Umbral. Que la mejor literatura de nuestro tiempo se escribe en los periódicos es una famosa afirmación atribuida a Francisco Umbral que no conviene tomar completamente en serio ni completamente en broma. A nadie le convenía tanto que fuese cierta como a Umbral, grafómano de la actualidad cernida por los sentidos del dandi. Entregó a la imprenta un centenar de libros -pocos verdaderamente memorables, caso de Mortal y rosa– y cerca de 135.000 artículos. A estos antes que a aquellos debe su alto lugar en las letras españolas, sancionado con el premio Cervantes del año 2000. Durante cuatro décadas la columna de prensa fue peana diaria de su talento verbal, engendrando una tierna escuela de letraheridos quizá más atentos al relieve social de su figura que a la originalidad de su estilo. Todavía hoy Umbral llena el molde de lo que muchos españoles entienden por un escritor de periódicos.
Connolly. Es conocido el venenoso aforismo de Wilde que distingue periodismo de literatura: el primero es ilegible y la segunda no se lee. Pero la más aguda distinción entre ambas disciplinas, felizmente inseparables, se la leí al crítico británico Cyril Connolly, para quien el periodismo debe conseguir su impacto en la primera lectura: puede permitirse la ligereza, el sensacionalismo y hasta el tópico porque está hecho para ser leído una sola vez. A cambio de esas licencias el periodista debe asumir que su trabajo está excluido de cualquier participación en el mañana. Sin embargo no hay escritor que no aspire a una cierta posteridad -el propio Connolly se conformaba con escribir un libro que durase diez años-, por más que declare coquetamente lo contrario, y sabe que para luchar por ella debe aislarse de la histeria de la última hora (hoy del último minuto) y perseguir una forma artística que admita la relectura.
Hemingway. Hay escritores insobornables que preferirán el anonimato y la precariedad antes que traicionar su vocación estética (sospecho que de estos van quedando pocos). Hay periodistas insatisfechos que fracasan en el pomposo intento de ser tenidos por escritores (estos son innumerables). Y luego hay escritores vocacionales que se quedan en periodistas por culpa de la adictiva gratificación en forma de dinero y popularidad que la prensa ha prometido durante dos siglos (ya no estoy seguro de que siga haciéndolo). Ahora bien, al exhumar de los periódicos la obra efímera de estos últimos descubrimos voces que décadas después se resisten a apagarse, da lo mismo el asunto del que traten sus artículos. Derrocharon su sensibilidad privilegiada en envoltorios de pescado surcados por letras de molde. A estos seres mixtos, capaces de rescatar auténticas pepitas de literatura bajo la espuma de sus días, los llamamos escritores de periódico. Su problema fue no seguir el consejo de Hemingway, un reportero mediocre que reservaba la hondura de la verdad para sus cuentos: «El periodismo hay que dejarlo a tiempo».
Gaziel. Somerset Maugham sentenció que la prensa mata la personalidad de los que escriben para ella. Es frecuente, por ejemplo, que los esfuerzos más chillones sean los que se lleven las mayores alabanzas. Comprobado el efecto, no sin sorpresa, resulta tentador avillanar el estilo para repetir un éxito. Por los corredores de esa menestralía de la baja intelectualidad que según el catalán Gaziel integran los escritores de periódico circula un aire enrarecido por múltiples vicios: la envidia, la cursilería, el conformismo, la avaricia que rompe el saco, la sed de foco que acaba consumiendo a los horteras. La frescura que mana del articulista novel rara vez llega virgen a la edad madura: si intervino el fracaso por amargura y si medió el triunfo por envanecimiento. Lo normal es que con hambre se escriba mejor, y que el saciado no sepa conservar siquiera el recuerdo del hambre que bastaría para seguir escribiendo igual.
Poniatowska. «Toda la vida he hecho entrevistas, me gusta muchísimo ir al otro y preguntar. Cuando intenté hacer editoriales, es decir, sacar de mi propio pecho alguna opinión política, sentí que yo misma me aburría, que estaba pontificando y no era mi manera de ser». La experiencia que relata Elena Poniatowska, cuyo premio Cervantes de 2013 dignificó definitivamente el periodismo literario, nos obliga a preguntarnos si tienen género los géneros periodísticos. Si es que las mujeres se inclinan hacia la entrevista mientras que los hombres enseguida aspiran a pontificar desde una columna. Y sobre todo, si tales tendencias son naturales o están culturalmente mediadas a consecuencia de inercias educativas que se remontan a la noche del patriarca. Confieso que no puedo ofrecer ninguna certeza al respecto, más allá de que en mi desempeño como jefe de opinión de El Mundo, el segundo periódico de España, constaté parecido reparto de preferencias entre mis compañeros y compañeras, con las inevitables excepciones. Como sea, la literatura en periódicos (crónica, columna, reportaje o entrevista) la hacen hombres y mujeres por igual desde hace tiempo suficiente como para que talento y medianía se distribuyan con creciente equidad entre los sexos, según debe ser, hasta que el paulatino éxodo de los machos adolescentes hacia los videojuegos de acción y el perreo perdulario deje definitivamente el campo abierto a la hegemonía de la mujer lectora, escritora y opinadora.
