Voy a la cafetería que frecuentaba, hace casi un siglo, Luis Vidales. Sus versos: grafitis en las paredes. Compatibles con el partido de fútbol que se mueve en la pantalla. El café es más intenso que un haiku. Estoy probando tierra. Tierra pisada y cultivada por los seres humanos de este lugar llamado Eje Cafetero de Colombia. Vengo de la presentación de un libro, Borrar del mapa, del fotógrafo Rodrigo Grajales y el cronista Camilo Alzate. Es un libro para comprender este país. Se remonta a las cumbres, baja a los valles. Narra la historia de las razas: blancos, negros, indios, mestizos. Los aventureros. Los criminales. Los guerrilleros. Las víctimas. Los campesinos. Los caciques. Los cristales rotos de los caminos. Los macizos. Los ríos. Las altas sierras en las que los indígenas se empeñan en vivir para dar ejemplo al resto de la humanidad. Nos llaman «los hermanos pequeños». La muerte. El asesinato. La redención. Los indios de las salinas. Los explotadores de los indios. La rabia de los volcanes. La idiocia de los Gobiernos. Vida de selva, vida de ciudad, vida de roca, vida de altura, vida de abajo. Vida enraizada en el ayer para el hoy. Un documento fotográfico con impagables crónicas sobre una esencia colombiana que permanece en olvidadas cosas, donde se escurre la mirada o la vista, en la espesura, o en la cegadora claridad.
Waldir Hanrryr nos lleva a la Universidad del Valle, en Caicedonia. Atravesamos el valle frondoso de verdes desiguales, montaña alzada, turbulento río. La carretera es un tren. Cada instante una ventanilla a la creación. El valle crea. El fuego crea. Aquel fuego que corre debajo, el río del núcleo, tiene cabellera de verdor. En Caicedonia, Waldir nos regala el café de Damajuana, una casa amplia y abierta al cielo, donde la señora del jardín nos regala una infusión de hierbas. En el auditorio de la universidad, los jóvenes nos regalan su atención, concentrada como en agua caliente. De noche, palpamos el aire del peligro que ha desaparecido hace un año. Es otra época. Estamos pisando otra época. Waldir nos lleva de regreso por el valle nocturno. Entre los árboles de la carretera, nos enseña cierto punto donde, dicen, se aparecen meteoros, haces espectrales que viajan desde una dimensión a otra. Las estrellas, arriba del parabrisas, dejan caer su lluvia secreta. Es entonces cuando sucede: un resplandor blanco cruza la carretera, se pierde en oscuro.
Amanece en Las montañas azules. Es la novela escrita por Juliana Gómez Nieto, que era niña cuando en 1999 un terremoto destrozó el Eje Cafetero de Colombia. Uno de los personajes de la novela, Ángela, niña como lo fue Juliana, mira las montañas y, al ver que bailan, siente euforia. Desconoce todavía las consecuencias de aquella magia: muertes, derrumbamientos, viajes en busca de familiares perdidos, solidaridad entre vecinos que antes no se hablaban, egoísmos de otros que acaparan víveres para venderlos a doble precio, gente que se mira por primera vez con un trozo de pan o de vacío entre las manos, cadáveres en la funeraria como productos vencidos de un estante, las montañas, de un verde tan fuerte que parece azul, el hogar a pesar de todo. Es una novela delicada, ágil, muy humana, que nos lleva al interior de cada historia con una escritura cuidada y transparente que transmite un canto a la vida.
Me despierto en la madrugada. Fuera de la cabaña, alrededor del árbol donde duermo, han dejado de sonar las criaturas de la noche. Y se ha levantado el viento. Siento, enfrente, más allá de las flexibles y delgadas cañas de las paredes, el latir de Peñas Blancas. Vuelvo a dormirme. En el desayuno, me entero de que esta noche ha habido un terremoto. La falla de San Andrés ha pedido la palabra y ha vuelto a callar.
Con la novela de José Nodier Solórzano Castaño, La secreta, entro en el lenguaje colombiano. Voy por las calles de Calarcá o de Armenia, aunque es la escritura de José. Colores en las fachadas, espesura de la trasparencia, pasos amenazados, pero pasos que no dejan de buscar. Violencia, zozobra, una vitalidad sin límites que se parece a la redención. Algo en la voz me hace pensar en Onetti o en un Onetti que lee una novela de José Solórzano. Onetti asiente y disiente y canturrea un tango.
Nos sentamos en un café de la plaza. El proyecto de José Nodier es hacer de Calarcá un lugar de reflexión en libertad, desgarrando progresivamente la red de totalitarismos que ha envuelto Colombia desde múltiples estratos. José Nodier tiene manos grandes y cálidas de santo o de Sansón. Manos que se embarran dentro de los cursos de los ríos. Y los van abriendo. Y los van derivando.
Cabaña en el árbol.
Antes del amanecer, canta un gallo.
Después del amanecer, los gallos son invisibles.
Vamos al jardín botánico del Quindío. Nos guía Camilo Alzate. Caminamos entre selvas donde nos atisban pájaros secretos. Bosques de ese bambú colombiano que se llama «guadua» entran y salen de la tierra, como lanzas flexibles. Así crecen, punta lisa, se enraman, regresan al subsuelo. Pueden regresar al útero de la madre, rompiendo la tierra. Y vuelven a elevarse unos metros más allá.
