Coordinado por Valerie Miles

©Nina Subin y ©Carlos Gil

VALERIE MILES

Exploramos con Munir Hachemi, hispano-argelino, y Cristian Crusat, hispano-neerlandés, el fenómeno de las identidades partidas y cómo esta condición ha influido en sus poéticas. ¿Ha terciado en el impulso de ser escritor el extrañamiento, el ser diferente a los demás en los entornos escolares, familiares, sociales? ¿Se convierte la literatura en un lugar de refugio? Quizás lo entendemos utópicamente como una condición enriquecedora, cuando en realidad es más bien una condición sofocante: a veces es más fácil tener una sola mirada, un claro camino, en vez de dos, que pueden entrar en conflicto. A veces tener certezas –lo único– es más fácil que tener dudas –lo variado y variable.


Es propio de mi padre contar las cosas así, con vericuetos, en cierta deriva expectante y con muy poco respeto por la verdad de los hechos. Y quizá sí he heredado eso, y quizá por eso siempre he leído más literatura latinoamericana, especialmente del Cono Sur y sobre todo rioplatense, que española, y por eso me entregué a la fatalidad de doctorarme con una tesis sobre Borges

MUNIR HACHEMI

Yo tengo el recuerdo muy vívido de cómo el 11 de septiembre de 2001 me convertí en «el otro» en el colegio -tenía 12 años- cuando un niño me empezó a repetir que mi padre era un terrorista y todos los demás -también la profesora- callaron. Es fuerte tomar conciencia de repente de que no eres uno más, como creías. También recuerdo que los vecinos del bloque donde vivíamos empezaron a mirar a mi padre con miedo. Antes de publicar Cosas vivas yo habría dicho que, literariamente, el mestizaje no me ha influido para nada. Sistemáticamente se me somete a una ristra de nombres que desconozco, porque yo casi no he leído literatura árabe (algo de literatura magrebí, pero aun así poca), o de filiaciones como la de Goytisolo por el hecho de que vivió y murió en Marrakech. Si ser un «escritor árabe» consiste en frecuentar ciertos procedimientos, sin duda Goytisolo lo era más de lo que soy yo. 

Por otra parte, me he preguntado varias veces hasta qué punto no me habrá influido mi mitad magrebí de formas menos evidentes. En mi familia paterna y en general en Argelia y me atrevería a decir que en el Magreb, hay otras formas de narrar. Formas cotidianas, digamos ‘no literarias’, en las que las historias no se tasan por lo que son capaces de contar sino en el mero hecho de contar algo, o tal vez por cómo lo cuentan, cómo suspenden el tiempo. Quizá pertenece más a los espacios donde los códigos del capitalismo aún no imperan con tanta rotundidad, ¿no? Sea como sea, es propio de mi padre contar las cosas así, con vericuetos, en cierta deriva expectante y con muy poco respeto por la verdad de los hechos. Y quizá sí he heredado eso, y quizá por eso siempre he leído más literatura latinoamericana, especialmente del Cono Sur y sobre todo rioplatense, que española, y por eso me entregué a la fatalidad de doctorarme con una tesis sobre Borges. 

El prejuicio le atribuiría más naturalidad a que tú, Cristián, hayas trabajado Sebald que a que yo haya trabajado Borges, ¿no? El del norte mira al norte, pero el del sur ¿a dónde mira? ¿Al más septentrional de los autores sudamericanos? ¿O al otro Borges, al que afirmaba que no hay camellos en el Corán y que ser Argentino consiste en soñar, a la europea, una muerte argentina?

Te mando un abrazo desde el frío invierno pequinés hacia el frío invierno europeo.

