso uno de sus retos: narrar lo que no se puede comprender, lo que parece inaprehensible, lo que parece que ha caído en el olvido y, sin embargo, sigue en nuestra memoria y se convierte en obsesión del recuerdo. La pregunta siguiente atañe precisamente a este aspecto y tiene que ver con uno de tus libros más importantes, desde mi punto de vista, aunque a lo mejor sea de los menos conocidos: me refiero a Cuaderno […] duelo, de 2011. ¿Cuánto la muerte de tus padres ha sido el motor para la elaboración de los cuatro relatos que conforman el libro? ¿Has llevado a cabo allí lo que Freud llamaría la «elaboración del duelo»?

Sí, creo que el libro es un proceso de «elaboración del duelo». Coincido contigo: es de los libros más importantes que he escrito, y en cierto modo funciona como motor del resto, desde Intento de escapada hasta El dolor de los demás, que también son libros que nacen de la necesidad de reflexionar sobre la pérdida. De hecho, Infraleve acaba con esa muerte de la que hemos hablado y Cuaderno […] duelo vuelve sobre este evento luctuoso desde el punto de vista autobiográfico. Infraleve reflexiona en varios cuentos sobre la incapacidad de utilizar la escritura para afrontar el duelo; Cuaderno […] duelo trata de penetrar directamente en la elaboración de ese duelo. Creo que todas las pérdidas que aparecen en mi escritura están relacionadas con la gran pérdida, la gran herida: la muerte de los padres. Un campo magnético que hace que todo lo demás se expanda y se articule alrededor.

El diario está escrito en un lenguaje desnudo e inmediato que trata de dar cuenta de cosas que están alrededor de la novela, mientras que en la novela uno tiene que calcular, medir, pulir cada palabra, cada frase, cada párrafo

Hay en el libro una atención visual a ciertos detalles escabrosos de la muerte y hay momentos de auténtica zozobra, como en el caso de este fragmento que voy a citar in extenso: 

«Por un momento, el cuerpo no es un cadáver. Por un momento, sigue siendo la madre. Por un momento, es aún todas sus cosas. Y es aún el rostro que te miró, las manos que te acariciaron, el cuerpo que te acogió. Por un momento, el cuerpo es todo eso. Pero ya nunca más la voz. Ya nunca más la mirada. Ya nunca más el tacto. Y aun sin mirada, sin tacto y sin voz, por un momento, el cuerpo sigue siendo una madre».

Aquí te desdoblas (los «dos cerebros» de los que hablábamos antes): gramaticalmente te desdoblas entre la tercera y la segunda persona del singular, aquí hablas con dos voces que hacen la radiografía de un cadáver que ya no podrá hablar, andar, tocar o besar. ¿Es necesario para ti ese desdoblamiento –incluso visual: la segunda persona singular «habla» en cursivas– para ahondar en ciertas temáticas «escabrosas»?

Es una pregunta compleja. También en El dolor de los demás hay dos voces narrativas: la segunda persona trata de dar cuenta de una experiencia muy intensa e inmediata –la noche del trauma– y la primera, en cambio, toma distancia para hablar acerca del pasado. Por supuesto, esto no salió de una forma deliberada, sino más bien gracias a la intuición de que esa emoción necesitaba ser narrada de ese modo, que ese era el tono, la persona y la voz que mejor traducían la experiencia. Esa distancia de la segunda persona alude al lector, pero también alude a quien escribe y le permite estar a la vez dentro y fuera de ese momento intenso y traumático. Ese «tú» te permite rozar el trauma sin estar dentro del centro del huracán. Además, el trauma produce siempre una disociación: cuando uno vive una experiencia extrema, se siente como dentro de una película, casi como si lo que experimenta no le perteneciese del todo, dentro y fuera de la acción (de la acción traumática, pero también de cualquier evento de gran intensidad, incluso feliz).

Ese «tú», que también aparece en tus diarios, es una vía intermedia entre el «yo», que haría un striptease demasiado explícito, y el «él», que sería demasiado alejado: el «tú» está entre estos dos polos, en equilibrio, para que el lector se involucre y perciba de forma empática el dolor o el trauma del que está escribiendo.

