Iba a Pereira, al Eje Cafetero detrás de las montañas, al Festival Luna de Locos, que dirige Giovanny Gómez y que reúne a poetas de medio mundo para desperdigarlos por plazas, colegios y pueblos. A diferencia de mi país, en el que la poesía parece oficiarse en cubículos desangelados, en Colombia las lecturas se acogen como una fiesta. En plazas abarrotadas de jóvenes leo junto a mis compañeros de viaje (otros españoles, como Luis García Montero, Elena Medel y Jordi Valls; el argentino Juan Arabia; colombianos, como Juliana Gómez Nieto, Lindantonella Solano Mendoza, Mauricio Peñaranda, Arturo Estrada, José Luis Díaz-Granados; la galesa Zoë Skoulding; el canadiense Herménégilde Chiasson; el británico James Byrne, entre muchos otros) en la noche cálida, el público sentado en la hierba.
Vamos a colegios con patio de verbena, donde hacen de guirnalda nuestros poemas rotulados en cartulina y los cómicos retratos dibujados por los pequeños. Todos participan, cada alumno aporta una lectura, un poema propio, una reflexión, con mayor alegría en los barrios más difíciles: criaturas de la violencia o de la pobreza sonríen, bailan, escuchan, tienen el hambre de saber, de crecer con nosotros, pero también de compartir. Cuando voy a esos colegios, veo un mar en el que se derrama el sol; son las miradas, las inteligencias de los chicos y chicas colombianos, ejemplarmente preparados por sus profesores para ese momento, donde los hijos del café y de las montañas dan sentido a las cartas que traemos en las manos. Como si justo antes estuvieran en blanco. Ahora se marcan con vivas figuras. Y me hace recordar la abulia de mi país privilegiado y europeo, en el que los adolescentes parecen esconderse en cápsulas de hierro para no tener contacto con lo que les ofrecen los mayores, todos torpes en nuestra manera de transmitir y recoger legados.
Viajo con Juan Arabia y Jordi Valls a Belén de Umbría, un pueblo de las montañas cafeteras. Tomamos café y cerveza con campesinos, comerciantes, no sabemos, jóvenes y ancianos de hablar educado e intensa vitalidad. Todos los cafés y cantinas tienen varias puertas o grandes ventanales. Un campesino viejo con sombrero de ala corta, Mario Ortiz Sánchez, nos regala un libro que ha encuadernado él mismo: El iris negro de los Caínes. Lo firma con un sobrenombre: el marqués de los Caballos. Lo invitamos a recitar con nosotros en la plaza. Juan Arabia, Rimbaud argentino, maneja como un mago la energía de la gente. Jordi Valls, con su marcado acento catalán, que quizá resuena en aquella plaza por primera vez, invita al resto del público a recitar con nosotros. La noche nos rodea. La selva y los cafetales cantan una oscura canción de savia. Y las luces del pueblo son mínimas, somos mínimos, y las montañas nos escuchan igual que escuchan al río, en el que, no hace mucho, alguien ha tiroteado a un hombre.
Hay paz en la mayor parte de los caminos, donde antaño cruzaba la muerte. La carretera está en obras. Cuando nos detenemos en los cruces críticos, vendedores ambulantes asoman con agua. Sol blanco. Azul tórrido. Un verde que pide los labios, las manos, además de los ojos, en prados y cultivos, en las cordilleras abarrotadas de selva.
Pereira es bulliciosa en el día. Mercados electrónicos. Puestos callejeros que venden frutas milagrosas. Cafeterías donde ofrecen diferentes maneras de tomar un café tan puro que sabe a tierra y a mata y a lluvia y a cielo descendido. Todo eso, concentrado, es el aroma. Y las manos que recogieron el grano. Frente a un hermoso café al viejo estilo, tocan la guitarra dos ancianos. Sombrero blanco, camisa ligera, brazos de pergamino. Se acompañan mutuamente: bambuco, pasillo, bolero ranchero. En toda Pereira son conocidos como los Abuelos. Tocan, de forma prodigiosa, por unas monedas de miserable valor. Me siento con ellos. Me cuentan que han estado en un programa de televisión. Cuando les digo que vengo de España, ensayan aires ibéricos. La gente, acostumbrada, pasa sin mirar. El sol en los dedos es el tiempo.
