«El tema de mi libro es el agradecimiento»Por Carmen de Eusebio

© Carlos Mota

 

Paloma Díaz-Mas (Madrid, 1954) ha sido catedrática de Literatura Española y Sefardí en la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco, en Vitoria, y profesora de investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en Madrid. Ha publicado numerosos trabajos de investigación sobre literatura oral y romancero, literatura medieval española y cultura sefardí. Con sólo diecinueve años publicó el libro de microrrelatos Biografías de genios, traidores, sabios y suicidas según antiguos documentos (reeditado años después como ebook con el título Ilustres desconocidos). En Anagrama ha publicado las novelas El rapto del Santo Grial (finalista del I Premio Herralde de Novela 1983), El sueño de Venecia (Premio Herralde de Novela 1992), La tierra fértil (1999, Premio Euskadi 2000) y Lo que olvidamos (2016); el libro de cuentos Nuestro milenio (1987); el de narrativa de no ficción Lo que aprendemos de los gatos (2014) y los relatos autobiográficos Una ciudad llamada Eugenio (1992) y Como un libro cerrado (2005). También ha colaborado en dos antologías de cuentos coordinadas por Laura Freixas, Madres e hijas (2002) y Cuentos de amigas (2009). Algunas de sus obras han sido traducidas al francés, el portugués, el alemán y el griego.

 

 

 

 

 

El pan que como se desarrolla alrededor de un modesto cocido que la protagonista se dispone a comer en su casa. Fue publicado en el mes de abril, en pleno confinamiento por la pandemia de la COVID-19 y curiosamente su libro comienza con una palabra japonesa Itadakimasu que no significa, como suele entenderse, «que aproveche». ¿Nos puede hablar de su significado y trascendencia?

En efecto, el libro tenía que haber aparecido en abril de 2020, pero su distribución se retrasó al mes de junio precisamente porque en ese momento en España estábamos todos confinados en nuestras casas y también las librerías estaban cerradas.

Ese retraso en la publicación creo que, paradójicamente, ha podido servir para que sea mejor entendido por los lectores. En dos meses de confinamiento cambiaron muchas cosas, en la realidad y en nuestras mentes. Y probablemente cambió también nuestra escala de valores, de manera que empezamos a apreciar algunas cosas en las que hasta entonces apenas habíamos reparado.

Por ejemplo, durante el confinamiento comprobamos lo importante que era la labor de esas personas que ejercen oficios casi invisibles y normalmente mal pagados, desde las cajeras-reponedoras de los supermercados hasta los transportistas, los agricultores y ganaderos que en un ámbito urbano nos quedan muy lejos, los autónomos que regentan pequeños establecimientos de alimentación, como fruterías, carnicerías, panaderías o pescaderías. Personas que tuvieron que poner en riesgo su salud para que nosotros pudiéramos comer todos los días, para que no faltasen en nuestros hogares unos alimentos que eran más necesarios que nunca porque también estaban cerrados los colegios y los restaurantes y toda la familia tenía que comer en casa. Si hubiera escaseado la comida, la situación hubiera resultado insostenible.

No pudimos por menos que sentirnos agradecidos. Y eso enlaza con el concepto de itadakimasu con que se inicia El pan que como. Se trata de una expresión japonesa que se pronuncia antes de comer, en agradecimiento a todos los que han hecho posible que esos alimentos lleguen a nosotros: quien preparó la comida, quien suministró los ingredientes, e incluso los animales que fueron sacrificados y las plantas cortadas para servirnos de alimento. En unos momentos tan emocionales como los que hemos vivido (y estamos viviendo aún), creo que podemos ser más sensibles a ese concepto de agradecimiento hacia los que se esfuerzan y se sacrifican para que nosotros vivamos. En realidad, el tema principal de este libro es el agradecimiento.

 

La relación entre la literatura y la antropología tienen asuntos de interés común y hay muchos ejemplos de ello. Su libro, a través de la gastronomía, nos va adentrando en esos terrenos que comparten aportando conocimiento, historia, etimología, cultura popular… ¿Qué sucede cuando simplificamos la cocina a sus aspectos más corrientes?

