Imagínense a Andrea Camilleri tomando el sol en un yate al estilo de Tony Soprano.
—Te aseguro, muchacho, que si el éxito me hubiera llegado unos años antes estaríamos haciendo esta entrevista en la cubierta de un barco. Ese es mi sueño: embarcarme y navegar por todo el Mediterráneo.
Cuando me hizo esta confesión, el escritor siciliano tenía 79 años. Pero no fue en el mar, sino en su casa de Roma. Me recibió una tarde de noviembre de 2004, apenas un año después de la muerte de su amigo Manuel Vázquez Montalbán. Andaba yo enfrascado en la preparación de un homenaje a «Manolo» y de un encuentro de escritores criminales en Barcelona —precedente del actual festival BCNegra—, y me pareció que sería interesante conversar con el capo di capi del giallo para saber qué recordaba de su camarada —y, tal vez, para conocer la opinión del comisario Montalbano sobre su alma gemela, el detective Pepe Carvalho.
Aquel hombre me pareció un oráculo viviente, dotado —como diría de él Montalbán— de una sabia distancia senequista. Eso no impedía que también se mostrase socarrón, por lo que, más que a su maestro Leonardo Sciascia, me recordó a Zorba el Griego. En el cenicero yacían acribillados un montón de cigarrillos multifiltro junto a varias tazas con restos de café resecos. Podría haberle pedido que me leyera los posos: me habría seguido el juego sin dudarlo.
Camilleri y Montalbán se habían conocido en una cita literaria en Mantua, en 1998, y de inmediato sintieron una gran afinidad que decidieron regar con abundante Brunello di Montalcino; se habían encontrado dos hombres sintonizados por la literatura y el vino.
—Manolo contó que el nacimiento de Pepe Carvalho fue fruto de una situación muy alcohólica. Yo le pregunté qué tipo de alcohol había consumido, porque el ron produce cierto tipo de novela negra, el whisky, otro, y el vodka, otro. Me contestó que había tomado vino.
He aquí la forja de una sólida amistad entre dos renovadores de un género negro hasta entonces vilipendiado por la cultura y la academia. Dos artistas de espíritu báquico que se lo pasaron la mar de bien sorteando las opresiones de lo que Pasolini definió como las dos grandes iglesias de Italia (y de España, podríamos añadir): el catolicismo y el Partido. Dos admirables comunistas borrachos.
—En aquel encuentro de escritores —habla de nuevo Camilleri— me dediqué a sacar de sus libros varias citas sobre las cosas que Manolo esperaba de los comunistas: escalar el cielo, asaltar el Palacio de Invierno… Le comenté que el infierno lo habían invadido los católicos, con una entrada mínima te dejan entrar al Palacio de Invierno y los estadounidenses ya son propietarios del cielo. Así que acabé por preguntarle:
«¿Qué nos queda a los comunistas?»
«La cocina», contestó Manolo. Y en adelante vivimos un recíproco abrazo ideal.
Se convirtió en un periodista todoterreno, en un gourmet pantagruélico y en un benefactor de jóvenes promesas —pocos escritores de éxito han ayudado a tantos escritores debutantes—
Montalbán no renegó del comunismo ni en los tiempos de su expulsión del Partido, pero no era precisamente un militante sobrio. Nunca se privaba del humor ni del placer y, por ende, fue carne de sospecha permanente para los guardianes morales de las dos Españas. Y no solo en el tiempo de Franco y del PCE clandestino: de haber llegado a viejo, hoy serían muchos a cada lado de la trinchera cultural los que le acusarían de «equidistante». No lo era.
Gordo, calvo, bajito y glotón, descrito a partes iguales por sus amigos como pesetero y derrochador, sabía bien lo que valían las muchas pesetas que se había ganado a fuerza de talento y de palabras precisas. Nació en un entorno de miseria y derrota, en una escondida callejuela del Barrio Chino. A fuerza de escribir y de comprometerse con el compromiso mismo, logró salir de su ensimismamiento y de la pobreza. Se convirtió en un periodista todoterreno, en un gourmet pantagruélico y en un benefactor de jóvenes promesas —pocos escritores de éxito han ayudado a tantos escritores debutantes—. Y todo ello no impidió que siguiese siendo profundamente humilde: un intelectual que jamás olvidó que el mundo libra una guerra sin cuartel contra los pobres; un señor que, a pesar de su éxito, seguía yendo a comprar el pescado cada semana al mercado de la Boquería.