CRISTIAN CRUSAT

En mi caso, soy hijo de catalán y de holandesa. Nací en el sur. Cada mañana veía alzarse el relieve de la costa norteafricana al otro lado del mar, entre la bruma. Y así, desde el principio, los lazos afectivos con Cataluña y Holanda introdujeron en mi vida la sensación de que estaban ocurriendo cosas en otro lugar, en esos lugares con los que me vinculaba y que yo no entendía a cabalidad; que la identidad se configura como un espacio de disipación e interferencias (lingüísticas, telefónicas, mentales…). Por eso creo que trato de encajar o idear nexos entre dos o más motivos o imágenes significativas, al tiempo que aspiro a revelar un espacio más que una historia. 

Mi mirada, ahora que lo pienso, y gracias a tus reflexiones, se dirigió en consecuencia muy pronto hacia el norte, deduzco, pero desde una sensibilidad netamente mediterránea (tal vez ella misma una mezcla de pereza y fatalidad). Pero si cuando viví en el sur fui siempre un precipitado de facetas foráneas (entre ellas las asociadas al guiri), cuando al final de la veintena me instalé en Ámsterdam, descubrí que tampoco era exactamente un neerlandés, o que no se me solía reconocer como tal. Por el camino, mientras vivía en Francia, resultó que, en una estación de tren francesa, por la razón que fuera, cobraba el aspecto de un rumano para los autóctonos. En Zagreb, de noche, alguien afirmó que yo era judío. En Estados Unidos, dejé de ser blanco. Mi piel cambió de color, según parece, en cuanto me bajé del avión. Con todo esto queda claro que la identidad es un problema, fundamentalmente, para el observador, para quien necesita mantenerla a raya, o defenderla. Y que el desplazamiento y el viaje siempre potencian estos fenómenos. 

Por motivos que son tristes y obvios, a pesar de mi deseo de hacer una estancia doctoral en Buenos Aires, pensé que debía irme a alguna de esas universidades que puntúan alto: Columbia, Princeton, UCLA. Fue justo cuando Donald Trump promulgó su famoso ban [veto] contra las personas de varios países árabes. Ahí empezaron las dudas: hacer una estancia allí ya es de por sí difícil; si le añades una política racista se vuelve, si no imposible, indeseable, además de -esto es personal- una forma de complicidad

Recuerdo que en Tristes trópicos Claude Lévi-Strauss afirma que cualquier viaje se inscribe simultánea y forzosamente en el espacio, el tiempo y la jerarquía social. Probablemente, Munir, nuestra experiencia partida nos ha hecho sensibles a estos vaivenes, tensiones e imágenes, y a mí me ha convencido de que la biografía es una forma pasajera y mudable. Tras un lustro en el norte de Europa, viví dos años en el sur de Marruecos. Agradecí mucho esa vuelta al sur, pues no la llevé a cabo como español, sino más bien desde mi faceta neerlandesa. Encontré en el sur marroquí una auténtica frontera invisible, así como una mayor comprensión de lo mediterráneo. Mi libro Sujeto elíptico es el resultado de ese extrañamiento interior, muy íntimo. En suma: como dice en algún lugar Olvido García Valdés, la identidad resulta algo provisional y no consiste tanto «en una forma de ser como en un modo de situarse, una posición en el flujo de relaciones que establezco». Nuestra posición es, desde este punto de vista, doble, anfibia, partida, y acaso potencie –tense– las alteraciones en esos flujos de relaciones. De esa escisión y de esa discordancia, así como de la conciencia de la identidad como agregación, de uno mismo como cierta multitud de posibilidades, nace seguramente el impulso literario. 

No sé qué pensarás de todo esto, Munir. Antonio Tabucchi dijo que tener dos patrias es como tener cuatro ojos, y en la India o China, sentía disiparse su italianidad en favor de un sentimiento europeo. ¿Te ha pasado algo así en China, Munir? 

