«¿No tienen todas esas princesas de cuento un velo suave, un velo de estupidez, sobre la rubia belleza un aire de sacrificio inconciente, de benevolencia desvalida?»
Alice Munro,
«Oh, de qué sirve»
«Quiero algo muy elegante y muy provocativo. ¿Sabe lo que le quiero decir?»
Alice Munro,
«El autobús de Bardon»
1
Abundan en la narrativa de Alice Munro las detalladas referencias al arreglo de la casa, la ropa, los peinados, los maquillajes, las recetas de cocina, los artículos de limpieza doméstica, los perfumes. Están percibidas y registradas por la mirada de una maruja que se muestra a la mirada de otras marujas igualmente enteradas como ella de toda ese atareado inventario mujeril.
No obstante y por el contrario, su población de mujeres escoge normalmente otros rumbos. Los modelos impuestos no les sirven y, si los aceptan, como el matrimonio y la maternidad, resultan indignos de ser narrados, no se los considera memorables. «Las mujeres-esposas son atentas pero serenas, dedicadas pero frías. ¿A qué se dedican?» («Oh, de qué sirve»). El paradigma contrario, las solteronas, tampoco se les impone. Trabajan por deber, sin dejar de hacerlo, viven en casas deshabitadas como si no las poblasen, no conocen varón alguno, no inician conversaciones, se visten como asistentas. Las que viven en una ciudad y ejercen profesiones, empleos o comercios, parecen varones, se divierten mas renuncian a su condición femenina.
La nena y la adolescente ven y observan a las mujeres adultas y se preguntan si han de ser como ellas. Están en el punto inicial de la condición femenina y advierten que deben ser mujeres, es decir, que les compete no existir. Se desorientan, confían en un hombre que acaba decepcionando y dejándolas en compañía de su soledad o de la costumbre marital, que viene a ser lo mismo. Hablan entre ellas, se escuchan, es decir, que se escuchan a sí mismas: una sola voz y una sola escucha. Si se dirigen a un hombre, él no las escucha. El hombre nada tiene que aprender de ellas. A veces, como ese viudo de una esposa promiscua, reciben un juicio lapidario: la mujer busca algo que no está ahí («De otro modo»).
Eso que no está ahí quizá no esté en ninguna parte. Hay un momento en que una mujer concede y acepta que todo el poder es del hombre. Si es astuta, se apodera de él por medio de la aceptación. Si es tonta, choca con el varón y sale derrotada. Se queda libre, sola y desasistida, entre el orgullo y la sensatez, preguntándose si lo «correcto» es abdicar o sostener. Entre tanto, observa que las canas invaden sus cabellos y se obsesiona viendo cómo pasa lo mismo en todas las cabelleras. Es la hora de empezar a envejecer. Todas y todos envejecen.
También es posible otra alternativa. La más suave es la pareja de mujeres. En «Oh, de qué sirve» hay un idilio lésbico entre Matilda y Joan, que enloquece de amor por ella, sin pasar de la locura. En «Alga marina roja» se habla de una relación sáfica entre una escritora y su amiga, con la que convive. Son la imagen de la libertad. Lo inconvencional escapa a todo control porque no hay modelo de comparación. Son casos aislados. Más habitual son los dúos de niñas fantasiosas que con sus travesuras desbaratan la vida de los adultos. Llegarán asimismo a ser adultas y esa imagen de lindeza literaria quedará titilando en la memoria como un ejemplo de felicidad o traducida en una suerte de simbiosis entre una profesional convenida (es enfermera por común alusión, por pacto con la otra) y la segunda, que se convierte en una deshonrada («El día de la peluca»).
La alternativa más dura es intentar convertirse en varón, no existir para ser. Es la mujer que se viste de varón y dirige una empresa, tratando a los hombres de igual a igual, o las chicas traviesas que se visten de muchachos y se meten en el baño correspondiente para que la mirada de los varones las virilice («Alga marina roja», «La temporada del pavo»). Son mujeres que lamentan serlo y quisieran haber nacido masculinas.
No parece ser la opción de la que podríamos denominar mujer típica munroniana. Es la que escoge la libertad, o sea, no adoptar un rol sino intentar inventárselo. Es fascinante, difícil, peligroso y angustioso. En el medio que describe Munro se admite que la mujer se dedique a la enseñanza, si es posible conservándose soltera y solterona. Una profesora o una maestra son levemente pensativas y pensar está mal visto entre varones, cosa de maricas.
Pero la libertad por excelencia es para Munro la escritura. Escribir es desenrolarse, desencajar roles. Y la anécdota más digna de ser contada es, justamente, aquella alternativa de la mujer. Los avatares y matices que produce merece la narración, en especial si la cumple otra mujer.
Un episodio relevante de tal aventura es el descubrimiento del varón, atisbar e investigar por cuenta propia cómo son ellos, al menos uno de ellos. Se trata de percibir de a poco el cuerpo viril, y Munro lo resuelve magistralmente en «Bajo el manzano». El hombre la atrae y su cuerpo le parece, al principio, maloliente y desagradable. Advierte que él la desea y se imagina haciendo el amor con un ser repugnante. Se ve llegando a casa, descubierta en su deshonestidad y obligada a un matrimonio que la repele. Empieza a horrorizarse al encontrar mujeres embarazadas. Luego, saberse deseada la afirma y la torna admirable ante sí misma. Finalmente gozará al entregarse al hombre hasta el colmo de sentirlo extraño. Es el territorio del otro, un espacio que aguarda la demanda varonil. Está lista para ser esposa y madre.