Si sólo nos fijamos en lo superficial de la comida y la cocina, nos perdemos gran parte de la fiesta.

No estoy de acuerdo con la máxima del Eclesiastés de que «la mucha sabiduría trae mucha aflicción y quien acrecienta ciencia acrecienta dolor». Al contrario, creo que el saber nos ayuda a disfrutar de la vida, incluso de las pequeñas cosas de la vida, las más elementales y básicas. Por ejemplo, no es lo mismo pasar por una calle y ver un edificio que nos parece bonito que pasar por esa misma calle y saber que ese edificio es una catedral gótica, reconocer en ella los rasgos del arte gótico y poder deducir en qué época se construyó, imaginar cómo era el entorno urbano medieval en el que se insertaba: nuestra mirada se amplía y se enriquece con ese conocimiento, el edificio deja de ser simplemente bonito para llenarse de mensajes y de significado, estimula nuestro pensamiento y nuestra imaginación.

Con la comida pasa lo mismo, y eso es una de las cosas que he querido reflejar en el libro. No es lo mismo comerse un melocotón sin más, que comérselo sabiendo que su nombre científico es prunus persica (literalmente «ciruela persa»), lo cual indica que es una fruta procedente de Oriente Medio, que probablemente fue introducida en Europa por los árabes en la Edad Media. De repente, el melocotón, que parece que ha estado siempre aquí con nosotros, adquiere un sabor diferente, enriquecido por siglos de historia, de peripecias novelescas y de viajes a países lejanos.

Por eso El pan que como tiene muchos elementos autobiográficos, de experiencias de la vida cotidiana, sobre todo de la época de mi infancia y juventud; presenta una reflexión acerca de cómo, a lo largo de los últimos cincuenta años, ha cambiado nuestra forma de comer y nuestra relación con la comida. Y en ese sentido es una evocación de cosas que existían hace unas décadas y ahora ya no existen.

Pero el libro también tiene mucho de ensayo científico divulgativo, un género que en cierto modo para mí también es autobiográfico, ya que me he acercado a él por deformación profesional: durante dieciocho años fui profesora de Literatura en la Universidad del País Vasco y durante otros dieciocho he sido investigadora del CSIC, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el mayor organismo de investigación de España. Y en este libro se unen el didactismo de mi vocación como profesora y el deseo de divulgar el conocimiento científico a un nivel muy accesible, muy llano, muy imbricado en nuestra vida cotidiana: la historia de los alimentos, los procesos físicos y químicos que intervienen en la preparación de una comida, el desarrollo de las tecnologías para conservar los alimentos desde el siglo xviii hasta hoy, el tratamiento que han tenido la comida y la bebida en la literatura universal.

Suele decirse que en España se hace muy poca y mala divulgación científica, pero no estoy de acuerdo. Por ejemplo, se hace mucha y muy buena divulgación a través de algo tan cotidiano como los programas de pronóstico del tiempo en la televisión. La gente ve el programa para algo tan práctico como saber qué tiempo hará mañana, si tiene que sacar el paraguas o abrigar a los niños para llevarlos al colegio. Pero de paso, como sin sentir, recibe mucha información sobre fenómenos meteorológicos (que, al fin y al cabo, son fenómenos de física), y todo el mundo acaba teniendo una idea de qué es una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos de la Atmósfera, lo que antes se llamaba gota fría), qué aspecto tiene una nube lenticular (muchos espectadores mandan al programa fotos de fenómenos meteorológicos hechas por ellos mismos, incluidas fotos de nubes) o qué se entiende por fenómenos costeros. Es decir, términos y conceptos especializados, que hoy están en boca de todos, independientemente de su edad, su formación y su nivel cultural.

Por esa línea van también algunas de las cosas que cuento en El pan que como. ¿Nos interesa la comida, lo que comemos? Pues, de paso, allá va un poco de información científica, histórica, antropológica y literaria al respecto.

Una información que he procurado que sea accesible y a veces está tratada con humor, porque el humor y lo anecdótico tienen también una gran eficacia didáctica: el lector puede sonreír con la descripción de cómo construyó Linneo su clasificación de los seres vivos, o cómo, mientras estallaba la Revolución francesa, Antoine Parmentier escribía opúsculos científicos defendiendo el valor alimenticio de la patata, que hasta entonces se cultivaba en Europa como planta ornamental. Sonreír ante una anécdota nos ayuda a recordarla, hace más empática la información, facilita el aprendizaje.