MUNIR HACHEMI

Estamos ya casi de exámenes finales aquí, en la Universidad de Pekín. Me gustó leer tu correo hace dos días e ir reflexionando sobre lo que me decías durante los paseos pequineses, madurando la respuesta. Quizá yo empecé pensando en las diferencias entre nuestras posiciones en el mundo, y me gusta que tú hayas traído a colación las concomitancias. Me encuentro en tus reflexiones, en ese vaivén constante que planteas. No sé qué sea la identidad, pero tengo claro que si la queremos pensar hemos de hacerlo desde lo exterior y desde lo contingente (quizá también desde lo fortuito). Me preocupa -y me interesa saber si a ti también- que se interpreten mis lecturas, mis ideas, mi escritura y mi canon personal como una suerte de fatalidad por el origen doble (casi que en tu caso podríamos decir triple). Hay una parte de mí que se niega a que todas mis decisiones se lean desde ahí y reclama, si me permites una expresión rara, el derecho a la mediocridad.

Cuando llegué a Granada en 2014, yo arrastraba del tiempo que pasé en Argentina la costumbre de llevar a todas partes un mate, yerba y un termo con agua caliente. Uno de los primeros días que hablamos, Ana Gallego Cuiñas, que después sería mi directora de tesis, me preguntó por mi nombre y le dije que mi padre era argelino. Tuvieron que pasar años, no sé si dos o tres, para que un día ella, que ya era una amiga, me interrumpiera, sorprendida, y me dijera «¿argelino? Yo siempre pensé que tu padre era argentino». Coincidimos en que la identidad es antes una frontera móvil que una línea de quiebre. Al mismo tiempo, creo que esa frontera nos viene, en cierta medida, impuesta. Compartí contigo una de las ocasiones en las que me di cuenta de que yo era moro o, al menos, medio. En tu respuesta me hablabas de cuando visitaste Estados Unidos y del modo en que allí te convertiste automáticamente en un latino, así, pronunciado con acento inglés, ¿no? Por motivos que son tristes y obvios, a pesar de mi deseo de hacer una estancia doctoral en Buenos Aires, pensé que debía irme a alguna de esas universidades que puntúan alto: Columbia, Princeton, UCLA. Fue justo cuando Donald Trump promulgó su famoso ban [veto] contra las personas de varios países árabes. Ahí empezaron las dudas: hacer una estancia allí ya es de por sí difícil; si le añades una política racista se vuelve, si no imposible, indeseable, además de -esto es personal- una forma de complicidad. Preguntaba, escuchaba historias, y finalmente decidí no ir, conque yo nunca he estado en Estados Unidos. Dice algo sobre en qué medida uno no sólo va a donde quiere sino también a donde puede, sobre en qué medida nuestra identidad nos recorta el mundo. Hay otra historia, más breve y algo cómica. Un día una amiga me envió un WhatsApp diciéndome que en una gran cadena de librerías me habían colocado en los estantes de autores extranjeros. 

Perdóname el largo inciso plagado de historias personales y permíteme que vuelva a la literatura. Escribía Bolaño en «El gaucho insufrible» que el problema de Argentina es el problema de la madrastra; hay lugares donde hasta el más snob es, a su pesar, mestizo. Estoy enseñando, precisamente, ese texto y sus intertextualidades con «El Sur» de Borges. Aunque pueda parecer contradictorio, en Borges encuentro una reflexión poderosa sobre la identidad múltiple. Me parece que «El Sur» no es sino una complejísima puesta en escena de una idea muy borgiana que Fresán retomaría en una frase, que el lugar más argentino de todos es el extranjero. Me alegra mucho que a mis alumnos, chinos nacidos en el siglo XXI que utilizan iPhones, escuchan K-Pop y se preguntan por sus propias identidades, estas cuestiones les interesen tanto como a mí y, creo, a ti.