De noche, los muchachos que nos guían por el festival, Christian, Johnwi y Santiago —que tienen nombre y juventud de apóstoles— nos llevan a El Pavo. Bar de estudiantes, bar de esquina, bar cantina, bar con todos los tangos del mundo, bar para sentarse y hablar, bar vocacional de borrachos. Un hermano de Giovanny, Luis Montealegre, ha rodado un corto, Arre, caballo, que transcurre en El Pavo y cuenta la historia de un campesino que vive en la soledad de la montaña con la compañía feliz del animal. Cuando el caballo muere, baja a Pereira para construirle un gigantesco ataúd y, después, entra en la cantina para beber minuciosa y persistentemente. Brinda por él dentro del Pavo, hasta que el mismo caballo se aparece. También se aparece ante mí. Es blanco. Un paladín. No es un caballo. Es un caballero andante. Poder y bondad. A la salida, en la esquina de El Pavo, se nos acerca un muchacho descamisado, enclenque, con la piel llena de polvo, untada con aquella tierra de Pereira.
—No me dejen morir, no me dejen robar —dice, reza, mientras nos persigue calle arriba.
Leo en D. H. Lawrence: «Dejad de decir: “Esto es mío”. Sino: “Está conmigo”».
La poesía de Juan Arabia es lisérgica y sintética. La de Zoë Skoulding, telúrica y concentrada. La de Jordi Valls, áspera y tonante. La de Lindantonella Solano Mendoza, un baile de palabras presocráticas. Las oigo, las leo aquí por primera vez. Viajamos al valle del Cocora. Sierras afiladas y selváticas protegen el cielo. Son sólo dentadura y empalizada de montes más altos. Tras ellos, los sublimes picos que atravesó Humboldt buscando saber. Lo que sabemos: las nubes aprietan el cielo en una erupción inversa. En los claros, azules túneles a otro mundo. Las palmas, estilizadas y de gran altura, salpican el valle y se perfilan sobre las lomas como un ejército zen, dispuesto a dejarse inclinar por el viento. Nos tendemos en la hierba. Colombia nos toca las manos.
Bebemos aguardiente de Salento. Ya probamos el café en La Plaza, corazón del Quindío, latido de tostado grano. Allá era una plataforma ante el cielo, entre graderío de montañas: casas blandas como sombreros, camino sin prisa. En una cantina de amplios ventanales, los salentinos juegan al billar. Las bolas ruedan en la mesa menos veloces que los arroyos de montaña.
Bebemos aguardiente de Salento, carretera abajo, en el bus que compartimos. José Luis Díaz-Granados —barba de sultán, ojos con entusiasta melancolía— canta boleros de la tierra y su voz nos hace soñar amores, celebrar amigos. Nuevos amigos bajo la lluvia torrencial que nos va atascando en la carretera. Anochece. El escritor Gustavo Tatis Guerra nos cuenta la historia de un mono que, en el patio de un bar caribeño, bebía vasitos de aguardiente. Algunos clientes, para burlarse, jugaban a cambiarle el contenido por un poco de agua o de tibia cerveza. Entonces, el mono se irritaba, chillaba, saltaba por el patio entre las carcajadas de los clientes. Una vez, atacó al burlador. Le arañó el cuello y el pecho, de tal modo que la sangre salpicó los impolutos pantalones blancos que vestía, en la zona de la bragueta. Cuando regresó a casa, una mujer le exigió el nombre de la muchacha desvirgada. La lluvia repiquetea en la chapa del bus.
Giovanny concentra la conversación del hotel. Es algo que sucede en sus gestos suaves y en su mirada atenta, una película donde vamos sucediendo nosotros y los detalles para que el festival salga bien. Cada comida, cada sobremesa es un breve repaso de una brizna de la realidad, como si cualquiera de los comensales sacara de la mano del otro uno de esos palitos, de diferentes tamaños, con los que jugábamos de niños con la suerte. También salen los problemas de España, que parece lejana, pero sigue viva en nosotros. Elena Medel. Luis García Montero. Emilio Coco. Zoë Skoulding. De nuestros países traemos algo para éste. A eso hemos venido. A decir lo que pensamos, a leer lo que escribimos, a descifrar lo que somos ante un espejo cuya riqueza nos deslumbra y aporta mucho más de lo imaginado. Acaso hemos venido a pasar a otro estado. A que nos salga un ala colombiana.
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