Sí, ese «tú» tiene que ver con el duelo, pero también con ciertas lecturas: pienso en Samuel Beckett, con ese «tú» que escribe frases cortantes, que me influyó muchísimo durante mi adolescencia. El monólogo interior de Compañía, por ejemplo, del que aún no me he podido desprender. Y es que hay autores de los que uno jamás puede salir del todo. Me ocurrió durante mucho tiempo también con Thomas Bernhard, su tono obsesivo, sus repeticiones constantes… no encuentra uno la manera de quitárselo de encima.

© Belén Campillo

Volviendo a los diarios: Presente continuo, Diario de Ithaca (ambos de 2016) y Aquí y ahora (de 2019). Podríamos afirmar que todos se configuran, entre otras cosas, como el «reverso» de tus novelas: mientras vas redactando las novelas, vas escribiendo qué ocurre durante el proceso de elaboración de las mismas. Le brindas al lector curioso la posibilidad de entrar dentro de tu laboratorio de escritura creativa. Tanto es así que, si uno lee Aquí y ahora después de haber leído El dolor de los demás, podrá entender mejor esa novela o ver un final alternativo que no está en la obra de ficción. ¿Es inevitable para ti escribir a la misma vez la novela y el diario de la novela?

Bueno, creo que nada es inevitable pero sí necesario. Yo los entiendo como un modo de metabolizar escritura sobrante. Cuando inicias una novela, hay tal cantidad de posibilidades, de alternativas, de hipótesis y de cosas que no caben, que a veces sientes la necesidad de escribir para desahogarte, que necesitas una vía de escape de esa escritura que en la novela tiene que ser precisa y que en el diario puede ser azarosa, apresurada. El diario está escrito en un lenguaje desnudo e inmediato que trata de dar cuenta de cosas que están alrededor de la novela, mientras que en la novela uno tiene que calcular, medir, pulir cada palabra, cada frase, cada párrafo. Son géneros distintos y también tiempos distintos, aunque en ocasiones lleguen a contar las mismas cosas y solaparse, como ocurre por ejemplo en algunos pasajes de Aquí y ahora y El dolor de los demás.

Hay algo que llama la atención de tus diarios y es la ternura que provoca en el lector el enterarse del sufrimiento, del agobio, de las dudas atroces que el escritor tiene que experimentar y padecer antes de llegar a la versión final de la novela que va escribiendo a lo largo de los días y de los meses. Hay incluso cierto toque cómico: leyendo tus diarios, uno piensa en Buster Keaton, en alguien que se cae y que puede provocar incluso la carcajada del lector empático.

Sí, es totalmente cierto. En los diarios hay humor, y en algún caso ese humor puede generar la carcajada. Antes te referías al dolor y al agobio de la escritura. Yo hablaría más bien de angustia, porque el trabajo de la escritura es un trabajo solitario: lo que se está haciendo solo lo conoce uno mismo. El pintor te puede enseñar lo que está pintando; el escritor no, todo está en su cabeza, y los diarios son una manera de compartir esa angustia con el lector. La escritura del diario es también para mí una válvula de escape para compartir esa angustia con los demás.

[Mientras tanto, un joven se nos acerca para presentarse a Miguel Ángel y demostrarle todo el entusiasmo por sus novelas. Es un lector fiel que no ha podido evitar entrometerse en la charla y que, tras un saludo emocionado, nos permite proseguir con la entrevista; Miguel Ángel también lo saluda y le da las gracias por sus palabras de elogio]

Hay otro aspecto que engancha: en tus diarios habla un «yo» a través de un «tú», como comentábamos antes, y se trata también de una máscara. El lector no puede saber a ciencia cierta cuánto hay de verdad, cuánto de mentira, cuánto de manipulación de ambas. Y eso fascina y puede atrapar al lector. Nadie sabe a ciencia cierta dónde está la verdad, porque nadie te conoce de cerca, a lo mejor ni tus amistades más cercanas, a lo mejor ni tú mismo te conoces a fondo, y eso provoca cierta duda que enciende la curiosidad del lector. Creas a un personaje: compartes tus lecturas, tus series y tus películas favoritas, tus cuitas relacionadas con la burocracia del mundo académico.