CRISTIAN CRUSAT

Muchas gracias de nuevo por tus reflexiones, que logran ensanchar el horizonte de nuestro diálogo. Pensé en Alfonso Reyes, en su proemio Retratos reales e imaginarios, en el que propone a los amigos mexicanos: «Sacad razones de amistad de vuestras diferencias como de vuestras semejanzas. Mañana caeremos en los brazos del tiempo. Opongamos, a la fuerza obscura, la muralla igual de voluntades». Este asunto de la identidad que venimos trajinando, amigo Munir, sumado a las palabras de Reyes, se entreteje con el «doble linaje» al que te refieres, un linaje manchado e inconcreto que tantas veces nos ha definido involuntaria y fortuitamente, empezando por nuestros propios nombres: impronunciables, extraños, diferentes. ¿Cuántas veces no has deletreado tu nombre, tu apellido? No fui consciente de lo que encerraba verdaderamente mi nombre y mi apellido catalán (cruzado) hasta que me vi contestando una serie de preguntas de carácter muy personal ante un par de inspectores en un despacho de una comisaría marroquí. Me sobrecogió todo lo que ese nombre podía decir de mí, sobre todo porque nunca había sido consciente de eso, tan ajeno me resultaba, tan inconcebible. Y ahí estaba de repente, grabado a fuego en mi nombre, en mi ser social; allí, precisamente…

Volviendo al doble linaje, este –creo– consolidó mi natural inclinación comparatista, de manera singular en relación con el fenómeno literario. Lo uno y lo diverso. El espejo y la fuente. Encuentro aquí una nueva convergencia entre nosotros, ya que mis principales intereses comparatistas se han centrado en distintas relaciones entre autores en lengua francesa y autores en lengua española del Cono Sur. Esa amplia constelación de autores es muy rica, además, en fugas, desplazamientos, transculturaciones, sátiras nacionalistas e, incluso, una higiénica revisión de la postura de los antiguos filósofos cínicos ante la marcha y el exilio (y, por ende, la identidad): grosso modo, se alza entonces un significativo vínculo, por así decir, entre Bolaño y Diógenes de Sínope (al que, cuando se le recordó que los sinopenses lo habían condenado al destierro, replicó que él a su vez los condenaba a ellos a algo mucho peor, es decir, a permanecer para siempre en aquella ciudad). A propósito, me viene a la mente un pecio de Sánchez Ferlosio: «¿De verdad que tiene usted raíces? ¿Y qué se siente? ¿No es desagradable?». 

Todo esto formó parte de mi libro Sujeto elíptico, durante una época en la que dejé de comprender muchas cosas, lo que implica en muchos sentidos desaparecer y ausentarse. Aunque, ahora que lo pienso, ese libro podría ser tanto un libro marroquí como un libro holandés… En mi caso, las imbricaciones entre lo político y lo literario surgen en relación con los cambiantes espacios que habitamos y que nos determinan, sobre todo en los cuentos de Breve teoría del viaje y el desierto (2011)

La literatura, en mi opinión, comunica esencialmente una forma de sentir. ¿Cómo siente, de qué escribe un hispano-argelino que lee literatura hispanoamericana y vive en Pekín? A mí también me han colocado en los estantes de literatura extranjera… Al final, periféricos o de pura cepa, todos los autores se ven sometidos a ese tráfico de imágenes, y algunos de ellos desarrollaron estrategias para sobrevivir en medio de ese tráfico. Una vez llegué a la conclusión de que el concepto de literatura nacional es como un yogur caducado en el festín de la cultura, una especie de producto que aún puede (y debe, aconsejan algunas organizaciones) ser consumido preferentemente.

Y no puedo evitar preguntarte qué te preocupa ahora y cómo lo incorporas a lo que escribes desde tu circunstancia actual. Un fuerte abrazo.

MUNIR HACHEMI

Muchas gracias por tu correo y las referencias que has traído a esta conversación. Tienes razón en lo del nombre; no pocas veces han ensayado, al llamarme, extrañas variaciones del mío. Cargo, además, con otro nombre que casi nunca utilizo: Antonio. Miento; en realidad lo he utilizado, de forma cobarde, para buscar piso, para comprar en alguna plataforma de internet, para disfrazarme de algo que inevitablemente soy, es decir, de español. Muchas veces he pensado que mi Emilio Renzi (el otro nombre y el otro apellido de Ricardo Piglia) sería un Antonio Guerrero que probablemente nunca utilizaré, aunque me he preguntado a menudo cómo escribiría ese alter ego.