—Cuando nos veíamos en Barcelona —continuó Camilleri—, yo nunca comía lo que él. ¡Sin bromas! Físicamente, no lo habría resistido. Cuando Manolo comía, comía de verdad. Recuerdo que llegó a Mantua con su flamante coche inglés, que tenía un enorme maletero. Una charcutería le llamó la atención. Al salir, la había dejado como una de esas tiendas desabastecidas de la Alemania del Este…
En la cumbre de su éxito, Manolo se lo permitía todo: había aprendido a comer bien y a vivir mejor. También, había pasado de ser el más contumaz entomólogo de las monstruosidades franquistas a convertirse en el mejor exégeta de una democracia que había nacido deforme, que es como suele ser una democracia: un sistema que albergue toda clase de taras frente a idealismos uniformizadores o fundamentalismos morales. La democracia es el reino de los tibios, de los relativistas, de los execrados y de los ebrios. Frente a ella, aún hoy, campan viejos fantasmas con nuevos nombres: el carácter autoritario como ayudante mágico (Fromm), el mundo antiilustrado (Garcés) o las retrotopías (Baumann), parecen haberse adueñado del mundo volviéndolo más pulsional e impermeable a la otredad, con sus alternative facts, sus cancelaciones culturales, sus parches woke y su lawfare ultra, volando por los aires aquel remedo de consenso llamado Transición. ¿Qué diría Manolo de todo ello?
No me hago esta pregunta en vano: Qué diría Manolo es la pregunta que se hace periódicamente toda una generación de huérfanos de la prensa que hoy se sienten degradados en sueldo y alma. Pues, aunque el periodismo se haya movido hacia otras reglas y otras dimensiones, de Wikileaks a los Panama Papers; aunque la novela negra haya entrado en una fase rococó de pelotazos mediáticos; aunque el mercado de la Boquería se haya convertido en un parque temático para turistas con precios prohibitivos, Manolo sigue siendo un oráculo de la prensa, una bola de cristal, nuestros posos de café reseco.
Hubo un tiempo —el tiempo de Manolo— en que periodismo y novela negra fueron sinónimos porque el género criminal se atrevía a contar lo que los medios callaban. Hoy, por contra, la situación ha cambiado radicalmente: los periódicos tradicionales languidecen, la investigación de prensa parece haberse mudado a YouTube y los grandes autores de la novela negra mediterránea (esa caracterizada por el buen comer y la denuncia social), con Manolo al frente, se han ido muriendo. Con ellos, desaparece toda una generación de escritores y periodistas que hizo la guerra cultural cuando en España estas guerras las ganaba la izquierda por goleada.
Montalbán es recordado con nostalgia por su capacidad de reordenarnos una realidad irremediablemente deteriorada. Comenzó a hacerlo en los años 60 con sus artículos en el semanario falangista El Español, y su última colaboración fue para Interviú en 2003: nueve mil artículos en cuarenta años de oficio, repartidos en 21 publicaciones de todos los colores. Armado de un imponente bagaje cultural, su discurso iba creciendo en profundidad y osadía: un día era Manuel Sánchez Molbatán (en Mundo Obrero), al otro se convertía en Sixto Cámara (Triunfo), Jack El Decorador (Hogares modernos), Luis Dávila para el fútbol o Manolo V El Empecinado para lo que hiciera falta. Así, hasta 25 pseudónimos dedicados a un periodismo de guerrilla que abarca de las chanzas contra el Día de la Victoria a Conchita Piquer, desde la geopolítica hasta el lacón con grelos.
Y, de pronto, en esa noche de borrachera que antes citaba Camilleri, Manolo creó un artefacto cultural majestuoso, mucho más efectivo para contarnos el mundo, ordenar nuestra nostalgia y contagiarnos de resistencia cultural que cualquier artículo de prensa. Ese artefacto continúa vivo en las librerías y se llama Pepe Carvalho. Con él, nació la novela negra mediterránea, que fue para Montalbán una manera nueva de reinventar(se para) el periodismo.
No tardaron en sumarse a ella otros grandes autores, con sendos homenajes a la persona y al personaje de Montalbán: Jean-Claude Izzo con su Fabio Montale en Marsella, Camilleri con Montalbano en Sicilia y, aún en el mundo de los vivos, a sus 86 años, el incombustible Petros Márkaris y su Costas Jaritos en Atenas, también, como los anteriores, nacido como un gourmet melancólico y tragicómico, con souvlaki en vez de potajes y con retsina en vez de Pazo de Fefiñanes —el vino preferido de Carvalho.