Nos detenemos ante un árbol que camina. Se trata de un tipo de palma capaz de desplazarse en busca de agua y nutrientes. Da unos pasos tan lentos que el planeta puede girar y girar sin que nadie se percate de los disimuladísimos andares de este árbol. Uno siempre lo pilla in fraganti, y él, la palma, hace como los corzos de los bosques: congela su movimiento. Tiene paciencia la palma. Sabe que en cien años recorrerá un par de metros, alguno más si le ayuda el fantasma del barro, cuando llueve a rabiar. Sabe que el tiempo no importa demasiado. Sabe que nosotros somos pasajeros. Observamos sus raíces que han doblado la rodilla para estabilizarse un milímetro más allá durante un lustro. Cruzamos un puente.
Vamos a la isla de los pájaros. Una isla bosque. Dentro de un refugio camuflado, contemplamos un desfile milagroso: aves rojas, azules, amarillas, tornasoladas, plumas multicolores, picos picadores que pitan, ojos acerados, concentrados, antracitas, vivísimos. Somos un animal muy lento que los observa. Como la palma nos podría percibir a nosotros. En comparación con estos pájaros, somos grandes, torpes, tontos, pegados a la tierra. Sobre todo: no sabemos volar.
El jardín tiene un corazón. Se ve desde lo alto: un corazón de hierro y gasa con forma de mariposa. Dentro están ellas, negras o amarillas, siempre punteadas de ojos de otro mundo. Vuelan —estos seres sí—, pero como a punto de caer y a punto de remontarse. Parpadean. Viven para mirar y ser miradas. El aire es un coqueto abrir y cerrar de ojos. Nos untamos los dedos con jugo de naranja y acercamos las yemas al ramaje en el que la mariposa descansa. Se encarama cerca de la uña. Pega su finísimo canuto libador. Éste se dobla en la punta. Absorbe. Se desliza para buscar más jugo. Entonces sucede. Se posa en mi dedo la mariposa del cuadro que hay en la cabaña, la misma que salió del cuento de Rebetez. Fue de la página a la lámina y de la lámina hasta mi piel. Aquí está. Despliega las alas. Apenas se mueve. Busco sus ojos, no los de las alas, sino los mínimos ojos del insecto, donde relumbra una extraña certeza. Pasar a otro estado. Pasar a otro estado. Larva. Oruga. Mariposa. Muerte. Y antes y después qué. Alma del mundo. Alma del mundo. Alma del mundo. «¿Es así?», le pregunto. Ahora mismo, mientras permanece encaramada a mi dedo, el cuadro de mi cabaña está en blanco.
Traduce la mariposa, dicta: «El oro crece en el abdomen y las alas alcanzan inquietud de montaña. Los encuentros fugitivos parpadean perpetuos. La tierra vive en la planta, la planta en la carne. La carne en el vacío. Escucha, detenidamente, el movimiento».
La magia venía de los afanes de cada desconocido. La magia venía cerca, pegada a nosotros. Había aquí otro chico llamado Christian, que había rescatado José de una vida de infamia. Enjuto, desgarbado, espiritual, lo era tanto que parecía caminar en tambaleos, porque la tierra, ni siquiera aquella de los ríos de fuego, no era su lugar natural. Era hijo del secreto fulgor. Nos ayudaba en el ir y venir del festival. Hablaba como si siempre estuviese soñando. Mirada suave de visionario tantas veces vencido. Y así nos acompañaba la última noche a uno de los mejores bares que yo haya conocido. La Tertulia, se llamaba, como aquel otro de Granada. Luz mediada, todos los boleros, botellas de ron. Se concentra y se destila lo que ha ido sucediendo en el festival: Juliana, José, Herménégilde, Edwin, Camilo, Christian, yo mismo, el que ya no quiere ser un soy porque quiere pasar a otro estado. Cuando bailamos, en las esquinas de penumbra del techo, se presienten las alas azules de los insectos. Es posible ser amor en un solo baile. Ningún otro órgano es necesario: antenas, ojos, trompa, alas. También la mariposa debe pasar a otro estado.
No calles solitarias. Abandonadas en la noche. Calarcá. Cruzamos la avenida del cementerio, la llamada «de los salsódromos». Seguimos adelante, bajo las peñas del indio, iluminadas por la luna llena. Christian nos guía. Tiene una mano de luz que indica hacia el hotel del zen. Un zen tropical, carnal, bullente, de hojas altas y gruesas. Nos sentamos bajo la parra. Surgen ángeles. Los ha traído Christian. Los llevaba escondidos en la bolsita donde tantos años había juntado los granos de maní. No son figuras. Son la yema de un dedo que activa nuestras auras. Parecemos luciérnagas en la noche. De las Peñas Blancas emana el rayo del tesoro. Nos atraviesa como la aguja del taxidermista. Nos clava en nosotros mismos. Nos clava el uno en el otro. Somos uno solo y somos felices. «Con cuántas personas puede unirse uno», le pregunto a Christian. Él abre su bolsita del maní. Se multiplica como el pan y los peces. Entonces, recuerdo las palabras de Rebetez: «Nadie sabe de un hombre convertido en mariposa». Hasta ahora.
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