Pero basta de anécdotas personales, ya te infligí suficientes en mi último correo y tú me has respondido, generosamente, con las palabras de otros. Te confieso que te he leído con cierta envidia. No me refiero a tu respuesta sino a la bibliografía, que me hace pensar que tú has permanecido conectado a tu otra lengua, mientras que yo sólo tengo un dialecto bastardo. Quiero decir no aprendí una lengua sino media o quizá dos o tres. Por supuesto, sé que toda lengua es fruto del encuentro y de la violencia y que tu holandés no es menos bastardo, en términos analíticos, que mi darija, hecha de retazos del francés, del árabe y del tamazight. Pero lo cierto es que la mía no traía consigo una cultura letrada, no hablo, leo ni escribo apenas árabe clásico y sólo puedo leer a autores argelinos que escriben en francés o que han sido traducidos. Y te preguntarás por qué me he dedicado a aprender inglés, mandarín o catalán en lugar de abordar ese otro idioma que me ha sido escamoteado, por qué doy vueltas en círculos alrededor del árabe en lugar de aprenderlo de una vez, cuando -como me han recordado en más de una ocasión- para mí sería tan fácil. Y lo cierto es que no tengo una respuesta: quizá para mí esa lengua no es nada fuera del uso que se le da, de un encuentro familiar o de un viaje. Toda lengua puede ser objeto de abstracción, pero entonces deja de ser, en alguna medida, ella misma. Soy capaz de aprender mandarín de un libro; no tengo claro que pudiera hacer lo mismo con el árabe. 

El párrafo anterior parece un rodeo, pero en realidad tiene mucho que ver con lo que me dices, y que me hace pensar que entre nosotros existe algo que no llamaría desacuerdo sino quizá diferencia de perspectiva. Porque hay tanta verdad en afirmar que lo nacional ya no opera con la fuerza con que lo hacía hace, digamos, cuarenta años como en decir que lo nacional sigue vivo, quizá agonizando, pero vivo al fin y al cabo y por lo tanto con la capacidad de resurgir. Me parece que las dos frases dicen lo mismo, pero una mirada prefiere la euforia de la utopía posnacional y otra certifica, quizá con cierta pena, que esa utopía (si es que lo es, y ese sería otro debate) aún está por alcanzarse. 

Me has preguntado qué es lo que me preocupa ahora y te responderé que es -y siempre ha sido- la posibilidad y los modos en que lo político interviene, quizá irrumpe, en lo literario. El otro día discutía con una alumna sobre si lo político es ético o lo ético es político y ahora, mientras te escribo, pienso que tal vez no sean sino dos capas de un fluido que se mueve a diferentes velocidades. Me preocupa lo que la literatura tiene de político en un sentido ético, es decir en qué medida es política la literatura que no se presenta como tal. Mi anterior novela apuesta a la idea de que en la forma y en la lógica de lo narrado (lógica policial, romántica, épica, fantástica…) hay algo político que debe ser desentrañado. La que estoy por terminar apuesta todo a que la literatura, sea lo que sea, tiene algo que decir, o una forma de decirlo, que le está vedada a los otros discursos, a la ciencia, al periodismo o a la filosofía. 

El hispano-argelino quiere saber, querido Cristian, qué te preocupa a ti, y si algo de lo que digo resuena en tus inquietudes.

M.

CRISTIAN CRUSAT

La charla me está resultando muy estimulante, pues al mismo tiempo que surgen esas simpatías y diferencias se abre paso una creciente intimidad. Me ha asombrado el dato que refieres sobre tu segundo nombre, porque es un caso idéntico al mío. ¿No te parece que nuestros segundos nombres respondían a cierta voluntad normalizadora por parte de nuestros padres? No sé, es como si, una vez consumado el mejunje de apellidos y consonantes impronunciables, hubieran decidido lanzar un ligerísimo salvavidas cultural e identitario.

