POR JOSÉ BALZA

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Alejandro Otero (Venezuela, 1921-1990), después de largos años en París, al volver a su país, transformó, en los años cincuenta, lo que había sido la pintura clásica en una nueva dimensión para ésta mediante sus «coloritmos». Así correspondía a su pasión por Cézanne, Mondrian y Picasso, de acuerdo con las enseñanzas recibidas en Caracas de su maestro venezolano Antonio Edmundo Monsanto.

Una década más tarde, se convierte en escultor de obras monumentales que hoy pueden ser admiradas en países como Colombia, Italia, Estados Unidos, Venezuela, etcétera. A las puertas del Museo del Espacio, en Washington, vibra una de ellas; algunas fueron exhibidas en Venecia; el castillo Sforzesco de Milán acogió en su patio la pieza en homenaje a Da Vinci, que hoy luce en la Olivetti de Ivrea.

Un arte pictórico que renueva la pintura, esculturas cívicas que vienen del futuro y un pensamiento analítico, fascinante, sobre la sociedad y las artes, expuesto en su admirable libro Memoria crítica, trazan puntos imprescindibles en su biografía.

A ello debemos sumar su experiencia con la informática, testimonio de lo cual es el libro Saludo al siglo xxi, en que su visión nos revela un universo deslumbrante para las artes.

La publicación de un volumen acerca de los setecientos dibujos que realizó durante veinte años a partir de 1967, como proyectos de grandes esculturas, es uno de los motivos para estas notas. Esta obra, escrita por María Elena Ramos y publicada por las Fundaciones Artesano Group y Otero Pardo, se titula Alejandro Otero, dibujos para esculturas. La dimensión del vuelo (Asia Pacific Offset Ltd, China, 2019).

 

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Alejandro fue, es y será un hombre del futuro. Y una prueba de eso es que exactamente treinta años después de ausentarse siga entre nosotros, como ocurre hoy. Creo que esto sólo es posible cuando se tiene una rara conciencia del presente (estoy seguro de que si él hubiese podido hacerlo, habría fijado en algún material singular cada detalle de su transcurrir. Parecía tener un sentido histórico que en el fondo era la obsesión por detener el presente). Y es posible también, desde luego, cuando la obra creada no sólo enriquece su actualidad, sino que la atraviesa y parece venir del futuro.

Me ha correspondido acompañar algunos de los escritos de María Elena Ramos. No en vano ella ha vivido con las artes y rodeada de artistas. Su comprensión de los mismos excede lo que consideramos crítica, porque, además de analizar piezas precisas, de unirlas a un contexto social nuestro, dispone de experiencia directa con las obras universales de muchos tiempos y culturas. A tan compleja condición debemos añadir que practica un pensamiento estructurante, como lo origina su disciplina académica, la filosofía. Por lo tanto, nadie mejor que María Elena para desentrañar, relacionar y dar coherencia a este inmenso tesoro de setecientos dibujos, croquis, diseños, audacias, ensoñaciones o hallazgos casi científicos a los que su autor dedicó más de veinte años, desde 1967.

A primera vista, este catálogo puede ser considerado como un estudio especial de esos dibujos.[1] Pero no tardará el lector en advertir que estamos ante una biografía inusual: en principio, porque recorrerlo es sentir que nos invaden esas obras de Otero que inexorablemente están ligadas a ciudades, a la vida intelectual, a nuestros sentimientos, porque alguna de ellas ha tenido que estar relacionada con el alma de innumerables contemporáneos. Y luego, porque el recorrido de María Elena apunta al proceso interno de una estética personal. Los paisajes escolares, Monsanto, París y las cafeteras, el abstraccionismo, Mondrian, los «coloritmos», las esculturas urbanas, las sacudidas a la creación en Venezuela y América; el viaje a la luna, la computación, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la IBM, el «saludo al siglo xxi»: todo esto se integra con asombrosa coherencia —según la percepción de María Elena— en la ejecución de una obra y en el destino de un pintor, dibujante, escultor, incesante investigador y explorador de los fenómenos ópticos, espaciales, con una perspectiva cósmica, que se llama Alejandro Otero.