Munro preferirá encontrarse con esos individuos maduros, «dueños de sí mismos e irónicos, con una vena feroz y una melancolía residual» («Bajo el manzano»). Irá en su busca la escritora, montada en bicicleta como un chico, por una carretera solitaria, segura de merecer al desconocido que le han anunciado las novelas de amor, las que ella tratará de escribir.
2
Junto a, enfrente de, encima o debajo de las mujeres, los varones. Son seguros de sus roles e identidades. Tienen ideas muy claras acerca de las mujeres. Saben poco del mundo porque lo dan por sabido. Conocen los lugares que les corresponden y desconocen las dudas identitarias. Poseen mucho ser y escasa existencia. Tienen puntos de vista invariables, nada problemáticos. Por todo ello están peor dotados que las mujeres para investigar la realidad (según ellos, algo consabido) y narrar historias. ¿La narrativa es, por excelencia, algo femenino? Hoy no toca.
Lo propio de los varones es la fijeza: siempre realizan el mismo trabajo, sin vacilaciones intelectuales ni sentimentales. El colmo del varón es el ántropos moderno, que Munro caracteriza por su aborrecimiento de la pobreza, que siempre es voluntaria, y de la ignorancia, que nada sabe de sí misma. A su vez, aunque no lo sepa, este humano, tan cierto de su lugar en el mundo, queda oprimido por él. Al igual que en materia de narraciones, en cuanto a libertades, la mujer lo aventaja. A ella el ser no le es algo dado, ha de buscarlo en su existir.
Desde este lugar, el varón no mira al varón porque descuenta que se le asemeja, sino que mira a la mujer, su obvia otredad. Su mirada, sea la del amado o el desconocido, sostiene a la mujer, que lo sabe y cuenta con ella. La abundancia de elementos visibles, tópico femenino, colabora con el ojo viril, que siempre agradece la abundancia de los detalles. Munro también lo sabe y se prodiga en ellos, como dije al principio.
Envuelta por la mirada, late la benevolencia del deseo. El varón quiere hacer feliz a la mujer, lo cual, en el código masculino, consiste en conducirla hasta el orgasmo. Es difícil saberlo; el disimulo puede fingirlo o enmascararlo. Pero más difícil es, para la mujer, averiguar qué hace feliz al varón. Siempre la felicidad es la que siente el otro, algo que desde fuera resulta imposible resentir. La dicha tiene el perfil de la utopía.
Todo lo anterior se refiere al varón heterosexual. Poco y nada asoma el homosexual en las historias de Munro. «La temporada del pavo» recoge la opinión general de las mujeres en un medio popular y provinciano. Homosexual es un hombre aficionado a la música, la cocina, la decoración de interiores y el ganchillo. Pero, en rigor, es un varón enigmático que no mira a las mujeres y cuya interioridad constituye una doble utopía. No las mira, no es que huya de ellas. De ellas huyen todos los hombres.
3
Para considerar las relaciones entre sexos en las narraciones munronianas conviene tener en cuenta que, en su mayoría, ocurren dentro de cierto corte generacional y, por lo tanto, histórico: la experiencia de los jóvenes del sesenta en América del Norte: ácido lisérgico, marihuana, exclusividad o libertad sexual. Puntualizando: estos personajes fueron jóvenes en aquella década y ahora son viejos o están a punto de serlo. Todo se mira y se juzga desde la edad de los balances contables de la vida donde arraiga la doble valoración, el debe y el haber, lo bien o mal hecho y el patrimonio adquirido y perdido.
No hay compenetración entre hombre y mujer, tampoco hay una cabal comunicación. Esto no importa a ellos, que se limitan a cumplir plenamente con su rol. Ellas lo problematizan pero de modo ensimismado. Quien sabe lo que pasa es la voz narrante porque comparte la meditación, la extrañeza y la melancolía de la experiencia femenina. Paradigmática es la narración «Entusiasmo», la historia de una mujer y sus cuatro hombres, todos estrictamente extraños, una suerte de visitas inopinadas y finalmente inoportunas para ella: un médico casado que pierde el empleo por el escándalo, el viajante que la desflora sin prevenirlo, un soldado que no la conoce y le escribe cartas de amor desde su lecho hospitalario donde convalece y el viudo con quien se casa como quien se entrega a lo irremediable. Munro señala que nada hay de patético, ni siquiera de pintoresco, en este cuádruple destino. Este mundo se compone, si compuesto llega a ser, con puras contingencias que producen una vaga desolación, ajena a cualquier trascendencia. Estos seres están abandonados en las arenas de la existencia, libres y solos. Un abandono suave y finalmente consentido por aceptación, no el producto de un empujón violento, acaso una escena trágica.
Entre ellos y ellas no hay estricto enamoramiento pero sí fascinación sexual. El hombre, más que demandar, ordena. La mujer se abre y goza imaginándose ser el territorio del varón. Los intentos de comunicación son dificultosos y de pobre resultado. Generalmente desaguan en conflicto. Las fórmulas tópicas, útiles para resolver lo cotidiano, sustituyen al verdadero contacto. Si hay intimidad, no se da entre los personajes sino entre ellos y la narradora.