Sí, es cierto. Todo lo que relato puede ser real, aunque está claro que filtro la realidad que comparto con el lector. Ese «yo» hace cosas diarias que no cuento porque las considero irrelevantes. Y sí, se trata de una voz, de la creación de una voz que tiene su estilo, su tono, su modo de decir; tanto es así que incluso cambia mi manera de teclear y mi postura cuando me siento frente al ordenador a escribir con ese tú cortante de los diarios o a responder correos electrónicos. No es el mismo yo, aunque, por supuesto, parta de un yo compartido. La voz construye al personaje. 

Uno se sitúa frente al teclado de una manera diferente para intentar meterse en la mente de un personaje, para intentar imitar la voz. Al fin y al cabo, escribir es siempre imitar voces

Como si las manos empezaran a teclear de una manera diferente según el caso y el contexto…

Sí, totalmente, hay una «ergonomía de la escritura» que modula al personaje. Esto ocurre también al trabajar con diálogos en la narrativa. Uno se sitúa frente al teclado de una manera diferente para intentar meterse en la mente de un personaje, para intentar imitar la voz. Al fin y al cabo, escribir es siempre imitar voces. 

Cambiando de tema, en todas tus novelas, desde Intento de escapada (de 2013) hasta El dolor de los demás (de 2018) pasando por El instante de peligro (de 2015 y finalista del Premio Herralde de Novela), la trama se desarrolla a través de la hibridación de palabras e imágenes: quien narra evoca obras de arte contemporáneo o de la Historia del Arte, dando explicaciones detalladas de lo que se ve en esa obra determinada. En otros casos, quien narra introduce en el mismo texto escrito los documentos visuales a los que hace referencia explícita (en El dolor de los demás, además de fotografías, hay recortes de periódicos e incluso fotogramas sacados de un telediario). Es algo que ocurre a menudo en el ámbito de la literatura contemporánea: casi no hay escritor que no recurra a esa técnica (en los años 90 lo hacían ya también Javier Marías y W. G. Sebald; antes, en los años 70, lo hacía Julio Cortázar en Último round, por poner algunos ejemplos emblemáticos). Según tu opinión de escritor y de experto de arte, ¿por qué hay tantas fotografías, tantos documentos visuales, dentro de las novelas contemporáneas?

La verdad es que no lo sé. Creo que es fácil técnicamente. La posibilidad técnica de poder hacerlo es ya un aliciente. Y luego creo que nuestra sociedad está particularmente vinculada con las imágenes. Las almacenamos, las compartimos, las utilizamos como forma de comunicación no traducible a otro medio. Y no se trata de la supuesta superioridad de las imágenes sobre las palabras –no es verdad eso de que «una imagen vale más que mil palabras»–, sino de otra forma de hablar y de elaborar mensajes. Hay cosas que las palabras dicen que las imágenes no pueden mostrar y, al revés, hay cosas que las imágenes muestran que las palabras no pueden llegar a contar. Entonces, en ocasiones, creo que los autores pensamos que esas imágenes insertadas pueden hacer algo al texto. Pueden, en primer lugar, ilustrarlo; esa sería la función que a mí menos me interesa, pues tiene que ver con un uso didáctico de la imagen para mostrar lo que ya has dicho con las palabras; en ese caso, sería una imagen sustituible. Me interesa más el uso de la imagen como contraste, como sucede por ejemplo en la obra de W. G. Sebald: allí las imágenes interrumpen, complican el texto, lo llevan a otro lugar, lo puntúan. Ese es el modo en el que trato de que aparezcan en mis libros. Por ejemplo, en El instante de peligro lo hago precisamente en ese sentido, para complicar la trama: ahí introduzco imágenes de obras de arte reales, pero atribuidas a Anna Morelli, un personaje de ficción que «crea» las obras «reales» de Tatiana Abellán, que es una artista que existe realmente. Volver más compleja la relación entre la realidad y la ficción: a eso contribuyen las imágenes introducidas. Se ancla lo que se está contando a la realidad; pero, al mismo tiempo, se lo retuerce, para crear un falso «efecto de realidad» que, más que clausurar el significado, lo disemina y lo confunde. 