No hay tiempo para dedicarnos aquí al encanto detectivesco con que la autora va a hallar constantes y metamorfosis en ese destino visual, pero obedeciendo a la música —como bien lo sabe Mercedes Otero, singular compositora y prosista—, bien podemos destacar algunos indicios de ese canon. Como, por ejemplo, la transfusión entre texto y figura («la palabra como un dibujo», dice María Elena), el efecto simultáneo o sucesivo de lo aleatorio y la racionalidad, la huella del río, las aguas, el diamante (¿vivencias muy tempranas y permanentes en la vida del artista?) y el zigzag con que esas visiones pasan a la abstracción o regresan desde ella, la obsesión por la levedad y por un arte abierto (que en el fondo es el trasunto de una personalidad sin fronteras): tales son las marcas o áreas que María Elena descubre y propone para comprender internamente las obras del artista. Hay muchas más esperando que el lector las goce.

Y sin embargo, en ese tránsito de cincuenta años, cada transformación material, estilística, técnica y real guarda conexiones asombrosas que convierten la totalidad en un desarrollo casi bachiano, como si los diversos estados de la obra pudieran ser integrados en un ceñido cuerpo orgánico. El hallazgo de esa unidad cambiante y la descripción de sus funciones constituyen el tema central de este libro: aquí está, «algo que se mueve, nos mueve», insiste María Elena, y al titular su aproximación como «la dimensión del vuelo», está definiendo con especial precisión la obra de Otero, pero también su lente para observarla. Porque mucho tiempo debió dedicar Ramos a estudiar estas páginas, esas superficies, para encontrar en ellas un pasado intrincado, los asomos del futuro, la imposición del presente que las dictaba y las direcciones en que la prosa y las formas propuestas por Alejandro vuelan dentro y fuera del tiempo. No hay duda de que las artes están hechas de espacio, pero en este caso, casi milagrosamente, el artista convirtió estas páginas, estos dibujos, en tiempo puro.

Pero, de manera concreta, escuchemos a María Elena detenerse y exponer sus apreciaciones acerca de lo que antes indicáramos: «Un elemento viene a hacerse aquí imprescindible: el vocabulario escrito (palabras sobre las hojas, que ayudan a dimensionar lo visible)». Y vemos entonces que los dibujos comunican tanto a través del lenguaje de las formas visuales como del de los conceptos escritos.

Cuando el dibujo, tan sintético, tan esencial, deja necesariamente elementos fuera (el color, por ejemplo, o el tipo de metal) éstos pueden ser escritos y así sugeridamente descritos. La necesidad de color es señalada entonces por la palabra, que puede proponer un «esquema de color para los tragaluces circulares del techo» o señalar ejes en plata, zonas en rojo o en negro brillante, colores particulares que pasan en el dibujo a ser dichos, como adjetivos que complementan a los espacios y los objetos, como un «plafón azul» o una «luz negra-azul […]. A través de la escritura Otero refuerza igualmente las medidas, incorporando el número a lo no-dibujado. Con frecuencia, se reúnen palabra y número en frases netamente descriptivas, como cuando dice: «espesor de la lámina: 4 milímetros».

 

Según la apreciación analítica de Ramos, lo que pudiera parecer inocuo en los apuntes de algún creador —la utilización de flechas— adquiere, al ser visto por ella, una funcionalidad imprescindible. Y dice:

Las flechas, múltiples y diversas, son también líneas que se repiten en el repertorio de formas desplegado en este libro. No se trata entonces de cualquier línea, sino de una que viene cargada de sesgo, de intención. Líneas que mantienen permanentemente su tensión en ese espacio reducido de la hoja blanca, apuntando a eventos casi al suceder… porque las buenas flechas siempre parecen a punto de ser lanzadas, comenzando a abrir caminos, anunciando nuevos recorridos, señalando con su trayectoria virtual un espacio imaginario en trance de constituirse, sugiriendo lo infinito a partir de la inmediata finitud de un trazo. Así podríamos decir que las flechas tienen en estos dibujos de Otero un importante poder realizador (realizador de la obra, de su alcance, de su direccionalidad, de su abarcamiento). Así, estas flechas no sólo tienen la función de señalar la dirección de un futuro movimiento real sino, sobre todo, tienen un peculiar poder realizador: crean movimiento (virtual) y señalan su dirección.

 

(Me permito incorporar aquí una valiosa experiencia narrada por Mercedes Otero, hija del artista; experiencia que debieron compartir los niños en la familia: «Entre aquellas pequeñas cosas definitivas que sembraba en nuestra conciencia, papá insistía en el ejemplo de una línea trazada por Picasso o Cézanne o Klee: por simple que fuera, esa línea era —y para siempre— incontestablemente verdad»).

