En Perú existe una fascinación por los desiertos costeros. Cada quien tiene sus santuarios personales. El pintor Fernando de Szyszlo describe en sus memorias su pulsión por huir de Lima para admirar las arenas de Paracas.[i] Ribeyro emprende un viaje interminable en pos de «La casa en la playa», explorando todos los recodos imaginables de la costa peruana.[ii] Vargas Llosa capta este paisaje blanco y terroso durante su fuga con la tía Julia[iii] y en el ambiente de Palomino Molero.[iv]
Los desiertos costeros inspiran una experiencia trascendente y liviana en Perú; a veces se ve el mar y otras no; a menudo la sucesión de tierras luminosas define una ondulación de tonalidades tizas, cremas y ocres… Hay algo palpitante en ese paisaje. El viaje permite captar en movimiento el dinamismo callado de las arenas.
Hacia el sur del Perú, el tramo de unos pocos kilómetros entre la ciudad de Nasca y la casa de María Reich es uno de mis santuarios personales. Ideal si se camina solo y a pie. Uno es un punto aislado en la gran ruta Panamericana que atraviesa, cortando de tajo, las líneas de Nasca. La cruzan a intervalos camiones de carga, llenos de verduras y frutas que van a Lima. Succión de aire levantado. Hay algo de peregrinación en esta ruta desolada. En Fiestas Patrias vi tirada en la cuneta una banderita roja y blanca sobre el polvo de las líneas. Volada de un camión, el viento hizo su ofrenda tendiéndola sobre el perfil de las líneas con una precisión sospechosa. Los fragmentos cerámicos que tachonan la cuneta despiertan en uno la inspiración de la infancia en la playa, recorriendo la interminable línea de varado: conchas, caracoles, carcasas de erizos, en ocasiones troncos con percebes, garrafas rajadas que fueron boyas, amontonamientos de algas… Hermosa imagen ésa de línea de varado, que puede trasladarse a otros entornos: «La línea de varado es la marca de restos de arribazón que, sobre la arena de la playa, ha dejado la pleamar. Esos restos nos dan información sobre los organismos que viven en la zona litoral, en las áreas batidas por el oleaje y sometidas a las mareas, así como los bentónicos de agua poco profundas o incluso los pelágicos que fueron arrastrados tras una tormenta».[v] Tesoros a veces insustanciales, ¡pero qué placer infantil el de encontrarlos! Vestigios de un mundo invisible, atisbado en sus residuos. La cuneta muestra fragmentos cerámicos y uno recuerda en el acto la costumbre extendida en el Perú precolombino de ofrendar vasijas a las deidades quebrándolas contra el suelo (aunque muy probablemente, no obstante, estos vestigios de la carretera son contemporáneos). ¿Dónde leí que se hallaron en las líneas fragmentos diseminados de la cerámica polícroma de Nasca rota al ofrendarse vasijas a los dioses locales y que había conchas del rojo y erizado espóndilus –mullu asociado con la lluvia– enterradas en pequeños montículos cercanos? La mezcla del polvo blanquecino con el color de las ofrendas excita la imaginación. En la ruta dominan el blanco y los ocres, distinguiéndose cerros bajos en la distancia. Las sendas de pies en ellos sugieren que ciertas actividades contemporáneas justifican el ascenso a sus cimas: ¿pastoreo de ovejas o cabras?, ¿huaqueros furtivos buscando ajuares funerarios?[vi] Hay en Nasca pampas de arena huaqueadas con retazos de textiles, cráneos y trozos de vasijas diseminados bajo el ardiente sol.
La casa de María Reich, la matemática alemana que residía a las afueras de Nasca y estudiaba las líneas, se alza sobre la carretera a la derecha, a pocos kilómetros de allí. Baja, blanca, aislada. Con varias dependencias austeras, una furgoneta VW desleída por el clima, un jardincito con las lápidas de la matemática y su hermana. Con respeto más que insolencia, las cosas siguieron su vida y muestran su existencia gastada en el presente. Algunos turistas perdidos caen siempre por allí. Hay mapas de las líneas afectados por el deterioro, vitrinas con huacos, que tal vez desaparezcan con el tiempo, y un dormitorio que recuerda el de los santos: un catre, una jarra para lavarse, planos fijados en las paredes. Adobe marrón sin revestir. Uno se pregunta si el único modo de que un espíritu perviva en sus dominios es inhibiendo la obsesión restauradora tan cara a ciertas ciudades, que terminan aniquilando el ambiente inasible. ¿Deberíamos respetar la muerte natural de los objetos, asumir que su vida también está regida por la finitud? You Tube consigna una de las últimas entrevistas a María Reich. Ella habla del paisaje de las líneas al amanecer. La matemática ha cedido. Hay una experiencia trascendente: inflexiones de color azul y sonidos prolijamente descritos, vislumbres sin descifrar. Sinestesia. Un paisaje que es un azul inefable y la clave es ese azul… Había alcanzado un conocimiento del paisaje sutil. Era ya una anciana, murió poco después.