Es el mismo esfuerzo de W. G. Sebald, de Javier Marías y de muchos otros escritores contemporáneos: hacer que lo ficticio esté anclado a lo real y siga pareciendo ficticio, de tal modo que es imposible decidir dónde acaba lo uno y donde empieza lo otro. De esa forma, se introduce la duda sobre todo lo que se está contando.

Eso es, y creo que «incertidumbre» es la palabra clave y el hilo común que une el uso de las imágenes en ese tipo de obras.

© Belén Campillo

Hablando de imágenes y de mirada, en Intento de escapada hay una frase que subrayé con lápiz: «El arte […] es una forma de saber mirar». Lo mismo se podría decir de la literatura. Quien lee mira el texto, mira el mundo a su alrededor y se mira a sí mismo de una forma nueva e inesperada. Y siguiendo con el problema de la «mirada»: en El instante de peligro se habla del amor en términos eróticos y, al mismo tiempo, visuales. Hay un fragmento muy lírico en el que Martín, el protagonista, se pregunta si Anna Morelli ha alcanzado o no un orgasmo. Resulta que para los hombres nos es imposible demostrar cuándo una mujer alcanza el clímax y si está fingiendo o no. Y luego aparece esta cita de Lacan: «Nunca me miras desde donde yo te veo». Y esta es la tragedia: cuando nos enamoramos de alguien, nunca ese alguien nos mira desde donde nosotros lo miramos. Las miradas no se ajustan nunca. Somos cambiantes. Y te pregunto: ¿es verdad que, además de mirar, como dice Martín en la novela, necesitamos que nos vean, que nos miren en profundidad? ¿O esa mirada es literalmente imposible? Me estoy acordando de unos versos de una canción de Franco Battiato donde se dice que «Es en ciertas miradas donde se entrevé el infinito».

Creo que en realidad el amor es un proceso de ajuste de miradas. Siempre son miradas inciertas. En Fragmentos de un discurso amoroso Barthes tiene una reflexión sobre la búsqueda de la mirada: ¿Ella lo sabrá? ¿Ella sentirá lo mismo que yo siento hacia ella? Ese ajuste es siempre imposible, desde el punto de vista lacaniano. Para Lacan, en realidad, esa mirada es imposible porque es imposible saber desde donde nos mira el otro. En el fondo, nunca pensamos desde donde estamos; pensamos desde el lenguaje y precisamente por eso nunca sabes del todo lo que deseas. Ese ya es un desajuste de partida: nunca sabes realmente qué tipo de deseo estás sintiendo hacia la otra persona. Y si uno mismo no lo sabe, cómo lo va a saber el otro. Según Lacan la única sincronización posible se produce en el accidente, la tyche, la explosión: el momento esquivo del placer máximo, la fugacidad de la felicidad, que uno solo reconoce cuando ha desaparecido, cuando ya no está, cuando es un pasado y no un presente. 

Es el tono de El instante de peligro, de elegía, de recuerdo de cuando uno fue feliz…

Sí, la frase de Walter Benjamin: «solo entendemos la felicidad en el aire que una vez respiramos»… que después también habla en sus tesis del kairós, el tiempo oportuno y la ocasión propicia, la necesidad de traer el pasado al presente, activarlo y encontrar los modos de salir de esa idea –la de quedarse anclado en el aire respirado– que puede llegar a ser inmovilista. 

Creo que el cuerpo es el medio de conocimiento principal que tenemos: no pensamos de forma descorporalizada, pensamos dentro de un cuerpo. Es nuestra medida de las cosas, nuestro patrón de relación con el mundo y con las ideas. Pensamos corporalmente

Hablando de Walter Benjamin y de El instante de peligro, cada uno de sus capítulos se introduce a través de una cita sacada de las Tesis sobre la filosofía de la historia. Me gustaría preguntarte por qué para ti es tan importante este autor a mitad de camino entre el filósofo, el escritor, el sociólogo, el crítico de arte y el crítico literario.

