Desde Martín Gaite deberíamos concluir que el gozo recóndito de la ficción no será otro que inventar la palabra y la elocuencia y la actitud del que escucha, idea esta última que, como intertextualidad del padre Martín Sarmiento[5] aparece en su ensayo «La búsqueda de interlocutor», en su libro El cuento de nunca acabar y en su novela Retahílas, si bien en su conferencia «La lectura amenazada» (14 de marzo de 1998) añade: «Tampoco es menos verdad que quien expone algo tiene la obligación de desplegar todo su talento para embarcar al lector o al oyente en esa aventura que ha de ser compartida» (Martín Gaite, 2017, p. 634).

 

III

La luz de las palabras ilumina la historia de la novela que es novela de novelas. De esa historia se derivan las otras dos funciones prioritarias para diseñar la intención artística y ética de la obra: el compartido autoanálisis de los personajes con la afloración de su mundo íntimo y secreto, y la reconstrucción de la memoria familiar. Todo ello desde dos voces que se crean por ellas mismas y en su tejer y destejer Retahílas repasan su vida y reviven el pasado. Enmarcadas por un «Preludio» y un «Epílogo» en tercera persona, las Retahílas de Eulalia y su sobrino fluyen dejando claro que la intención retórica apunta en tres direcciones: la anadiplosis que subraya el contacto por la palabra, la función conativa materializada en la apelación constante al tú, al interlocutor, y la función expresiva que enfatiza el desahogo que el hablar significa para el destinador. «El relieve de estos valores –contactante, apelativo y expresivo– hace de esta novela la más lírica de cuantas ha escrito Martín Gaite, creando una fluencia, una celeridad, una libertad de emisión que aproximan su texto al de un poema» (Sobejano, 1983, p. 218)[6]. De este modo Retahílas se situaría en las fronteras de la novela lírica.

El presente de la narración, catalizado retóricamente, es el adecuado para que se abran las ventanas del yo y de la memoria mediante el discurso. «No, Germán, no viene a destiempo el discurso, qué va a venir, discurre hoy porque puede, porque su tiempo y su lugar de venir eran estos, y la prueba la tienes en que se teje bien» (E-Cinco, p. 189)[7]: es la voz de Eulalia indicando la oportunidad del presente de la narración que remite siempre al pasado de lo narrado. Y del pasado emerge el ansia de interlocutor de Eulalia que antaño lo tuvo en su hermano Germán o en su cuñada Lucía, pero que no lo consiguió en Andrés, su marido, de quien está separada. También brota el ansia de Germán, quien únicamente ha encontrado un verdadero interlocutor en su amigo Pablo, ya que no lo han sido ni su padre ni Colette, su madrastra.

El soborno del tiempo, la edad, junto con el cervantino «ir siendo» del personaje, determina que Eulalia sea el interlocutor principal en lo que atañe a la introspección y a la retrospección, si bien no puede olvidarse que la teoría narrativa de Martín Gaite apuntala, al modo de William Faulkner, la configuración de los personajes de la novela desde versiones simultáneas. Mientras Germán reconoce ante Eulalia: «Las cosas que me pueda contar alguien de ti ya no me pilla de nuevas que me vayan a sorprender, es distinto, siempre he tenido las versiones de los demás y la mía, y estoy acostumbrado a que no siempre coincidan, a irte recomponiendo a pedacitos y a entenderte solo a medias, a olvidarte, a rectificar luego, cuando te veo, lo que creía saber de tu persona» (G-Tres, p. 121).

La novelista se ha explayado en El cuento de nunca acabar en la configuración del personaje novelesco, entendida como un entramado de versiones en las que no solo adquieren relieve las propias evocaciones del personaje sino las versiones contradictorias que pueden nacer de diferentes perspectivas. Las notas de Martín Gaite son absolutamente pertinentes para Retahílas: «Tampoco las novelas tienen derecho a definirnos un personaje en cuanto nos lo ponen delante de los ojos, su misión es la de llevarnos por los vericuetos en que se vea metido y dejarnos ir conociendo progresivamente cómo reacciona. Cada actitud tomada, cada palabra dicha, aunque contradiga a las anteriores, va bordando el cañamazo de la historia fragmentaria, azarosa, sin conclusión. Forzar a las cosas, a base de fusta de domador, a pasar por el aro de lo concorde, de lo comprensible, de la armonía total, es una fatiga desperdiciada y necia» (Martín Gaite, 1983, 4, p. 349).

