Es la madre quien salva la economía de la familia mientras el padre aprueba a la hija irregular. La madre acaba en el esnobismo del desprecio: está casada con un empleado de la fundición. La situación es conflictiva. La madre llama al padre para que zurre a la hija por ser arrogante a la vez que cobarde, vacilante a la vez que descarada.
La familia entra en crisis cuando la madre se enferma, queda paralítica e inútil, y el padre se convierte en un hombre dolido por no poder vivir para sí y estar al servicio de los demás. No obstante, para Alice la promesa de encanto y felicidad permanecerá unida a su infancia. Leyendas, juegos y canciones nunca serán destruidos por la madurez. Al fondo, siempre verá a su abuela, mandona y activa, y a su padre, anciano escritor. Volver a la infancia es insistir retornando a la hermosura de la vida. Lo que la madurez destruye son las fantasías de la adolescencia, de la evolución sexual.
Adolescencia: la mala educación de odiar al padre y ser una niña bien fascinada por el lujo de Chicago. Ser una estrella de cine, ser Diana Durbin, la virtuosa, o Hedy Lamar, la pecadora. Ser, en síntesis, una señora que junte a las dos. En todo caso no pensar, algo placentero y gratuito, algo inútil. Lo útil es emplearse de sirvienta hasta que aparezca un novio conveniente. A la vez, escribe su primer texto, una carta a una amiga que destruye sin enviarla. Tiene un cuarto propio, como Virginia Woolf, narra imaginarias orgías y borracheras. Ser una mujer madura codiciada por los hombres. Literatura.
Es el momento en que aparece Henrietta, una mujer censurada por la abuela porque bebe, fuma, lleva gafas de sol y juega al bridge. Una suma de inconveniencias. Abandona a un hombre porque se enamora de otro, aunque esté casado, conduce con temeridad y muere en un accidente de coche. La abuela la criticaba pero era su íntima amiga y acaba confesando a la nieta que amaba a un hombre y debió casarse con otro. En el fondo, envidia a su madre, con la que se lleva mal porque trabaja fuera de casa. En este entretejido anida un proyecto complejo de vida. Cuando Alice, de mayor, vuelve a la casa de infancia, siente la magia del instante inmóvil, inmortal. Nunca ha salido de ella.
Desde luego, lo suyo no será el matrimonio. No se ocupa del ajuar ni de los objetos domésticos. Todo queda en manos de las mujeres de la familia. Ella tiene apenas veinte años y es fama que ahuyenta a los novios. Se casa con el primero que acepta o aceptan por ella. Es otoño. El paisaje se llena de hojas marchitas.
Desentendida de su nueva casa, concentrada en su vestido nupcial, cree amar a su marido aunque también sabe que otra mujer sería preferible para él, estaría más entregada a su cónyuge. Él es un hombre de ciudad, ignorante de las tareas rurales. La familia lo ve con malos ojos y una tía da a la novia un dinero por si se arrepiente y se escapa a hacer su vida. Con o sin dinero, ella se escapará y será escritora de historias de familia. Es su manera de apoderarse del pasado y convertirlo en vida presente. Lo que hizo su padre en la vejez.
5
«Todos estaban en la treintena. Una edad en la que a veces es difícil admitir que lo que uno está viviendo es su vida»
Alice Munro, «Accidente»
Munro, en ocasiones, narra como si no supiera qué narrar. La voz omnisciente que le permite entrar con autoridad en lo íntimo de sus personajes, de pronto, admite sus huecos, silencios y afonías. Acaso haya aquí una imagen posible de la vida forjada por la narración, algo de lo que tenemos noticias sueltas y desordenadas. Lo único ordenado es lo que sabemos de antemano, costumbres y expectativas que solemos designar como realidad. Dicho desde el otro lado: siempre esperamos que la realidad se porte bien, que responda según lo que de ella esperamos. Si historia hay, la ha de armar el lector como un rompecabezas cuyas piezas indispensables suministra Alice Munro. Y quien dice armar un texto dice clave de lectura, que también es tarea del lector. Si no, estará perdido.
Estos fragmentos descolgados de una historia sin contar admiten definir una categoría munroniana: la historia descontada, una historia sin historiar, que se da por ya contada en no se sabe dónde ni cómo. Otro ancho espacio en el que instalar al lector. Es como si toda historia fuera doble y constara de los datos evidentes que aparecen escritos y unos datos no escritos que constituyen su virtualidad. Esto envuelve una silente proclama: la historia total es ideal, imposible de contar. Más enfáticamente: es una historia irreal. Algunos maestros del siglo xx lo establecieron, si es que ello puede establecerse. Joyce intentó imposibles inventarios exhaustivos, Proust analizó objetos hasta destruirlos en una maniobra simbólica, Kafka dejó novelas sin terminar.