Es una figura muy atractiva para un autor como yo, que precisamente se encuentra a mitad de camino entre el mundo académico, la literatura, el crítico cultural, el crítico de arte atraído por lo nuevo, pero también por lo viejo, alguien que no está a gusto en ningún lugar y que, sin embargo, quisiera estar en todos los lugares, alguien siempre desajustado con su contexto. Su figura me atrajo en primer lugar por lo contemporáneo de su escritura: el uso del fragmento, la reflexión filosófica en el límite de lo lírico, la poesía, y luego su reflexión sobre el pasado y la presencia del pasado en el presente. En realidad, fue una lectura tardía: lo leí por primera vez en la Universidad, pero no caló en mí; llegué más tarde. Fue en 2010, en una estancia en Williamstown, donde está ambientado El instante de peligro, donde Benjamin me deslumbró. Allí lo sentí como una presencia real, casi como si me estuviera susurrando al oído. 

Pasemos al tema de los cuerpos. En todas tus obras, pero también en tus diarios, el cuerpo ocupa el primer plano: en Intento de escapada el artista contemporáneo es quien manipula los cuerpos en un sentido extremista, hay que asustar al espectador, involucrarlo carnalmente; en El instante de peligro el cuerpo se analiza desde el punto de vista de la teoría estética, pero también desde el del sexo y del amor; en El dolor de los demás es el cuerpo mismo del narrador que rememora una parte traumática de su pasado el campo de batalla del sufrimiento y, al mismo tiempo, de la reflexión; en tus diarios uno lee constantemente tus achaques físicos o se entera de tus resacas, de tus migrañas, de lo físicamente duro que es escribir; en El don de la siesta el cuerpo que rompe el ritmo del sistema consumista y que se desconecta temporalmente del mundo físico es el punto de partida para reflexionar sobre nuestra manera de relacionarnos con el tiempo, con la tecnología, con nuestro propio hogar. ¿Es el cuerpo un elemento que nos permite desentrañar lo que hay detrás? ¿O dentro?

Sí, creo que el cuerpo es el medio de conocimiento principal que tenemos: no pensamos de forma descorporalizada, pensamos dentro de un cuerpo. Es nuestra medida de las cosas, nuestro patrón de relación con el mundo y con las ideas. Pensamos corporalmente. Es algo que me interesó desde un principio como investigador (el estudio del body art y los usos del cuerpo en el arte) y también que me atrae tremendamente como narrador. En todo momento, trato de hacer que lo que cuento sea táctil, que el peso de lo que se relata sea físico y que los personajes sean conscientes de su cuerpo, un cuerpo que muchas veces es visto como barrera. Intento mostrar un mundo de cuerpos pesados e inevitables. Cuerpos reales, en un momento en el que el cuerpo, paradójicamente, se vuelve virtual o tiende a la desmaterialización. Es curioso, porque supuestamente nuestra sociedad es la del culto al cuerpo, pero siempre desde un punto de vista estético: se oculta la enfermedad, la muerte, el cadáver, la corporeidad de cuerpos que no entran dentro del canon y la norma. El cuerpo del espectáculo (cuerpo-imagen) es un cuerpo perfecto que no existe, pero que la sociedad se empeña en proponernos como ideal. En consecuencia, nunca vivimos en una relación pacífica con nuestro cuerpo, porque es imposible ajustarse a un cuerpo-imagen o un ideal del cuerpo. Por esa razón el cuerpo es siempre un campo de batalla, y presentar esa batalla constante es algo que me interesa mostrar en todo lo que hago.

En El instante de peligro hay un fragmento en el que Martín, profesor de Historia del Arte, nos confiesa abiertamente que se excita mirando el Facebook de algunas de sus alumnas pero, de nuevo, también en esta escena se nota cómo el narrador quiere trasladarnos la idea del cuerpo no solo como icono o como avatar, sino como algo tangible: a través de esas fotos, Martín tiene la sensación de poder entrar dentro de las habitaciones de esas chicas, oler, tocar, y no solo se basa en la vista o en la visualidad para su excitación personal.

