Las parejas, frecuentísimas en esta narrativa, se definen por el conflicto. Los motivos son incontables como si cualquier cosa pudiera tener tal calidad. La estructura es siempre la misma, un encontronazo entre leyes opuestas, entre sujetos que se consideran legitimados para juzgar al otro: yo soy la ley y te juzgo y no acepto que tú seas la ley y me juzgues. En este esquema sí que hay algo trágico, aunque no se dé en el tono de la correspondiente pelotera. Como no hay una Ley Tercera que solvente el choque, sobreviene la ruptura. Si hay hijos, no importan porque en los matrimonios munronianos no está definida la propiedad de ellos. Es como si no se supiera de quién son hijos. ¿De un par de individuos, de la especie humana, de nadie? Desde luego, no de Dios, como en la antigua fórmula popular. En Munro hay iglesias y ceremonias litúrgicas pero no hay Dios que valga.

Otro paradigma: «Amistad de juventud». Robert pretende a Flora, hermana de Ellie. Ambas se parecen; la primera es linda y la segunda, fea. Robert debe casarse con Ellie y nadie sabe por qué pero todo el mundo cuenta que Ellie ha quedado embarazada siendo soltera. La prueba es que ha tenido un ataque frenético y publico, con gritos y revolcones en la nieve. La solución es doméstica, pacífica y escandalosa: viven los tres juntos, o sea, el marido con su esposa y su amante, que es su primitiva novia, y las dos hermanas en una suerte de idilio lésbico. Se trata de una solución femenina, urdida por ellas dos, la narradora y su madre. Al hombre todo esto nada le importa y, simétricamente, a las mujeres nada les importa del hombre. De nuevo, se da la dualidad munroniana: el hombre es quien es como quiere y la mujer existe como puede, obligada a la libertad y a la responsabilidad. En esa casa acaba por reinar la ley femenina, que da al varón su lugar pertinente, la silenciosa fantasía de ser el amo del hogar.

El conflicto es siempre el paisaje de fondo sobre el cual pululan las escenas donde madres y padres apenas responden por sus hijos. Veamos, sin pretender un inventario exhaustivo: madre que no se ocupa del hijo que se aparta de su madre, madre que propina palizas, niños que desaparecen, terceros generosos que fungen de padres por compasión, matrimonios armoniosos por carencia de hijos, madres abortivas, bebés que nacen muertos, madres autocalificadas de malas, hijas drogadictas que se distancian de sus madres. No sigo y copio: «Oh, qué red tan enmarañada tejemos cuando tenemos hijos. Luego ellos siempre quieren que seamos los mismos… Los trastorna terriblemente que hagamos algo que ellos no creían que fuésemos a hacer. Terriblemente» («Fotografías del hielo»).

¿Qué realidad externa rodea a esta maraña? No es algo dado desde fuera, no es estrictamente real y ello se advierte en la vacilación que Munro, con extrema habilidad, establece entre realidad y ficción o realidad fingida o ficción realizada en las relaciones intersexuales. Reduzco dos ejemplos. En «El Jack Randa Hotel» una pareja se separa y ella urde una correspondencia apócrifa en la que toma el lugar de una mujer que lo seduce. Es ambigua la realidad imaginaria o ficta que finalmente produce como efecto palpable la reconciliación. Es como si el hombre pudiera reconciliarse con la mujer cuando ella se convierte en un personaje fingido, una escritora de cartas, una literata. En «Naranjas y manzanas» es el marido quien urde para su uso íntimo una historia entre su mujer y un vecino, apenas ve a ella tomando el sol ligera de ropa y al otro, desnudo tras una ventana, provisto de un catalejo y activamente masturbatorio. ¿Qué quiere el buen hombre bordando su noveleta de adulterio? ¿Sentirse engañado y gozar con el engaño, lucir a su mujer como hembra irresistible, acaso establecer un vínculo oblicuo con el entusiasta vecino? Desde luego, el lector –creo que también la narradora pero ella en segundo plano– tiene un ancho campo de elección: ¿hubo algo real, corporal, entre la mujer y el vecino?

No faltan en Munro reflexiones sobre el amor porque, al menos en su literatura, se trata de acomodar esta incómoda categoría que no pasa por la comunicación ni por la institución matrimonial, paterna y materna.