Conocedora del ideario unamuniano y permeable al modo cervantino y proustiano de novelar, Martín Gaite consigue que las Retahílas fragmentarias de Eulalia y Germán nos acerquen al proceso de la historia misma que han vivido y viven, a su «ir siendo»[8]. Dejando cabos sueltos para luego poner parches, tirando del hilo para encontrar los correlatos, con una memoria que selecciona y olvida[9], Eulalia y Germán van recobrando su identidad y su pasado, y el cuento total (la novela) «va agarrando sin que uno sepa cómo, ordenándose y multiplicándose a lo largo del tiempo, hecho a base de versiones fragmentarias, ocasionales, de esbozos que se superponen y lo rectifican» (Martín Gaite, 1983, 4, p. 337).

Antes de ser palabra, monólogos entreverados y recíprocos, lo narrado ha sido vida, que reclama no ser olvidada para no perder la identidad, los orígenes personales y familiares que exigen revivir el arsenal de la memoria y salvarlo mediante la narratividad de la palabra. Los ritos de esta navegación han exigido a Eulalia, protagonista indiscutida de la novela, un examen de conciencia, primer paso para romper la clausura de la intimidad hacia la palabra. Este examen de conciencia se ha incentivado tras la frustración de una cita perdida en una tarde madrileña y ha encontrado en la confesión ante Germán –el interlocutor ideal– el salvaconducto de la palabra: desde la figuración de la soledad al hallazgo del interlocutor y del hilo de la palabra, comunicante, recíproca. Retahílas es muy explícita en la descripción de este tránsito. Eulalia, que vive un presente vacío, que está atravesando un infierno propio, que sabe que la soledad era esto y es lo otro, le dice a Germán:

A ver si te crees que las cosas que te cuento esta noche con su dejillo de filosofía las sé porque las he leído en un libro, no hijo, ni hablar, antes de ser palabra han sido confusión y daño, y gracias a eso, a haber pasado tú tu infierno y yo el mío podemos entendernos esta noche; vivimos un lujo, el de poderlo contar, el de tenernos cosas que contar mientras entretenemos la espera de que la abuela pase al otro mundo; las lágrimas, los laberintos mentales y esa opresión en el pecho de tantas mañanas cuando abres los ojos se han convertido en tema de conversación, eran su precio, la conversación se paga de antemano, al entrar, no al salir (E-Cinco, p. 185).

Al disponer de la palabra, la pescadilla que se muerde la cola o el pozo de la soledad, de la ceguera y de la angustia –aludida en el paratexto de la novela[10] como lugar desde el que surge la salvación, la palabra– se muta en vida, en plausible distancia desde la que seguir instalado en el tiempo. Ojalá a la salida de la caverna donde se ha palpado el abismo del error, el sinsentido o el pie quieto de la soledad, aparezca el interlocutor, porque así la palabra se torna en «conjuro y recinto», según atinada calificación de Ricardo Gullón (1994, p. 305). La voz existencial no oculta el eco metaficticio de las siguientes palabras de Eulalia:

Y con esto de convertir el sufrimiento en palabra no me estoy refiriendo a encontrar un interlocutor para esa palabra, aunque eso sea, por supuesto, lo que se persigue a la postre, sino a la etapa previa de razonar a solas, de decir «¡ya está bien!», encender un candil y ponerse a ordenar tanta sinrazón, a reflexionar sobre ella, reflexión tiene la misma raíz que reflejar, o sea, que consiste en lograr ver el propio sufrimiento como reflejado enfrente, fuera de uno, separarse a mirarlo y entonces es cuando se cae en la cuenta de que el sufrimiento y la persona no forman un todo indisoluble, de que se es víctima de algo exterior al propio ser y posiblemente modificable, capaz de elaboración o cuando menos de contemplación, y en ese punto de desdoblamiento empieza la alquimia, la fuente del discurrir, ahí tiene lugar la aurora de la palabra que apunta y clarea ya un poco aunque todavía no tengas a quien decírsela, y luego ya sí, cuando se ha logrado que madure y alumbre y caliente –que a veces pasan años hasta ese mediodía–, entonces lo ideal es que aparezca en carne y hueso el receptor ideal de esa palabra, pero antes te has tenido que contar las cosas a ti mismo, contárselas a otro es un segundo estadio, el más agradable, ya lo sé, pero nunca se da sin mediar el primero, bueno, puede darse, pero mal (E-Cinco, p. 188).

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