Si lo pensamos bien, todo tiempo es anacrónico. No existe un pasado puro, así como no existe un presente puro. A mí siempre me ha interesado y obsesionado ver cómo ese pasado impuro siempre está actuando en el presente

Es cierto y esto tiene que ver con otra obsesión de nuestra sociedad actual: el mito del voyeur, de mirar sin ser vistos, de espiar por el ojo de la cerradura y encontrar ahí el objeto del deseo, como decía Freud y como mostraron también los surrealistas. Somos todos un poco voyeurs de los demás. Entrar virtualmente en las casas ajenas a través de las imágenes produce placer, y eso es tremendamente perverso. Lo que hace Martín tiene que ver con esa perversión, pero también con el ansia de mostrar los demás elementos del cuerpo. Espacios de una intimidad que uno ha decidido hacer pública. Esa intimidad compartida en las redes sociales que provoca un placer en quien mira, pero también en quien se expone. Ya no vale con experimentar el mundo (incluso el más íntimo y privado), sino que parece necesario mostrarlo: para que todo tenga sentido o parezca real necesitas que te vean, que vean lo que comes, lo que lees, lo que vistes, tu ropa interior o tus tatuajes.

Eso es algo que podría dar lugar a un debate global que atañe la filosofía, la literatura, la psicología, la sociología… además de poder convertirse en una temática para las obras de ficción. En una novela corta de El silencio y los crujidos de Jon Bilbao se habla de cómo todo el mundo puede convertirse en el voyeur de todo el mundo a través de la tecnología y manipular las imágenes de los demás para su disfrute sexual personal. Pero volviendo a tu obra, otro tema que aparece a menudo en todas tus novelas es el del mal, como sinónimo de crueldad, de hipocresía, de violencia: desde Intento de escapada hasta El dolor de los demás, es un hilo común y constante. Y hablando del mal, hay una herida que sigue abierta en la sociedad española del siglo XXI y que atañe la guerra civil y vuestro pasado reciente relacionado con la dictadura franquista. Sin entrar en el debate sobre la Ley de la memoria histórica y la necesidad (o la posibilidad) de sanar y resolver esos nudos relacionados con la historia de España, ¿crees que el escritor de ficción puede ayudarnos a entender mejor esa herida?

© Belén Campillo

Sí, creo que sí. La ficción nos ayuda a entender el presente y el pasado, pero la ficción «compleja», no la «panfletaria». La ficción que trata de ahondar en todos los claroscuros, lo no dicho, lo complejo…

Lo infraleve…

Lo infraleve, sí, lo que no solo atañe a la política, sino también a lo personal, lo subjetivo. Y no se trata de llevar el conflicto solo a los afectos, al conflicto interior, como podría suceder con eso que David Becerra ha llamado «la novela de la no-ideología». También hay que analizar lo político, que no ha llegado a ser narrado de forma compleja. Parece como si el que se atreve a hablar de ese conflicto desde el punto de vista político esté obligado a posicionarse de un bando o de otro. Eso crea una literatura politizada –más en el sentido de la política que de lo político–. Tampoco la posición equidistante es mejor: ese intento de repartir culpa y responsabilidades entre los bandos. En realidad, el problema, y lo interesante, es que estamos ante una herida todavía abierta que muchos se empeñan en cerrar. Y quizás no corresponda a la literatura cerrar heridas, sino todo lo contrario: hacer siempre más sangre, contrarrestar la ilusión de esa distancia histórica que marca la superación del trauma. Hay que mantener abiertas las heridas; ya se encarga la política de homogeneizar los conflictos o acallarlos.

