POR  ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ

Para Juan Malpartida, en presente perdurable
Casi todos los que pasan por diálogos, cuando son vivos y nos dejan algún recuerdo imperecedero, no son sino monólogos entreverados; interrumpes de cuando en cuando tu monólogo para que tu interlocutor reanude el suyo; y cuando él, de vez en vez, interrumpe el suyo, reanudas el tuyo tú. Así es y así debe ser.
MIGUEL DE UNAMUNO

I

Tras una larga etapa de silencio en lo que atañe a la literatura de ficción, Martín Gaite presentó en sociedad –los imperativos de las industrias culturales– la que a mi juicio es su mejor novela, Retahílas. Por ello creo atinado lo que el 20 de mayo de 1974 afirmaba en su presentación: «A mí esta novela que hoy les presentamos –habla en su nombre y en el de Josep Vergés, alma mater de ediciones Destino– me parece la mejor que he escrito en mi vida». Seguramente es pertinente extender esta opinión más allá de esa fecha concreta. En las palabras de la presentación Martín Gaite (2017, pp. 1061 y 1063) señala que la elaboración de la novela, cuyo germen primero data de ocho años antes, se ha beneficiado de su «dedicación durante diez años a temas y estudios no literarios», hilo del que convendría tirar para conocer la urdimbre de la novela y de las reflexiones que la autora fue archivando en su escritura, en sus cuadernos.

Ahora bien, lo que parece decisivo en una novela que es un proceso de conversación, mientras agoniza una anciana en una finca gallega que atesora la memoria de la familia, es su vinculación con un libro apasionante de Martín Gaite. Me refiero a El cuento de nunca acabar, que vio la luz, tras mucho telar, en 1983. La escritora lo confesaba en una entrevista de 1979[1]. El texto que sigue a continuación explica Retahílas desde el canto a la luz y al fuego de las palabras, verdadera intentio auctoris de la obra.

 

II

El viejo pazo de Louredo es el agrietado y ruinoso marco en el que dos personajes centrales, Eulalia y su sobrino Germán, durante una noche de agosto y mientras la centenaria abuela y bisabuela agoniza, entretejen una prodigiosa comunicación de Retahílas de palabras que cumple tres funciones que se me antojan primordiales para entender la densa y espléndida calidad de la novela. Con un rigor sorprendente y una brillantez inusitada, el discurso del relato se conforma mediante dos voces que Gonzalo Sobejano (1975, p. 499) ha definido como «monólogos atentamente escuchados, más que interlocución» y Gonzalo Navajas (1987, p. 51) como «diálogo prototípico, un paradigma casi ideal de lo dialógico», y que son, en efecto, monólogos entreverados, correlativos y comunicantes porque suponen una verdadera exploración del alma propia y de la entrega sincera de esta al interlocutor. Rezumando alma se logra la auténtica y efectiva comunicación a la que el lector asiste deslumbrado y hondamente seducido.

Este verterse, este darse a sí mismo de clara filiación unamuniana en la que no creo necesario insistir[2], junto con ese tú que permanece alerta para a su vez derramarse y entregarse, es lo que permite la comunicación franca y auténtica que reconocen los dos interlocutores. Eulalia lo explicita en un pasaje muy relevante de la novela por su convergencia con la búsqueda de interlocutor que Martín Gaite ha tratado tanto en su ensayo de 1966 «La búsqueda de interlocutor» como en diversos capítulos de El cuento de nunca acabar, obra tributaria de Retahílas: «Las historias son su sucesión misma, su encenderse y surgir por un orden irrepetible, el que les va marcando el interlocutor, aunque no interrumpa, es según te mira, ahora las desvía por aquí, ahora por allá, a base de mirada, y nunca dan igual uno ojos que otros; el que oye, sí, ese es quien cataliza las historias, basta con que sepa escuchar bien, se tejen entre los dos, “dame hilo toma hilo”. […] Y cada mirada incuba una historia. / A mí hoy me hacías falta tú, precisamente tú, menos mal que has venido» (Martín Gaite, 1974, E-Tres, p. 100)[3].

Mientras Germán lo hace retomando el motivo de las distancias entre hablar y escribir expuestas por Eulalia poco antes y por la propia Martín Gaite[4] en su ensayo de 1966. Dice Germán: «Muchas de las cosas que le hubiera escrito son las que te estoy diciendo a ti hoy porque me das pie, porque Retahílas piden Retahílas y sobre todo porque te puedo ver la cara, los ojos, te tengo tan cerca como a Harry aquella tarde en su casa, hace falta ver los ojos de la gente para hablar» (G-Tres, p. 130).

Anclados en las palabras, en las Retahílas de palabras, verdadera alternativa al discurso mental, tal como reconoce la propia Eulalia, quien desconfía de los fantasmas agazapados en un cuarto oscuro, incapaces de encarnarse en palabras que –sonando, comunicando– cuenten, los dos interlocutores levantan un castillo de palabras en el que –como tal construcción– debe verse una de las funciones primordiales de la novela. Es la luz de las palabras que iluminan el mundo interior y los vericuetos de las andaduras personales y de la memoria familiar.