El encuentro amoroso es, como en la tradición literaria occidental, secreto, ilegal y, a menudo, clandestino. Ocurre en senderos solitarios, bosques, riberas de lagos, pasillos de laboratorio, establos, según que Munro juegue al idilio o a la ironía. En cuanto lo saben los terceros, el amor se disuelve porque se rompe la cápsula mágica que lo protegía y, a través del se dice que (veraz o mendaz, tanto da si es creíble) los extraños se apoderan de su intimidad y la destruyen como tal. Al hacerse público, se vuelve inexistente, tal es su paradójica calidad de subsistencia. Ambiguamente, quien lo elucida es la literatura. Una nueva paradoja. La ciudad puede saberlo y callarlo, los cónyuges formales pueden ignorar el adulterio. Sólo la narradora y el lector están en el secreto, a medias pero secreto al fin. El amor es así: nada serio aunque puede resultar fatal («El autobús de Bardon»). Imposible formular mejor su calidad paradójica, hábil al romance y a la ironía.

Por todo lo anterior cabe concluir que el amor munroniano es del orden de lo erróneo. Más aún: que esta es su clave. Amar es errar porque se implanta sobre el ser amado una imagen inventada por el amante, que acaba desilusionado por su aventura. Todavía más: «[…] El amor no es amable ni honesto y no contribuye a la felicidad de ninguna forma fiable» («Cena del Día del Trabajo»). Suma y sigue: no es racional, no tiene en cuenta nuestros intereses principales, nada tiene que ver con las normales preferencias. Los enamorados inteligentes renuncian a él y se casan. Los amantes sin inteligencia se entregan a una apasionada posesión. Es la que tiene valor y prestigio y sirve para la literatura.

Ahora bien, esta experiencia intensa y, con frecuencia, calamitosa que llamamos amor nadie quiere evitarla. Muy por el contrario, abundan quienes se lamentan de no haberlo vivido. Por mi cuenta añado que sirve de guía para tratar de entender, más ampliamente, la existencia humana narrada por Munro. En efecto, existir, para el ser humano, es algo que nadie quiere dejar de experimentar, sean cuales fueren sus inconvenientes. Estamos enigmáticamente apegados a nuestra existencia y no por mandato trascendente alguno. Y, si no, está la literatura que nos lo narra para convencernos.

4

«Frases sueltas de los libros que siempre había querido leer. A veces, esas frases me resultaban tan gratas, o tan esquivas o maravillosas, que abandonaba el resto de las palabras y me sumía en un estado de ánimo especial. Despierta y somnolienta, me aislaba de la gente pero al mismo tiempo consciente de la ciudad en sí misma, que se me antojaba un lugar extraño».

Alice Munro, «La virgen albanesa»

Munro ha hurgado en la historia de su familia, emigrantes escoceses en el Canadá. Todo emigrante tiene algo de fugitivo, alguien que huye sin saberlo y, por lo tanto, tampoco se pregunta de qué huye. Ella encuentra a quienes sintieron siempre la inquietud de hacer constar esa historia. Crónicas, diarios, cartas: se parecían a esos personajes de sus propios cuentos, sensatos, necios, extravagantes, entremezclados. Los heredaba y los inventaba, combinando ambas vertientes. Un destino de escritura. O, mejor, la escritura como destino.

Añadido a esta búsqueda, le queda el gusto obsesivo por la vida de un par de escritoras locales, olvidadas y apenas significativas. ¿Qué resta de la vida de esas mujeres? ¿Qué resta de las mujeres que escriben? Agregado, el apego a examinar cementerios. En las lápidas hay nombres, epitafios en inglés y alemán, borraduras, lazos familiares a veces descifrables y otras, meros enigmas de nombres y apellidos. Inhumados con cuidado, esos muertos pasan habitualmente al olvido pero las palabras insisten.

Uno de sus abuelos fue admirado porque leía libros en un medio donde se desaprobaba que hiciera lo mismo una mujer. Eran granjeros, un ambiente rural apenas letrado, donde la palabra era más bien la charla privada que no deja huellas y el verbo autorizado del pastor en la iglesia. Al examinar a sus parientes cercanos, diseña una ringlera de mujeres, con un solo varón: su padre. De los hermanos y sus propios y variables maridos, sólo apuntes sueltos. Ellas, él y ella.

Su padre no fue un varón convencional. Pasó de un oficio a otro, no acabó nunca sus estudios. Ella hará lo mismo. La abuela, una mujer de andares masculinos, mandaba. El abuelo, pasivo y ensimismado, obedecía. El padre construye la casa y cría animales. La madre trabaja vendiendo pieles. Este intercambio de roles sexuales la afecta. Su recuerdo más antiguo es contemplar cómo su padre ordeña una vaca. De viejo, escribirá sus recuerdos y una novela de pioneros. En parte, la estamos leyendo, pero escrita por su hija. La escritura: una labor andrógina.

La madre es una mujer quejosa que desaprueba el descuido de su hija. Se transfigura cuando se instala en un hotel donde vende costosas pieles, al punto de que la hija no la reconoce. En ese suntuoso ambiente, la niña se siente una pordiosera. Sociable y seductora, la madre se hace amiga de sus compañeros de comercio. Alice acaba repugnada de tal espectáculo.

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