A todas estas formas, hay que añadir asimismo la adivinación a partir de la interpretación de ciertos sueños, o la que se produce durante estados de conciencia no ordinarios provocados por plantas psicotrópicas. Los médicos mesoamericanos o, a veces, sus propios pacientes podían recurrir a diversas especies de plantas y hongos, entre las que destacarían el ololiuhqui (Rivea corymbosa), el peyotl (Lophophora williamsii) o el hongo Psilocibe mexicana, este último denominado por los indígenas teonanácatl o «carne de dios». A este hongo sagrado se refiere Motolinía (2014, p. 27), quien garantiza horribles visiones a aquellos osados que quieran probarlo: «Y de allí a poco rato veían mil visiones, en especial culebras, y como salían fuera de todo sentido, parecíales que las piernas y el cuerpo tenían llenos de gusanos que los comían vivos, y así, medio rabiando, se salían fuera de casa, deseando que alguno los matase». Por su parte, Sahagún (1830, pp. 241-242) recoge las tres plantas y hongos en el capítulo siete del libro undécimo de su tratado, destacando su capacidad para producir visiones que, en la mayoría de los casos, resultan aterradoras. Por su parte, Durán cita el ololiuhqui como componente principal de los betunes ponzoñosos con los que se untaban los sacerdotes y hechiceros indígenas. Finalmente, en el capítulo cuatro del tratado primero, Ruiz de Alarcón, en línea con los anteriores cronistas que hemos citado, refiere la capacidad del ololiuhqui para «privar del juicio» y explica también que los indígenas, y en especial un tipo de médicos llamado payni (o paini), lo bebían para consultarle sobre las causas de las enfermedades o sobre otras cuestiones no relacionadas con la salud. No es de sorprender que este perseguidor de idolatrías asocie con el demonio lo que los indígenas entienden que son las divinidades que habitan en estas plantas sagradas: «[…] Y en todo ello va implicito el pacto con el demonio, el qual por medio de las dichas bebidas muchas veces se les aparece y les habla haciendoles entender que el que les habla es el ololiuhqui o peyote o qualquier otro brebaje que hubieren bebido para el dicho fin» (Ruiz de Alarcón, 1999, [371]). En último término, sostiene Ruiz de Alarcón (1999, [94]), esas consultas acaban prácticamente siempre atribuyendo la enfermedad a un hechizo «[…] porque casi quantos entre ellos estan eticos, tisicos, con camaras o con qualquiera otra enfermedad de las prolijas, luego lo atribuyen a hechiço».

Ya fuera por medio de un hechizo o de forma accidental, lo cierto es que la pérdida del tonalli era considerado por los mesoamericanos el origen de las enfermedades más graves. El tonalli es una suerte de aliento vital que todo ser humano recibe de las fuerzas sobrenaturales que rigen el día en que nace. Ubicado en la cabeza de la persona, siempre existe el riesgo de que salga del cuerpo, lo que comporta la aparición prácticamente inmediata de un grave malestar que puede conducir, en el peor de los casos, a la muerte (López Austin, 1967, 108). De ahí que, tal como explica Sepúlveda (1995), «la forma más grave de producir daño era provocar la pérdida del tonalli mediante un susto, o sustrayéndolo cuando el indígena estaba en un estado semiinconsciente, como el sueño o el coito». Hablando específicamente del caso de los niños, Ruiz de Alarcón (1999, [383]) traduce tonalli como hado, fortuna o estrella y explica que hay un tipo concreto de mujeres tiçitl o médicas, llamadas tetonaltique, que se especializan en recuperarlo si se ha perdido: «[…] A las tales curanderas llaman tetonaltique, quiere decir: las que tornan el hado o la fortuna a su lugar». Y junto a estas, encontramos las curanderas (o curanderos) teapahtiani que, por su parte, se especializaban en arrojar el hechizo del cuerpo extrayendo cualquier sustancia nociva que se hubiera introducido en el niño.

