POR TONI MONTESINOS
En la Autobiografía de Alice B. Toklas (1933), Gertrude Stein, tomando fingidamente el punto de vista de su secretaria y amante, por mediación de la cual contó su propia vida y, en especial, los años que pasó en París desde 1903 formando un triángulo hogareño con su hermano Leo, recuerda cómo descubrió a un autor ya muy poco recordado pero que el cine haría inmortal a partir de la adaptación de una de sus novelas: «Roché era uno de esos tipos que una no puede dejar de encontrar en París. Era un hombre entusiasta, noble, leal, fiel a sus amigos, cuya principal misión en la vida parecía ser la de presentador de personas que no se conocieran». Por aquel entonces, Roché vivía con su madre y su abuela, dedicándose a la pintura, a viajar y mezclarse con los artistas más importantes de la época que, inevitablemente, visitaban o se instalaban en la capital francesa. Así, al escuchar decir a Stein que había comprado «un cuadro de un joven español llamado Picasso», concertaría una cita entre la autora y el pintor en el estudio de la escultora Kathleen Bruce, naciendo así una fructífera amistad.
Este ambiente de exquisita cultura por el París que pisaban los escritores de la «generación perdida» norteamericana se rompería con la Primera Guerra Mundial, pero estos elementos serían decisivos para la creación, mucho tiempo después, de Jules y Jim (1953), cuando Henri-Pierre Roché debutó como novelista a los sesenta y cuatro años convirtiendo en novela una experiencia propia que llegaría a su clímax en el verano de 1920. Un proceso este ―el lejano recuerdo de la juventud transformado en material literario décadas después― que Roché repetiría en su segunda y última novela, Dos inglesas y el amor, tres años más tarde al rememorar, gracias a su propio diario, su interés por dos muchachas a las que amó y perdió en la adolescencia; en suma, una mezcla de ficción y realidad que explicó muy bien la periodista Florence Montreynaud, en Amar. Un siglo de amor y pasión, afirmando que Roché, un verdadero donjuán si tenemos en cuenta el elevado número de mujeres a las que sedujo gracias a su elegante porte, se puso la máscara del «alto y delgado Jim» para contarnos un idilio a tres bandas. Por su parte, «el pequeño y rechoncho Jules» escondía la personalidad de su amigo el escritor alemán Franz Hessel, al que había conocido en 1906 y con el que iba a compartir, en la bohemia de los cafés parisinos, libros, conversaciones y varias chicas, sobre todo la pintora berlinesa Helen Grund, la Kathe de «sonrisa de estatua» de la obra.
«Ambas novelas ―nos decía Antoni Marí en su prólogo a Dos inglesas y el amor― mostraban aspectos del perfil moral de su autor que en un torbellino de sentimientos de afecto, amistad, amor, celos y camaradería no encontraba el modo de realizar cualquiera de ellos sin tener que renunciar a los demás: aunque prevalecía la pasión, con frecuencia la amistad y los celos se interponían para impedir la urgencia de la pasión y la calma del amor definitivamente correspondido y estable». Tal dificultad por equilibrar el deseo y la elección, la codicia erótica y la ternura enamorada de sendas obras las llevaría al cine François Truffaut ―la obsesión del director por el galán le llevaría incluso a rodar un documental sobre él, L’homme qui aimait les femmes―, y casi nos atreveríamos a considerar más interesantes las películas o el trío real formado por Roché, Hessel y Grund que las mismas obras: hay cierta simplicidad lingüística y argumental en Jules y Jim; una estructura débil y pesada de seguir, pese a su ambicioso fragmentarismo, leyendo los diarios y las cartas en los que se asienta Dos inglesas y el amor.
De hecho, lo más curioso de todo es la manera en que esta triple atracción entre los dos escritores y la pintora perdura en la memoria y el deseo de los integrantes pese a que Franz se casa con Helen en 1913 y a que la Gran Guerra aplaza el contacto entre ellos hasta 1920, año en que se recupera la relación triangular en Múnich, donde el matrimonio vive y cuida de sus dos hijos. Amantes, amigos, compañeros, familiares… Cada uno a su manera justifica esta liberal situación ―Hessel en su Novela parisina, su mujer mediante un diario― hasta que todo se deteriora: Helen pierde el bebé que había concebido con Henri-Pierre pero sigue a éste a París, tras abandonar a su marido, aunque volverá con él estableciendo un pacto: no verán más a Roché.
Este extraño culebrón parecía estar sentenciado ante la habitual imposibilidad de que un trío mantenga el amor de forma equilibrada y no sufra crisis que reduzcan el afecto a un dúo. Así, como mínimo, nos lo demuestra la historia. En este sentido, Montreynaud apunta un par de casos famosos de menáge à trois: el grupo de Bloomsbury, en el que la pintora Dora Carrington convive felizmente con el escritor homosexual Lytton Strachey desde 1917 y con otro hombre con el que llega a casarse; y el trío compuesto por el poeta Paul Éluard, su esposa Gala y el pintor Max Ernst en el París de los años veinte. En el primer ejemplo, Carrington se suicidaría tras la muerte de Strachey en 1932, y en el segundo el excesivo libertinaje sexual degradaría el amor de la futura musa de Dalí por sus dos amantes, ávidos de compromisos íntimos, pasiones múltiples y libertad de conciencia: una mezcla a menudo imposible de alcanzar. Y no digamos cuando, además, la situación está atravesada por elementos que son tabúes sociales o directamente delictivos, como en el caso de otra obra de acentuada relacion triangular de 1953, Lolita.