Munro, con una retórica que parece muy alejada de tales comparaciones, sin embargo, también juega a empezar una historia, interrumpirla y empezar otra, una cuña donde los focos se enturbian y cambian, un personaje conductor es desplazado por otro que le quita protagonismo, suma y sigue. De pronto, el primero retorna, se queja de su abandono y se abre espacio a codazos, forzando a la narradora a prestarle atención. Munro, en efecto, es una especie de narradora distraída. Obedece a la costumbre oral de hacer circunloquios, de no ir adonde iba, de mira por dónde, de esto se me olvidaba y estaba a punto de callarlo, etcétera. Aquí surge otro elemento muy propio de la más astuta narrativa contemporánea: el protagonismo del etcétera. De aquella manera, toda narración termina no en el punto final, sino en un blanco, que es quizás el blanco donde empezó.
A menudo cabe leer a Munro como una recontadora ruinosa, a partir de algunas pautas que ella misma propone. Ama las ruinas, los edificios desmoronados y olvidados que dejan al descubierto inscripciones originalmente secretas, lápidas a medias borroneadas por la desmemoria y el descuido, restos arqueológicos de una cotidianeidad que en sí misma es indigna de narrarse pero que así, en el desbarajuste residual del tiempo, adquiere sugestiones novelescas. Le puede valer de modelo el personaje de Poppy Cullender («Los Chaddeley y los Fleming»), un anticuario que lleva un catastro de todas las casas viejas de la comarca y compra todas sus instalaciones. Salvar el pasado, necesariamente fragmentario, como una manera de salvar el presente. Es modelo para el escritor porque, al igual que Munro y viceversa, conserva la memoria objetal del lugar.
Corrijo: no la conserva, la construye. Es la figura de la concha de nácar pegada al oído. En ella resuena el lejano vaivén del mar a la vez que el latido de la propia sangre. Ir hacia la lejanía es volver sobre sí mismo, el deseo presente pega los pedazos del pasado y edifica el refugio de la memoria. Pero el tiempo hace tan fugitivas las calles como los años, según la fórmula proustiana. Munro lo dice también con palabras proustianas que recuerdan el pasaje de Proust en que vuelve al Pré Catelan de Combray a examinar los nenúfares de su infancia: «Aquí están poco más o menos los mismos bancos y ferreterías y tiendas de alimentación y la barbería y la torre del ayuntamiento pero para mí todos sus mensajes secretos, pródigos, se han consumido» («Mi casa»). Los nenúfares son flores de sapo, han desaparecido. Los mensajes secretos han de ser rehechos, construidos como si nunca hubiesen existido.
Más elocuente es la construcción del pasado al margen de la memoria, cuando los documentos realmente secretos salen a la luz. Es el caso de la mujer que va de Canadá a Escocia en busca de datos sobre su marido muerto, que estuvo aquí durante la guerra («Agárrame fuerte, no me sueltes»). Se ve con unas mujeres que la anotician de aspectos inesperados del difunto, incluida una que lo ha olvidado o finge olvidarlo. Desconcertada, la protagonista advierte que ha investigado una parte de su propia vida, algo que no puede ya integrar a su presente, de modo que resuelve quedarse con el pasado que llevaba hecho de antemano, la imagen que conserva del marido muerto como si estuviera vivo, es decir, un fantasma espectral.
Estos vaivenes entre los juegos de la memoria y la objetividad documental de la vida hacen a una categoría esencial de Munro, el manejo de la ambigüedad, cómo un manojo de datos que, aparentando dar lugar a una sola historia, se abre en abanico hacia varias, todas igualmente inciertas, todas igualmente convincentes. Esto convierte a Munro, muy a menudo, en una narradora hipotética que supone acaecido lo que cuenta sin poder dar fe cabal de los eventos. Hay distintas versiones de ellos, la narradora se declara ignorante acerca de su calidad y plantea un interesante dilema entre nuestro concepto de pasado, que es lo verídico y no lo verdadero, ni siquiera lo veraz. Digo la verdad de que soy capaz, sea o no verosímil, en función de lo que deseo que sea. Incluyo la mentira si con ella relleno un hueco del tejido narrativo. Mentiré con tal hermosa maestría que el lector caerá seducido a mis pies. Un solo ejemplo: los diálogos de sus antepasados a los que no conoció. Un solo paradigma: el manejo de la ambigüedad en Henry James.
Con frecuencia, los personajes de Munro hablan sin saber a ciencia cierta de qué están hablando. Se encapsulan en la confortable pequeñez de un mundo que prescinde de la Gran Historia exterior. No hablan de religión, de política, ni siquiera de las dos guerras mundiales en las que intervino Canadá. La narradora juega a que tampoco sabe de qué hablan ellos. Y el lector debe admitir que menos aún. Pero de golpe aparece la muerte y la divagación anterior se convierte en la habladuría –dicho más coquetamente: las Sprüchereien de Heidegger–, la máscara verbal con que ocultamos la radical realidad de nuestra vida, el horizonte de la muerte.