El conocimiento, así, se convierte en un condimento más de la comida.

El pan que como presenta una reflexión acerca de cómo, a lo largo de los últimos cincuenta años, ha cambiado nuestra forma de comer y nuestra relación con la comida

 

En la actualidad, la cocina está siendo objeto de mucho interés tanto por parte de profesionales que dedican su vida a cocinar, a revisar los cánones y a innovar con nuevas propuestas, como de otros profesionales, como puede ser el caso de los creadores en el ámbito audiovisual. Vi hace tiempo una serie documental de cuatro episodios llamada Cooked. Cada episodio se titula como el elemento que desarrolla el capítulo: fuego, agua, aire y tierra. Su libro me recordó a la serie, porque también usted toma estos elementos para, desde otra perspectiva, hablarnos del significado de la comida para el ser humano, es decir, de lo cocido, no de lo crudo.

Pues lamento haberme perdido ese documental, porque me hubiera interesado muchísimo. Cuando estaba planeando el libro, una de las ideas que desde el principio tuve claras era que el hilo conductor iban a ser los distintos elementos de una comida (acabó siendo el cocido, pero el menú podría haber sido otro), planteando una reflexión no sólo sobre los alimentos, sino sobre la forma de prepararlos, sobre los utensilios de cocina o los elementos que se ponen en la mesa (vajilla, cubiertos).

Se trataba de fijarse en algo muy concreto, muy cotidiano y doméstico, algo que vemos todos los días sin prestarle demasiada atención (por ejemplo, un vaso, un mantel, un pedazo de pan, la sal, el fuego: así de sencillo) y aplicarle una especie de lupa de aumento para dar una visión enriquecida de ese elemento: ¿qué sabemos de él, cómo ha llegado hasta aquí, cuál es su historia y cuál ha sido nuestra relación personal con él, nuestra experiencia particular? Y entonces nos damos cuenta de que tras cada uno de esos detallitos cotidianos puede haber una experiencia personal entrañable, pero también siglos de historia y de cultura, de trabajo y de esfuerzo humanos. El esfuerzo, el sacrificio que han tenido que hacer los seres humanos para conseguir comida y para convertir esa comida en algo refinado es otro de los hilos conductores del libro.

 

Otro de los aspectos que aborda en su libro es la relación de la comida y las celebraciones, ya sean, laicas o religiosas. La fiesta, la eucaristía: ¿toda una novela?

En el siglo xiv lo explicaba muy bien el Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor: por dos cosas se afana el hombre; por haber mantenencia y por haber ayuntamiento con fembra placentera. Y hay que tener en cuenta que todas las religiones aspiran a dirigir y orientar la vida de sus fieles. Así que las religiones han procurado dar a sus fieles directrices muy claras con respecto a esos dos motores de la humanidad, la comida y la sexualidad. Dos actividades básicas, elementales, que son también fuente de placer y por esos dos motivos interesaba regularlas.

Ésa es la razón por la que prácticamente todas las religiones tienen prescripciones, obligaciones y prohibiciones con respecto a la comida (y al sexo). De ahí la celebración de festividades religiosas con comidas rituales, y también su contrario: el ayuno como penitencia, como forma de renuncia y de purificación espiritual. Y en esto entran desde los sacrificios de animales ofrecidos a los dioses en el mundo antiguo, hasta las detalladas prescripciones dietéticas del judaísmo (donde además casi todas las festividades se celebran con una cena familiar o con un ayuno), el ayuno del mes de ramadán del islam (en que se ayuna de día y se come de noche) y, cómo no, el cristianismo, con sus ayunos y abstinencias y con la sacralización del pan y el vino transustanciados en cuerpo y sangre de Jesucristo.