Cada uno a su manera, todo ellos han sido grandes cronistas del realismo social en un tiempo en que la novela negra era el periodismo que los periódicos no podían publicar. Y ahora que casi todos los comunistas borrachos han muerto, el periodismo ha muerto con ellos. Desde entonces, las noticias han sido destronadas por tweets empanados en cocaína pero bajos en gluten; el gremio de los periodistas con nómina, generalmente ebrios cada primero de mes, sigue adelgazando frente a un creciente ejército de tiktokers vigoréxicos con sede fiscal en Andorra. Los comunistas borrachos han sido reemplazados casi en su totalidad por jóvenes altamente politizados (rectores de pueblo con parroquias globales) que padecen de celo por los límites del humor y que, desde luego, jamás aprobarían la relación de Pepe Carvalho con Charo, su novia prostituta de toda la vida: tal vez, el problema de los comunistas sea, a día de hoy, la sobriedad.
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Y por eso nos gusta tanto imaginar qué diría Manolo si, a sus 83 años, continuara vivo. ¿No les parece que sería mucho más que un activo cronista de mofletes rojizos? Creo que disfrutaría más que nunca de su oficio, gracias a una nutrida actualidad informativa que destripar, con ingredientes estrictamente aptos para el sistema digestivo de un rumiante: solo un estómago con retículo, omaso y abomaso podría devorarse la guerra de Putin, el mundial de Qatar o los rollitos de primavera en Casa Leopoldo sin indigestarse
Confieso que he bebido para escribir este artículo. Soy uno de esos afortunados mitómanos que se aficionó a la cocina y el vino cuando un amigo, el profesor Davide Calenda de Florencia —a la sazón, mi compañero de piso— me regaló Los mares del sur por mis 25 años. Era 1998 y, ese mismo año en que Camilleri lo encontró en Mantua, también yo tuve la suerte de conocer a Montalbán en mi calidad de redactor de la revista El Viejo Topo. Recuerdo que acudí temblequeando de fervor y admiración a la agencia de Carmen Balcells en la avenida Diagonal de Barcelona, y que, cuando tomado por mi inocencia le dejé caer que lo veía como a Carvalho, aunque no se parecieran mucho, Manolo me miró sonriendo (si puede llamarse así a la cara que uno pondría mientras quema libros en la chimenea) y me respondió:
—Verás como en unos años acabaremos pareciendo siameses.
Miren: hay que reconocer que tenía razón.
No contento con ello, me preguntó qué libros suyos no había leído aún y me regaló un par de ejemplares con sendas dedicatorias. También me invitó a una comida de prensa que se celebraría poco después en Casa Leopoldo. En aquel banquete, intenté secundarle en el trasiego de albóndigas con sepia y gambas, rabo de buey, tripa y capipota, etc., todo ello regado con abundante Ribera del Duero. Y me pasó lo que a Camilleri: que, físicamente, no pude resistirlo, mientras que Manolo, comiendo y bebiendo mucho más que yo, impasible el ademán, me parecía hasta sobrio.
Paradójicamente, hoy extrañamos más que nunca a esta estirpe de comunistas borrachos, de escritores glotones que, al escribir, al gozar, al vivir, habían aprendido a permitírselo todo. Echamos de menos su heterodoxia, su libertad y su compromiso en un tiempo que no entiende de chanzas, de ironías o de sentidos figurados. Y por eso nos gusta tanto imaginar qué diría Manolo si, a sus 83 años, continuara vivo. ¿No les parece que sería mucho más que un activo cronista de mofletes rojizos? Creo que disfrutaría más que nunca de su oficio, gracias a una nutrida actualidad informativa que destripar, con ingredientes estrictamente aptos para el sistema digestivo de un rumiante: solo un estómago con retículo, omaso y abomaso podría devorarse la guerra de Putin, el mundial de Qatar o los rollitos de primavera en Casa Leopoldo sin indigestarse, mientras que cualquier otro cronista se expone a romperse una tripa ante la simple mención de la crisis del gas. Gordo, viejo y feliz, aún comunista y, desde luego, bebedor, Manolo se zamparía toneladas de noticias chatarra regadas con Chablis y nos las devolvería punzantemente elaboradas, recordándonos que el gran periodismo también es un gran género literario y que, como decía su Pepe Carvalho: «Hay que beber para recordar y comer para olvidar».