Por lo demás, me temo que las bibliografías siempre fingen coherencia y continuidad en mitad de la montonera de hechos. No hubo tal conexión duradera con mi otra lengua, lamentablemente. En realidad, mi tiempo en Holanda significó un rastreo, una manera de reincorporar aquello otro que, pese a constituirme tan profundamente, estaba a pique de diluirse. Allí, por casualidad, trabé conocimiento con Fouad Laroui, lo cual traigo a colación por esa vibrante darija a la que te refieres, pues el azar me llevó después a Marruecos y me hizo leer con gran interés un libro de Laroui titulado, significativamente, Le drame linguistique marocain. En él se profundiza en un fenómeno al que has aludido: entre la lengua clásica, un puñado de dialectos, la lengua del ex-colonizador y aun aquellas otras con las que no mantiene ningún tipo de vínculo local, el escritor marroquí no sabe verdaderamente dónde está, ni tampoco quién es (y aquí yo eliminaría el gentilicio: el escritor –a secas– no sabe verdaderamente dónde está, ni tampoco quién es). Para algunos escritores amazigh el árabe es una lengua tan extranjera como el francés, por ejemplo. Todo esto formó parte de mi libro Sujeto elíptico, durante una época en la que dejé de comprender muchas cosas, lo que implica en muchos sentidos desaparecer y ausentarse. Aunque, ahora que lo pienso, ese libro podría ser tanto un libro marroquí como un libro holandés… En mi caso, las imbricaciones entre lo político y lo literario surgen en relación con los cambiantes espacios que habitamos y que nos determinan, sobre todo en los cuentos de Breve teoría del viaje y el desierto (2011). 

Tal vez estemos llegando al final de la correspondencia a la que tan acertadamente nos ha invitado Valerie. En todo caso, amigo Munir, creo que esta charla no ha hecho más que empezar en realidad, ¿no te parece? Un fortísimo abrazo.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Munir Hachemi (1989) nació en Madrid un sábado con aguacero. Comenzó vendiendo sus cuentos en formato fanzine por los bares de Lavapiés junto al colectivo literario ‘Los escritores bárbaros’. Más adelante editó su primera novela, Los pistoleros del eclipse, y la segunda, 废墟, aunque esta vez lo hizo en papel y las vendió, además de en Madrid, por las calles de Granada. En 2018 publicó Cosas vivas con Periférica Ediciones y en 2021 fue seleccionado por la revista Granta como uno de los «25 mejores narradores en español». Conoce los placeres de la traducción literaria y de alguna manera logró sacar adelante una tesis doctoral sobre la influencia de Borges en la narrativa española. Ahora trabaja como profesor e investigador en la Universidad de Pekín. En algunas antologías constan relatos y poemas suyos; prepara una novela y espera la publicación de su primer poemario. Admira el valor y la inteligencia.

Cristian Crusat (1983) es autor del ensayo W. G. Sebald en el corazón de Europa (Wunderkammer, 2020), la novela Europa Automatiek (Sigilo, 2019), el artefacto fronterizo Sujeto elíptico (Pre-Textos, 2019), los libros de relatos Solitario empeño (Pre-Textos, 2015), Breve teoría del viaje y el desierto (Pre-Textos, 2011), Tranquilos en tiempo de guerra (Pre-Textos, 2010) y Estatuas (Pre-Textos, 2006), y las monografías de investigación La huida biográfica (Pre-Textos, 2021) y Vidas de vidas (Páginas de Espuma, 2015). Ha recibido, entre otros, el Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso 2020, el Premio Tigre Juan de Narrativa 2019, el Premio Málaga de Ensayo 2014 o el European Union Prize for Literature 2013. Su trabajo ha sido traducido al inglés, francés, italiano, neerlandés, búlgaro, macedonio, turco, checo, albanés, polaco, hebreo y croata. Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Amsterdam, ha ejercido la docencia e investigado en universidades de España, Francia, Países Bajos, Marruecos y Estados Unidos. 

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