Casanova. Gallega como Rosalía y como doña Emilia, Sofía Casanova está considerada la primera corresponsal de guerra del periodismo español. La Primera Guerra Mundial la sorprende en Varsovia, donde se hace enfermera de la Cruz Roja y empieza a escribir crónicas de lo que veía para el diario ABC, que la nombra corresponsal en Europa oriental. Cuando Varsovia fue evacuada, Sofía huye con sus hijas a San Petersburgo, donde la sorprende la Revolución rusa y la caída del Imperio zarista, atestiguando la muerte de Rasputín y el golpe de Estado de Lenin. Su antológica entrevista a Trotsky concilia la audacia con la expresividad cuando retrata «la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino». Literatura de periódico desde la trinchera abierta del siglo XX.
Borges. El caprichoso destino que en ocasiones se complace en la humorada quiso que el escritor menos dado a la frivolidad que quepa imaginar aquilatara su estilo de bronce en las páginas de una revista femenina, dirigida específicamente a las burguesas más sofisticadas de Buenos Aires. Las reseñas literarias que Borges publicó en El Hogar entre 1936 y 1939 no solo certifican su orgullo de haber leído antes que de haber escrito, sino que preparan la síntesis culterana de una prosa que lo convertiría pronto en un clásico vivo. Si soñó el paraíso en una biblioteca, el ciego inmortal tendría que haber reconocido que al menos una sala de ese paraíso la ocupó por un tiempo una modesta hemeroteca.
Campoamor. El tributo que la oficialidad le rinde con retraso como pionera del voto femenino en España no debiera opacar su magisterio periodístico. Los artículos que Clara Campoamor comienza a publicar en la década de los veinte en revistas y diarios madrileños -y que encontrarán continuidad en las estupendas crónicas que ven la luz en medios bonaerenses durante su exilio argentino- revelan que la prensa puede ser un afluente de la política, pero desde luego es un torrente para la literatura. En su caso costumbrista, sensitiva y pulcra, siempre atenta al papel que la sociedad reserva a la mujer de su tiempo.
Azorín. Asumir la caducidad inherente al oficio es más duro cuando se tiene ambición. Salvo para Azorín, gran reportero y mejor escritor, que dio con la fórmula hegeliana para reconciliar la preceptiva del artista puro con las contingencias sociales de una España necesitada de regeneración. Resolvió que solo lo fugitivo permanece, y forjó un estilo capaz de apresar el tiempo entre un léxico ancestral y una sintaxis revolucionaria, de tan sencilla.
García Márquez. No son pocos los centinelas del oficio que expresan hoy su decepción con las mixtificaciones del Gabo periodista, plumilla antes que fabulador. Pero son menos los que conectan la principal aportación del Nobel colombiano a la historia literaria con la necesidad de romper el corsé que impone a un potentísimo narrador reprimido el sagrado compromiso con los hechos. Para llegar a Cien años de soledad, el autor hubo de redactar muchas notas pálidas y veraces, dictadas por la tiranía de la exactitud. Podríamos decir que su realismo mágico surge por reacción al mandato castrante de la no ficción, y que ese fraseo imperturbable y sentencioso con que relata los prodigios macondianos es la huella evidente de la técnica desapasionada del reportero puesta al servicio de la fantasía desatada. Hay un tiempo prehistórico para señalar las cosas con el dedo y hay otro poshistórico donde se quiebra la linealidad del espacio-tiempo a capricho del demiurgo literario. Entre medias, el simple periodismo.
Larra. Al principio me maravillaba que los escolares españoles estudiáramos a un periodista en clase de literatura. Después me sorprendió mucho más que un periodista pudiera ser catalogado de romántico. Pero todo apunta a que Larra fue efectivamente eso: un escritor de periódico canonizado como máximo exponente del Romanticismo español junto con Bécquer. Entregó sus energías casi íntegras a las páginas de los periódicos; es decir, a los hechos narrados, interpretados y valorados por un espíritu resueltamente subjetivo. Se desentendió de la posteridad hasta tal punto que se pegó un tiro a los 27 años, pero ni el periodismo ni la pólvora lograron oscurecer su nombre. Fue la firma mejor pagada de su tiempo, y este es el único dato que podría desmentir su romanticismo.
