En el epílogo que cierra el volumen, escrito por su amigo Antonio Martínez Sarrión, se dice que Otoño en Madrid…no solo es una obra maestra, sino el libro favorito de Benet para muchos lectores. Cuesta no estar de acuerdo con esta afirmación

POR  ALBERTO DE LA ROCHA

Al sur de la sierra de la Matanza, excavados en la roca caliza y basáltica por la implacable parsimonia del tiempo geológico, discurren los profundos valles del río Lerna y el río Torce. En los terrenos menos inclementes de su curso, como un sedimento de la alegría y la desesperación humanas, se asientan respectivamente las localidades de Macerta y Región. El detallado mapa de esta zona (a escala 1/150.000, con sus curvas de nivel, sus vértices geodésicos y las cotas de su tortuoso relieve) fue levantado por el escritor e ingeniero Juan Benet (Madrid, 1927-1993). Bautizó esa geografía imaginaria con el nombre de Región, y en ella situó la mayor parte de su obra novelística, como hiciera William Faulkner con su condado mítico de Yoknapatawpha.

Las páginas de Otoño en Madrid hacia 1950, sin embargo, responden a unas coordenadas geográficas reales y forman parte de su escasa producción autobiográfica. Pero, poco partidario del género, Benet se reservó en ellas un papel secundario. Ya en el prólogo avisa de que son «los sincopados fragmentos de unas memorias que (…) nunca he sentido la necesidad de escribir». Las cuatro piezas que conforman el volumen fueron el resultado de sendos encargos (se publicaron por separado entre 1972 y 1986) y constituyen el mejor documento para quien quiera conocer algo de la vida personal de Benet, quizá junto con la correspondencia que mantuvo con Martín Gaite o el atípico libro de memorias que le dedicó Eduardo Chamorro, Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas.

Luis Martín-Santos, un memento cierra este volumen y es sin duda la pieza más íntima y emocionante, en la que Benet se aleja del humor y la ironía para contar con una sobria tristeza su amistad con el escritor Luis Martín-Santos, que comenzó en el otoño de 1948, cuando ambos tenían poco más de veinte años, y que acabaría abruptamente en 1964 por la trágica muerte de Martín-Santos en accidente de tráfico

Frente a la Región rabiosamente ficcional y escapista, representada por ese plano que él mismo levantó y que se incluía en la edición de Herrumbrosas lanzas, en Otoño en Madrid… está retratada con absoluta maestría la realidad de la que Benet quería huir y que en sus novelas concienzudamente omitió (él tal vez habría escrito «obliteró»): aquella España franquista, lúgubre y desesperanzada, una región asfixiante para quienes tenían aspiraciones democráticas o simplemente anhelaban ciertas cotas elementales de progreso y libertad.

Sin embargo, mientras la lectura de sus novelas supone un exigente, a menudo endiablado reto para el lector (no son pocos los que han naufragado entre la prosa difícil y amazacotada de Una meditación o Saúl ante Samuel, por poner solo dos ejemplos), en los cuatro textos de este libro, quizá porque tres de ellos fueron concebidos para su publicación en prensa, Benet fue benevolente con el lector y desarrolló un estilo mucho más accesible, sin perder en ese proceso desmultiplicador su singular potencia expresiva ni su finura en el retrato de personajes. En el epílogo que cierra el volumen, escrito por su amigo Antonio Martínez Sarrión, se dice que Otoño en Madrid… no solo es una obra maestra, sino el «libro favorito de Benet para muchos lectores». Cuesta no estar de acuerdo con esta afirmación.

La primera de las piezas se titula Barojiana y en ella se rememoran las visitas que durante algo más de un lustro hizo Benet al piso que Pío Baroja tenía en la calle Alarcón. Allí, alrededor del novelista vasco, septuagenario y definitivamente desencantado, tenía lugar una tertulia que quedaría muy desdibujada, o incluso traicionada en su esencia, si la calificáramos solo de literaria. Con Baroja cumpliendo una función más de pretexto o catalizador que de verdadero centro («le gustaba más escuchar que hablar»), se reunían una serie de pintorescos personajes que buscaban suspender durante varias horas una realidad cotidiana en la que apenas había estímulos: la prolongada posguerra y la inmóvil, interminable dictadura. Un joven Benet, que vivía muy cerca del piso de Baroja y estaba preparando su ingreso en la escuela de ingenieros, entró en contacto con la tertulia a través de su hermano y a partir de entonces acudió con frecuencia a aquel salón donde el maestro escuchaba a sus visitantes sentado en un «hundido y mullido y casi sacramental butacón, siempre con el molde de su cuerpo y la manta a sus pies».

Barojiana contiene valiosísimas descripciones como esta del emblemático butacón de don Pío, en las que un maduro Benet, en pleno dominio de sus facultades, aplica su minucioso y perspicaz talento sobre las observaciones que hizo de primera mano el Benet estudiante. Ante los ojos del lector van pasando los retratos de los asiduos de la tertulia, por supuesto su sobrino Julio Caro, pero también un traficante de fieras africanas y hasta un obispo (desopilante la anécdota del obispo y el higo). Y destacan en especial las vivísimas estampas de Baroja, quien trabajaba en su mesa hasta la llegada del primer visitante, momento en el que soltaba la pluma («yo creo que dejaba el párrafo a la mitad»), se levantaba de la mesa y se sentaba en su butacón dispuesto a escuchar. Estas páginas sirven además para recrear el clima moral de una época. Aquella tertulia podría tomarse como una miniatura de cierta parte de la sociedad española, sumida en un profundo desencanto por la desesperante inmovilidad y las nulas perspectivas de cambio.

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