ICA, CACHICHE
Me viene a la memoria un pueblo de Ica, Cachiche, de nombre evocador como muchos enclaves de la costa peruana. Ca-chi-che. Ligereza, blancura, casas de quincha –otra palabra revestida de sugestivas connotaciones–: esas paredes de cañas recubiertas de barro que se emplean para construir cercas, corrales y chozas. Cachiche es una suerte de caserío tachonado de árboles de huarango –ese árbol emblemático de la costa revestido de ramas en filigrana y espinas; aún quedan algunos en Nasca de gruesos troncos–,[vii] casas bajas, tierra polvorienta. Hay una belleza ascética en estos árboles de madera dura, supervivientes a la sequedad extrema. Los de Nasca, gruesos y retorcidos, llegaron a tener proporciones y formas desconcertantes.
Hay un lugar en Cachiche al que uno accede en mototaxi a través de un dédalo de viviendas de fachadas descascaradas, recorriendo calles sin pavimento. Al llegar, se abre una explanada semicontorneada por muros de adobe y viviendas dispersas que no llegan a delinear un espacio homogéneo. Allí, a modo de rizoma serpentiforme, aflora una palmera ondulante de seis troncos. Los troncos no ascienden ni se yerguen al cielo, sino que arrastran sus anillos y escamas por el suelo como plantas rastreras. Hundidos en tierra a intervalos, descentrados, surgen como serpientes petrificadas. Inquietud de la anormalidad vegetal, la extrañeza del crecimiento persuade de que algo ajeno al curso ordinario de las cosas intervino en su configuración. Uno ve la palmera asistiendo tácitamente a la oscura fuerza que la produjo; la palmera es sólo su expresión. Incomodidad. Otra idea de lo sagrado reverencial no como algo bello, sino como mysterium tremendum et fascinans, atisbo de lo numinoso terrorífico que remueve dentro ecos extraños.[viii]
«Extraño palmero», cantan los niños-juglares que salen de las viviendas próximas a narrar las gestas del lugar. «La palmera de siete cabezas y la bruja de Cachiche», gritan. «De cómo surgieron estas serpientes o los tentáculos del pulpo que son sus troncos petrificados», dicen. «Cada cierto tiempo surge la séptima cabeza», anuncian.
Provistas las cabezas de una misma raíz, emergen del subsuelo de diferentes troncos. Cada vez que crece, aquí o allá, la séptima es cercenada. La palmera de siete cabezas habla de una completitud que se debe evitar. Mantener inexacto el número de la leyenda. Si prosperase la séptima cabeza generaría una inundación mitológica que devastaría la ciudad de Ica. Lluvias torrenciales y crecidas de los cauces fluviales se vinculan tácitamente con la potencia y proximidad de las aguas marinas. Hay una asociación irreductible entre las palmeras-serpientes y el agua marina, el océano desbocado, la fuerza torrentosa del peligro en la costa peruana. ¿Serpientes acuáticas gigantes? ¿Turbulencia de las mareas? La figura del pulpo tentacular no es ajena a este complejo mitológico: ser del mundo marino fuerte, nocturno, con apéndices serpentiformes.
Según la leyenda, el origen de la palmera se remonta a una competición entre brujas en la que una de ellas, en un tiempo mítico pero que se sitúa hace alrededor de un siglo, fue atacada por las demás. Ésta, en un acto desesperado, maldijo el lugar donde se celebró la reunión haciendo crecer las palmeras. Después, como venganza, proclamó la profecía de la séptima cabeza.[ix] En 1998, los pobladores de Cachiche dejaron prosperar sin advertirlo el séptimo tallo y padecieron una inundación desenfrenada procedente del fenómeno de El Niño que devastó gran parte de la región. Es interesante notar la elaboración popular de un imaginario costeño que explica las causas y consecuencias de las desgracias ocasionadas por los excesos de lluvia y las crecidas marinas. La coincidencia de la crisis climática con el peligro mitológico se tradujo en una atención más sostenida en las germinaciones futuras de la palmera. Hoy ciertos tocones decapitados atestiguan la previsión ritual contra los desastres climáticos producidos por el fenómeno de El Niño.
La «bruja de Cachiche», responsable de maldecir el lugar y originar el peligro recurrente del retoño de la séptima cabeza, se llamó Julia Nasaria Hernández Pecho. Fue una vecina del pueblo. Como prestigiosa curandera, realizaba amarres y hechizos de magia amorosa, emplastos vegetales, terapias para el tratamiento de enfermedades y baños de florecimiento para invocar la prosperidad. No se le atribuyen explícitamente actos de hechicería o brujería destinados a causar el daño por encargo de sus clientes. Quizá la leyenda lo omitió y se trasluce en el término bruja con el que se la designaba. Su clientela confluía a Cachiche desde la región circundante. Los niños cuentan que murió a los 106 años de edad. Fue en 1987. Hoy, los exvotos y ofrendas en sitios cercanos traslucen que es objeto de un culto popular.
La palmera mitológica, terrosa y polvorienta, detenida en sus movimientos ondulantes, bajo un sol de desierto, en apariencia petrificada, bebe de las aguas subterráneas y crece entre huarangos ostentando una obscena hierofanía con su desmesura vegetal.