Ortega. Hizo filosofía en los periódicos, no cabe mayor paradoja, y no era filosofía precisamente de papel. Quiero decir que educó a una y a dos generaciones de españoles ávidos de instrucción y regeneracionismo desde las columnas de los diarios en los que su firma brillaba indefectiblemente. Pocos nombres han resuelto la contradicción entre el cuarto poder y todos los demás, incluido el del arte, con tanta autoridad.
Guerriero. Andar, ver y contar: dicho así, con la receta perenne de Manuel Chaves Nogales, parece sencillo. Leila Guerriero hace del reportaje una orfebrería donde engasta un tiempo y un espacio en proporción medida, personal, una forma pulida hasta la obsesión. Planifica el trabajo de campo, que pide una dedicación sin prisas, dispone los materiales para extraerles su brillo secreto y pesa cada palabra antes de añadirla a la pieza final, sintagmas como joyas. Sabe que el silencio aporta su pátina expresiva, que la verdad no se desvela sino que se esculpe. Por eso su narrativa de no ficción puede leerse más de una vez, porque no lo dice todo de golpe sino que lo va diciendo ambigua y despaciosamente, desafiando las certezas fugaces del mero periodismo.
Wenceslao. El mejor cronista parlamentario del periodismo español. ¿Los posicionamientos de condes vetustos y diputados olvidables pueden interesar al lector que llega a ellos un siglo después? Pueden si es Wenceslao Fernández Flórez quien vivisecciona sus intervenciones desde la tribuna de prensa del Congreso. La ironía es un formol lujoso que conserva los vicios eternos de la política: por eso sus Impresiones de un oyente y sus Acotaciones de un hombre de buena fe siguen arrancándonos admirativas carcajadas, que son según nuestro cronista la más segura tumba del error.
Ibargüengoitia. A Unamuno le dolía España y a Jorge Ibargüengoitia le dolía México, pero camuflaba su dolor entre sonrisas. Sarcasmo fino para combatir la melancolía que causan los males insolubles de la patria corrompida. Un maestro de paso obligatorio para cuantos nos dedicamos al innoble arte de escribir columnas contra el gobierno.
Camba. Su nombre es la promesa de la columna perfecta, donde nada sobra desde la premisa brillante hasta el final redondo. Se exilió a Argentina para ejercer el anarquismo y fue expulsado. Su izquierdismo juvenil mutó en conservadurismo de madurez sin haber dejado nunca de ser un liberal. Hizo humor de bisturí con los caracteres nacionales de medio mundo: su mejor literatura sigue latiendo en crónicas de corresponsal desde Nueva York, Estambul, Berlín o Londres. Solitario de hotel, relojero del artículo, alcanzó la geometría de la paradoja y acuñó la doctrina de la diabetes: «El articulista no puede gozar de nada, porque todo en su organismo se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar, y nosotros somos fábricas de artículos».
Guillén. ¿Cuándo se convocarán seminarios académicos para reivindicar La linterna de Diógenes? El peruano Alberto Guillén elevó el off the record a la categoría de arte cínico. Traidor, maledicente, resentido, genial. Las mayores glorias literarias que residían en aquel Madrid de Valle-Inclán le abrieron imprudentemente la puerta al mísero reportero venido del Perú que se fingía rendido admirador, pero su técnica de entrevista no consistía en el espejo de Stendhal sino en el aguafuerte goyesco. De la linterna inclemente de Alberto Guillén brotan sombras grotescas, próceres degradados a peleles, vanidades esperpénticas. No salva a nadie o a casi nadie. Una gota sulfúrica en cada frase. Una borrachera de culpa al término de la lectura.
Ruano. Príncipe de la amoralidad, emperador del artículo. Seguimos a la espera de su rehabilitación meramente literaria tras las paladas de infamia vertidas sobre su nombre, no siempre con pruebas. Todos los columnistas españoles posteriores a César González-Ruano le deben algo -Umbral todo- pero no quieren reconocerlo. Conjugó las vanguardias con un aristocratismo deliberadamente anacrónico para alumbrar el milagro diario del artículo sin tema, el vuelo sin motor, la lírica del costumbrismo. Podía escribir seis columnas en una mañana y en las seis dejaba perlas su hiperestesia industrial. «A ver si se entera de que yo soy escritor como usted es monja», le espetó a la sor que cuidaba de sus últimos días en el hospital y le prohibía cumplir con sus colaboraciones. Fue su discípulo Manuel Alcántara quien nos enseñó que escribir en prensa es servir nuestro cerebro a cucharadas para que los lectores endulcen su primer café del día. Que así siga siendo.