Hablando de conflictos o de heridas que no se cierran, hay un capítulo de El dolor de los demás en el que hablas de Belchite, un lugar de la memoria en el que se llevaron a cabo matanzas y ejecuciones capitales durante la guerra civil. En ese capítulo hay un fragmento en el que citas una obra de arte contemporáneo de alguien que va a Belchite y empieza a sacar fotos del set que Terry Gilliam utilizó para su famosa película Las aventuras del Barón de Munchausen (1988). Ahí el narrador reflexiona sobre el abismo temporal que se abre cuando se solapan: la época de la guerra civil española; el siglo XVIII en el que se narran las aventuras del protagonista de la película; la fecha en la que Terry Gilliam rueda la película; el presente de quien contempla los restos del set cinematográfico. El tiempo se desmiembra en múltiples estratos diferentes pero concentrados en el mismo espacio. ¿Por qué te fascina tanto esta temática temporal?

Yo creo que tiene que ver con la lectura de Benjamin: el tiempo entendido como «constelación». Cuando miramos al cielo, generamos imágenes con las luces de estrellas que pertenecen a tiempos diferentes, que siguen luciendo ahora, en nuestro presente, pero que pertenecen al pasado, a tiempos lejanos, incluso desaparecidos, y a espacios diferentes pero que actúan en lo que estamos observando. En Belchite ocurre eso: la superposición de estratos de tiempo genera una experiencia particular en la que se superponen diferentes niveles de tiempo en el presente del observador. Ahí hay una experiencia que no es ni puede ser puramente presente, sino que es múltiple, como decía Reinhart Koselleck. Hay una gramática del tiempo que hace que toda experiencia temporal sea compleja o, como dice George Didi-Huberman, anacrónica. Si lo pensamos bien, todo tiempo es anacrónico. No existe un pasado puro, así como no existe un presente puro. A mí siempre me ha interesado y obsesionado ver cómo ese pasado impuro siempre está actuando en el presente. A veces lo pienso –y creo que esto no lo he dicho nunca–, pero creo que mi visión del tiempo también depende de mi afición a la meditación, que ya no practico, pero que practiqué de forma asidua siendo adolescente. En mi adolescencia leí bastante acerca de la idea del tiempo oriental, esa intuición de que pasado, presente y futuro están sucediendo ahora, el flujo vertical del tiempo, la posibilidad de percibirlo todo condensado en un instante. Es algo que también está presente en Benjamin cuando habla de kairós, del tiempo oportuno. El «tiempo-ahora», lo que él llama Jetztzeit, y que tiene que ver con la condensación de todos los tiempos en un instante fugaz, siempre a punto de desaparecer. 

Nos vamos acercando a la conclusión. Podemos decir que, en el fondo, todas tus obras intentan investigar el lado oscuro, las zonas de sombra, los matices que hacen daño o que provocan una punzada de melancolía en quien rememora y narra y en quien lee. ¿Habrá alguna vez un Miguel Ángel narrador cómico o satírico? Lo digo porque en algunas páginas de tus diarios sale una voz muy a lo Buster Keaton, o a lo Woody Allen, de alguien que se cae, que se tropieza, pero que vuelve a levantarse, que se queja de sus achaques, pero que luego consigue salir del paso y, al mismo tiempo, consigue arrancarle más de una sonrisa, o incluso una risa al lector. ¿Aprovecharás algún día esa vena cómico-humorística en tus novelas?

No lo sé. Es cierto que en los diarios llego en ocasiones a presentar una caricatura de mí mismo, sobre todo en Diario de Ithaca, la historia de alguien que no sabe hablar bien inglés, que trabaja en una universidad americana de prestigio y que no cesa de provocar situaciones hilarantes. Me cuesta llevar esa voz a la narrativa «seria». No sé si algún día sabré hacerlo o si se mantendrá ahí, en los diarios, como memoria de lo patoso que a veces soy. Por otro lado, es cierto que más de un lector me ha hecho notar que en Intento de escapada hay dos o tres momentos que, dentro de la tragedia, pueden llegar a ser cómicos: la escena de los inmigrantes que se meten dentro del coche, la escena de la fiesta de la facultad; escenas parecidas también aparecen en El instante de peligro. Sobre todo, hay personajes que, si no cómicos, sí rozan lo caricaturesco. En Intento de escapada está Navarro, ese profesor borracho al que le gustan las alumnas; en El instante de peligro está Dominique, un intelectual francés, pedante y pesado; y en El dolor de los demás está Garre, un tipo bromista, soez y vulgar, capaz de provocar la sonrisa al lector. Podrían funcionar dentro de una comedia, aunque aparecen dentro de una tragedia. También en la novela que estoy escribiendo aparece un personaje que encarna esa vena algo humorística y que atenúa la gravedad de lo que se cuenta. Supongo que siempre necesito esa contrapartida, esa vía de escape de lo terrible.