Con especial gusto, dejaría que ustedes siguieran la trayectoria de estos dibujos sólo con las palabras de María Elena. Como no es posible en estos momentos, cito otro de sus párrafos, para tocar, ya lo indiqué anteriormente, la relación entre lo aleatorio y la racionalidad, tal como ella lo explica:

Si bien Otero no se refirió extensamente a otro importante tema, afín con los anteriores —el problema de la desmaterialización de la obra de arte— su trabajo ofrece aportes significativos a tal problema, frecuente y de amplia significación en la espacialidad del arte moderno. Mencionemos entonces, primeramente, las relaciones espaciotemporales que van a tener particular significación en el proceso de desmaterialización en este artista, particularmente en el diseño y realización de sus obras abiertas. Si bien se trata de formas que son monumentales por su extensión, su peso, su modo de asentamiento, ellas se comportan sin embargo como lábiles, irregularmente palpitantes según una dinámica que, como hemos visto, es también espacio-temporal. Hay que insistir en que esa particular labilidad de la obra abierta, en Otero, se va constituyendo a lo largo del tiempo, se va desplegando en la duración de los movimientos, va transformando tonalidades frente a la cambiante luz natural y el inestable viento, se va multiplicando según los diferentes puntos de mira de los espectadores, móviles ellos también entre su caminata por la explanada y el instante de detención: del darse cuenta. Pero ya antes del darse cuenta, hay un momento en que algo que se mueve comienza también a movernos, en el sentido de abrirse a nosotros, en el sentido de llamar nuestra atención.

Un diálogo permanente se establece entre la racionalidad casi programática de Otero (palabra ésta con la que sin duda se habría sentido un tanto incómodo) y su abierta disponibilidad a incorporar las variables de lo aleatorio, de lo disrítmico, y hasta de lo contradictorio. Y es que este artista actúa programando elementos estables no sólo para dar fuerza estructural y solidez al cuerpo de la obra, sino también para llegar a lograr zonas de inestabilidad, real o aparente. Diseña estructuras muy firmes para acceder, a través de ellas, al reino del movimiento indetenible. Cierra bordes y perfiles y produce, sin embargo, la transparencia y apertura estructural. Necesita la maestría en el comportamiento de la materia pero llega a lograr una apariencia afín a lo inmaterial. Y los dibujos pueden también recoger un vocabulario de predeterminaciones que llegan a traducirse esencialmente en un lenguaje de las libertades.

 

En unas notas que titulé Pensar a Venezuela mostré mi dolor por uno de los rasgos más terribles que caracteriza al país: la incesante interrupción en todas las fases de nuestra realidad. Las siguientes frases pueden hacerles pensar que voy a alejarme de los dibujos de Alejandro o de este admirable libro de María Elena. Ya verán que se trata de todo lo contrario. Decía allí que «nos ha impulsado el deseo de una permanente sustitución y tal vez esa incesante frescura haya sido el tono de nuestra personalidad como país. Planes educativos, instituciones públicas, ideas para el desarrollo de numerosos productos, la utilización del petróleo, etcétera, conducen siempre a un punto donde tales proyectos se frustran, porque son sustituidos por novedosas planificaciones que, a la vez, desembocarán en otras.

La rigidez colonial reemplazó al disperso mundo indígena. La energía del proceso de independencia fluctúa entre cabezas sin sentido completo y real acerca del país. Y la actualidad no parece más coherente que todo aquello.

Así, mientras esa virtual juventud nos consume, mientras lo no orgánico es el cuerpo general de gobiernos, poderes, sistemas de producción, otra jerarquía humana, aunque deriva o se incardina con lo anterior, parece independizarse, nutrirse, hacerse poderosamente coherente, misteriosamente lógica y decisiva y convertirse en una invisible materia totalizadora en la que todo converge y madura.

Se trata de una forma de unidad social que sostiene desde el habla hasta la familia, desde la sexualidad y la percepción del paisaje, los engranajes económicos y religiosos hasta el amor y la alimentación. Un magma paralelo a las leyes y los ministerios, a las noticias y las ideologías. Algo que emerge desde las sombras de la más remota tradición indígena, negra o blanca, y va reflejándose en todas las instancias de la sociedad para nutrirse de sus voces, costumbres, intimidades e imaginaciones. Surgió y permanece en nuestra música, en las letras y artes a las cuales alimenta. Nada posee una coherencia y una versatilidad comparables entre nosotros como ese magma estético, social. ¿No está allí, en ese poderoso núcleo de la improvisación, la desigualdad, la ilegalidad, la irresponsabilidad uno de los secretos de nuestra eterna juventud? ¿El fondo de este rostro confuso, inestable, siempre a punto de comenzar, que nos define hasta ahora como país?

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