«Al hablar inventamos lo que antes no existía, lo que era puro magma sin encarnar, verbo sin hacerse carne, lo que tenía mil formas posibles y al hablar se cuaja y se aglutina en una sola y única, en la que va tomando» (G-Tres, p. 98), le dice con entusiasmo Eulalia a Germán en un pasaje de la novela que la propia Martín Gaite (1983, 2, pp. 271-272) explica en El cuento de nunca acabar como el tránsito de la confusión al orden a través del parto verbal, que es el correlato del bíblico «Hágase la luz»: «Las cosas solo toman cuerpo al nombrarlas, y nadie, por ignorante que sea, deja de intuir el formidable peso de las palabras ni su poder para dar a la luz lo que, antes de ser designado o mentado, yacía sin rostro en el vientre del caos».

Este parto verbal, como todo parto, lleva consigo riesgos. Derivan del fuego de las palabras del que hablaremos más adelante, completando esta principalísima función para el cumplimiento de la finalidad de la novela. Ahora quiero detenerme en una aparente paradoja que subyace en la luz de las palabras. Es la palabra hablada cargada de narratividad que domina en Retahílas, así como en El cuarto de atrás; y muchas son las páginas de la escritora salmantina en las que se insiste en la superioridad de la comunicación hablada, llegando a sostener, mediante la metáfora de las mariposas, que sin naturalidad en su empleo «las palabras sentirían el estorbo enseguida, se espantarían como las mariposas cuando notan que alguien está al acecho para cogerlas» (G-Tres, p. 99), según dice Eulalia, o, incluso más radicalmente –lo expresa Carmen en la novela de 1978 (IV, p. 122)–, que la letra escrita ahoga y mata esa espontaneidad, convirtiendo las cosas a las que se refiere el texto «en mariposas disecadas que antes estaban volando al sol».

Sin embargo, a pesar de estas imágenes y de otros muchos pasajes más teóricos de El cuento de nunca acabar que soslayo, Martín Gaite es consciente desde su ensayo La búsqueda de interlocutor (1966) de que una de las verdaderas excelencias de la literatura es convertir la luz de las palabras en ficción escrita en la que se siga sintiendo la voz, las voces, de quienes se hablan, y nos hablan en el acto de la lectura, pues como asevera Ricardo Gullón (1994, p. 314) en su excelente estudio sobre Retahílas: «[El lector] también es un punto de vista que recoge el de los hablantes, lo ordena y en parte forma o deforma lo que dicen. Su palabra es inaudible, pero segura: el acto de leer la suscita, la incorpora a la conversación y a sus sobreentendidos; en su cerebro van acomodándose los signos verbales, nuevas percepciones emergen y el texto significa». La diafanidad de la reflexión de Martín Gaite (1973, p. 26) puede, debe leerse tanto en el ámbito del relato (puro enunciado narrativo) como del relato proyectado en la obra literaria: «Mientras que el narrador oral tiene que atenerse, quieras o no, a las limitaciones que le impone la realidad circundante, el narrador literario las puede quebrar, saltárselas; puede inventar ese interlocutor que no ha aparecido, y, de hecho, es el prodigio más serio que lleva a cabo cuando se pone a escribir: inventar con las palabras que dice y, del mismo golpe, los oídos que tendrían que oírlas».

Este fundamento teórico inexcusable para entender la paradoja de la luz de las palabras tiene unas inequívocas señas de identidad unamunianas. Martín Gaite, al igual que don Miguel, cree en la mayor autenticidad de la palabra frente a la letra. «En principio fue la Palabra, el Verbo, el Logos, y no la Letra, el Gramma», sentenció en De esto y aquello Miguel de Unamuno, resumiendo reflexiones que puntean todo su quehacer ensayístico, especialmente en La agonía del cristianismo (1931), donde escribe: «El espíritu, que es palabra, que es verbo, que es tradición oral, vivifica; pero la letra, que es libro, mata. Aunque en el Apocalipsis se le mande a uno comerse un libro. El que se come un libro, muere indefectiblemente. En cambio, el alma respira con palabras» (Unamuno, 1966-1968, tomo VII, p. 318).

Más en el plano de lo humano, tanto Unamuno como Martín Gaite depositan mayor confianza en lo imperfecto de la palabra, por vital y no estática que en la letra fijada y definida. Como la vida es cambio, posibilidad e incluso contradicción, la palabra y la conversación son no solo los cauces más sinceros, naturales y espontáneos, sino los que, en verdad, vale la pena recorrer como sostienen varias veces los interlocutores de Retahílas. Unamuno (1966-1968, tomo I, p. 1140) descree de la lengua literaria y aborrece a los hombres que hablan como libros y ama los libros que hablan como hombres, afirmando que: «Sin duda es la palabra más perfecta que la escritura por ser menos material, porque las vibraciones del aire se disipan y se pierden, mientras quedan los trazos de tinta». Martín Gaite, en defensa del relato que se construye conversacionalmente, única fórmula que la acerca al relato oral, y en la estirpe de los erasmistas y de la mejor Ilustración española (¡tan bien conocida por la novelista!), llega a dictaminar en un capitulillo significativamente titulado «Lo inefable» de El cuento de nunca acabar que «olvidarse de la literatura es vehículo para escribir la mejor literatura» (Martín Gaite, 1984, 4, p. 339).

Total
2
Shares