«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta», decía el inicio de la famosa obra, haciendo buena la máxima de Ernest Hemingway, que afirmaba que toda novela radicaba en una buena primera frase y que lo demás venía por añadidura. «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme», «Era el mejor y el peor de los tiempos», «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo»… Es verdad.
Pura poesía, sensualidad, artificio lingüístico, pulso narrativo rítmico y cadencioso, primorosa belleza: «Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita». A Vladimir Nabokov le divertirían las reacciones que en su momento despertó su texto más complejo de escribir, el que a punto estuvo de lanzar al fuego: se le acusaba de insinuar actitudes pornográficas, lascivas, pederastas; incluso sería prohibido por el ministro francés del Interior. Pero, junto con aquellos ataques ya olvidados, el políglota ruso acuñó un concepto nuevo y universal mediante las palabras «lolita» y «nínfula»; unas innovaciones que no acaban en el lenguaje: con Lolita, Nabokov novela trayectos en coche por la América profunda de moteles y carreteras interminables, como después tantos autores y cineastas explotarían hasta la saciedad. Y pese a todo, el relato, tal vez por fortuna, conserva la aureola maldita, el sabor a fruta tentadora que albergó en su momento.
EL LATIDO CERVANTINO
Usando el viejo recurso cervantino, y tras un prólogo apócrifo de un psicólogo, el narrador de Lolita es el mismo Humbert Humbert, seudónimo del cuarentón fascinado por Dolores Haze, su futura hijastra, el cual confiesa haber matado al novio de ésta. En una nota de la edición de 1956, Nabokov apuntaba los orígenes de la trama: «El primer débil latido de Lolita vibró en mí a fines de 1939 o principios de 1940, en París». Escribe entonces un cuento donde está condensado el argumento, pero a sus amigos no les gusta y acaba destruyéndolo, aunque a finales de la década encontraría la manera de perfilar el texto, en los años en que daba clases en la Universidad de Cornell una vez establecido en Estados Unidos tras su largo exilio ―Londres, Berlín, París― al ser su rica familia desposeía de sus propiedades por los bolcheviques en 1917.
Nabokov lo había perdido todo, incluido a su padre, verdadero inspirador de la afición literaria de su hijo, asesinado en 1922 a la salida de un acto público por tratar de defender a un conferenciante de ser agredido. Sin embargo, tales pérdidas, como la de su hermano muerto en un campo de concentración nazi, no parecieron afectar a su ánimo lúdico, humorístico pero implacable, que también se deja traslucir en sus prosas. Así se mostró en la entrevista de 1975 del programa televisivo galo Apostrophes: «Además del extrañamiento, yo me siento forastero siempre y en todo lugar, es mi estado, es mi trabajo, mi vida», reconoció al tiempo que afirmaba: «La historia de mi vida se parece menos a una biografía que a una bibliografía: diez novelas en ruso entre los veinticinco y los cuarenta años, y ocho novelas en inglés entre los cuarenta y ahora».
Precisamente Lolita iba a ser escrita parcialmente en ruso, francés e inglés ―las tres lenguas aprendidas desde bebé―, hasta que esta última se impuso, y de qué manera: el estilo nabokoviano alcanza su clímax de preciosismo e intensidad en la historia de esta «pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert», como dijo en la citada entrevista: «No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad […]. En realidad, Lolita es una niña de doce años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos». Y he aquí el meollo de la cuestión: «Entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. […] Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa».
Una popularidad que ha devenido parte integrante del imaginario colectivo desde el plano sexual y lingüístico hasta hacerse popular y claramente identificable. De modo que leer una novela como Las ideas puras, de Pablo d’Ors, era hacer que emergiera del inconsciente Lolita, tal vez una suerte de Lolita filosófica, pues la obra que firmaba este doctor en Teología, profesor y capellán de la Universidad Autónoma de Madrid en el año 2000 tenía como protagonista, pese a lo que estamos a punto de comentar, sobre todo el pensamiento humano y las acciones derivadas de él. Así, la obra era un ejercicio que expresaba el modo de penetrar, en primera persona, en las profundidades de la mente. En concreto, en la de un maestro de filosofía, «un hombre entregado a las ideas puras con un tesón ejemplar y envidiable», un cincuentón que había envejecido mal y que nos desvelaba sus recuerdos de una juventud llena de talento así como sus dos entregas primordiales: la permanente inquietud por su trabajo ―obsesión que le conducía a apodar con nombres de pensadores célebres a sus alumnos― y la pederastia con una alumna adolescente.