© Enrique Martínez Bueso

Última pregunta: ¿hacia dónde va la literatura contemporánea, no solo la española? ¿Y de qué habla la novela en la que estás trabajando ahora, si puedes adelantarnos algo?

Bueno, hacia dónde va, no lo sé bien. Es cierto que hay ya una literatura pandémica o que habla de la pandemia, una literatura que refleja los cambios que ya están produciéndose en la percepción del mundo. Hay una literatura anecdótica que relata el confinamiento y lo que acabamos de vivir; esa literatura no me interesa mucho, no me hace falta revivir ciertos eventos a través de la ficción. Tal vez dentro de unos años podrá relatarse lo ocurrido en estos tiempos con una nueva óptica. Pero lo que sí es seguro que es que surgirá una literatura que incorporará la experiencia de todo aquello que se está poniendo de manifiesto en estos días: la fragilidad de nuestro cuerpo, de nuestros lazos familiares, nuestra aceptación de lo que la política nos ha impuesto, la relación con las tecnologías y los hogares… Llegará o está por venir ese tipo de literatura distópica. No sé lo que pasará con la no ficción o con la autoficción. Creo que estamos en un momento en el que la no ficción parece haberle ganado el partido a la ficción. Incluso en las series es posible encontrar una suerte de «hambre de realidad», el documental es un género en auge. El punto es que lo que nos está sucediendo en el mundo real parece tan de ficción que hace que uno se replantee incluso las bases de lo verosímil, lo imaginable y lo posible. En mi caso particular, y desconozco exactamente la razón, después de un tiempo centrado en la lectura de no-ficción (y en un escepticismo grande ante cualquier historia imaginada), he vuelto a sentir la imperiosa necesidad de leer ficción, de entregarme a mundos posibles e imaginados. Y como autor, siento también esa necesidad. Me resulta difícil narrar lo inmediato y necesito imaginar historias que, aunque tengan alguna base real, me alejen de lo sucedido y me permitan no solo constatar lo existente sino también tratar de enmendarlo. En este sentido, mi última novela se aleja de la autoficción y lo real y pretende simplemente contar una historia. Una novela «clásica», con personajes, tramas, exposición, nudo y desenlace. Necesitaba también escribir algo así, entre otras cosas también para salir del mundo de El dolor de los demás, que no es solo una novela, también es mi vida. Lo curioso es que, ahora que estoy en proceso de revisión del manuscrito y veo la historia con distancia, me doy cuenta de que no me he alejado tanto de El dolor de los demás y que en realidad he regresado a los mismos temas que me obsesionan: la fotografía, la muerte, la pérdida. Es curioso cómo uno siempre vuelve a sus obsesiones. Y también es paradójico que, en realidad, esta novela sea la primera historia que empecé a escribir y que en su momento no supe afrontar. He tenido que pasar por tres novelas antes de poder llegar a escribir esta última. Y, sin embargo, ahí estaba ya condensado todo lo que he escrito después. Está claro que las cosas se hacen posibles y llegan cuando tienen que llegar. Ni antes, ni después. 

Es lo mismo que le ocurre al lector: hay libros que uno no puede leer en un determinado momento de su vida y a los que luego vuelve y conecta de forma casi inmediata.

Eso es. Igual para la escritura: hay libros que no podemos escribir y hay libros que no podemos leer según en qué circunstancia de nuestra vida estemos inmersos. También esto, como todo, es cuestión de tiempo.

Y yo me alegro, sinceramente, de que tras tres novelas y tres diarios y tantos años hayas conseguido llegar a esa novela que te habría gustado escribir como tu opera prima en su día.

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