En El pan que como hay un capítulo dedicado a la institución de la eucaristía en la última cena de Jesucristo con sus discípulos. Es una visión laica, historicista pero novelada, en la que he intentado que el lector imagine cómo pudo ser la situación: un grupo de hombres judíos disidentes en una sociedad convulsa y políticamente polarizada, perseguidos tanto por las autoridades romanas como por el establishment religioso judío del siglo i, que se reúnen clandestinamente a celebrar, solos y a escondidas, la cena pascual (una celebración que, en circunstancias normales, debería de ser una bulliciosa comida familiar con hombres, mujeres y niños sentados en torno a la mesa), en un ambiente de miedo y delación. Creo, en efecto, que la situación tiene los ingredientes de una novela.

 

Hay un capítulo dedicado a la matanza, con tantos prejuicios al respecto suscitados en nuestro tiempo, ¿qué cambios se han producido en la sociedad para que haya cambiado tanto nuestra forma de alimentarnos o de relacionarnos con la cocina? ¿Cómo ha podido afectar el proceso de globalización en estos cambios?

En tiempos de nuestros padres y nuestros abuelos, muchas familias del medio rural criaban un cerdo al año simplemente por necesidad: era una forma relativamente barata de garantizarse que iban a disponer de proteínas animales durante el año, especialmente en los duros meses de invierno. Por eso, la matanza del cerdo era una fiesta, en la que participaban todos, hombres, mujeres y niños, porque todos tenían que ayudar a preparar la carne salada y los embutidos que les permitirían comer algo nutritivo durante meses. La matanza tenía un elemento cruel, el sacrificio de un animal, pero era como una fiesta de la cosecha, en la que lo que se cosechaba era la carne y las vísceras de una criatura que pasaba de estar viva a estar muerta y, con su muerte, daba vida a las familias.

Tradicionalmente, la comida ha sido algo difícil de conseguir para la mayoría de los seres humanos. Resulta muy fácil, desde nuestra cómoda situación de quienes obtienen las proteínas animales necesarias simplemente comprándolas pulcramente despiezadas y envasadas en la carnicería, la pescadería o el supermercado, mostrarse horrorizado por la crueldad de la matanza del cerdo.

Nuestros antepasados no eran más salvajes e insensibles que nosotros, simplemente necesitaban comer y mataban para ello unos pocos animales al año. Hoy en día se ha industrializado la producción y procesamiento de los productos cárnicos, con lo cual, cada año, cada uno de nosotros provoca la muerte de muchos más animales. Pero no tenemos esa impresión porque, como dice el chiste, los pollos son esos animales sin patas ni cabeza que se crían en los mostradores frigoríficos de los supermercados. Y, lo que es peor, a veces desperdiciamos tontamente, de manera insensible e insolidaria, esa carne de animales por los que deberíamos decir itadakimasu.

 

«Té, chocolate y café» es otro capítulo del libro que nos lleva, a través del recuerdo, a otros lugares y tiempos. ¿La cocina opera como la sinestesia en la literatura?

En efecto, la cocina provoca muchas asociaciones relacionadas con sentidos diferentes, muchas sensaciones sensoriales, y evoca muchas imágenes.

En el caso de ese capítulo, el punto de partida es la sobremesa, en la que solemos tomar café o, en mi caso, casi siempre té y una onza de chocolate. Y esa asociación sensorial evoca un juego de mi infancia (uno de esos juegos que un psicopedagogo diría que sirve para desarrollar las habilidades psicomotoras, porque exigía coordinación de movimientos entre dos jugadoras) en el que se repetían esas tres palabras.

Té, chocolate y café son tres cosas que no suelen tomarse juntas, pero que tienen una historia común, y ahí pasamos del recuerdo de infancia, de la memoria personal, a la memoria colectiva: el té, el chocolate y el café eran productos de los llamados «coloniales» o «ultramarinos», es decir, importados de lugares lejanos y considerados más o menos exóticos, y detrás de ellos hay toda una historia de aventura y exploración del mundo en busca de nuevos productos comerciales (ya desde los siglos xv y xvi), pero también una historia de explotación de unos seres humanos por otros, puesto que muchas veces su cultivo se hacía con mano de obra esclava. Así que nuestro inocente juego de niños acaba abriendo una ventana por la que asomarnos a un episodio oscuro de la historia de la humanidad.

 

Total
191
Shares