La recuperación del tonalli o espíritu perdido puede requerir que el médico indígena viaje a otros mundos o planos de realidad. En este sentido, tanto los métodos ascéticos y de penitencia empleados por los propios especialistas rituales como el consumo de plantas y hongos psicotrópicos permitían entrar en el estado de consciencia adecuado para alcanzar esas dimensiones alternativas donde el médico trataría de localizar y traerse de vuelta el tonalli. Así lo explica Michael Harner (1997), quien afirma que «the techniques for healing soul loss are soul-retrieval techniques, and one of the classic shamanic methods is to go searching for that lost portion of the soul and restore it».

De cualquier manera, no es este el único método de curación que emplean los médicos indígenas. De hecho, dependiendo de las técnicas que dominasen o el tipo de enfermedad en el que se especializasen, los tiçitl recibían un nombre u otro. Así, había médicos que se dedicaban a extraer la enfermedad chupando, soplando, fregando el cuerpo del paciente con sus manos o con sus pies, o mediante el uso de hierbas y emplastes, al igual que había otros que se especializaban en practicar incisiones quirúrgicas, curar fracturas de huesos o asistir en los partos. En el capítulo setenta y nueve de su tratado, Durán (1880, p. 74) enumera –por bien que poniendo en duda su efectividad– algunas de las técnicas curativas de los médicos indígenas, entre las que destacan chupar cabellos, hacer friegas o, incluso, extraer cuerpos extraños del paciente: «¿Que hombre de mediano juicio habrá en nuestra nación española que se persuada que con chupar los cabellos con la voca se quita el dolor de cabeza, ni que la hagan en creyente que refregándole el lugar que le dvele le saquen piedras ni aguijas ó pedacillos de navajas, como á estos les persuadieron los enbaydores; ni que la salud de los niños dependía de tener la cabeza trasquilada, de esta manera o de esta otra?».

Por su parte, Sahagún (1830, p. 36), resaltando el importante componente performativo que tiene la curación del médico indígena, describe cómo las médicas sacan gusanos de entre los dientes u otros objetos, tales como papel o piedras, como si estos fueran cuerpos extraños que acaban de extraer de sus pacientes: «Para usar bien su superstición, da á entender que de los dientes saca gusanos, y de las otras partes del cuerpo, papel, pedernal, nabaja de la tierra, sacando todo lo cual, dice que sana á los enfermos, siendo falsedad, y superstición notoria». Aparte de la incredulidad de Durán respecto a los métodos empleados por los médicos indígenas, ya hemos visto cómo Ruiz de Alarcón acusaba de embusteros, agoreros, hechiceros y, en último término, de idólatras, a todos los médicos nativos y cómo, por su parte, Motolinía tildaba de superstición muchos de los procedimientos curativos empleados. Todo ello parece indicar que el médico indígena era un objetivo prioritario en la cruzada de la jerarquía eclesiástica contra las idolatrías.[9] La razón de esta inquina la pondrá de relieve el propio fray Diego Durán (1880, p. 71) cuando sostenga que son estos médicos indígenas los que contribuyen con sus rituales a preservar (e, incluso, a revitalizar) los ritos prehispánicos:

Jamas podremos hacerles conocer de beras á Dios, mientras de raiz no les uvieremos tirado todo lo que huele á la vieja religión de sus antepasados; assí por que se corrompe el abito de la fee, aviendo alguna cosa de culto ó fee de otro dios, como estar estos tan temerossos de dexar lo que conocen, que todo el tiempo que les ture en la memoria an de acudir á ello, como lo hacen quando algunos se ven enfermos ó en alguna necesidad; que juntamente con llamar á Dios acuden á los hechiceros y medicos burladores y á las supesticiones y ydolatrias y agüeros de sus antepassados.

A su vez, resulta interesante observar que este prejuicio contra los médicos indígenas y sus ritos expuesto por los cronistas aquí examinados estaría lo suficientemente extendido como para que fuera formulado de forma prácticamente idéntica por el obispo de San Francisco de Quito, Alonso de la Peña Montenegro, a mediados del siglo XVII. Michael Taussig (1991, p. 143), en Shamanism, A Study in Colonialism, and Terror and The Wild Man Healing, sintetiza la opinión del obispo de la siguiente manera: «Through their rites and superstitions, Indians maintained the memory of idolatry and sorcery, and when they were sick and went to shamans they thereby furthered its hold». Una vez neutralizados los sacerdotes de los ritos indígenas, el médico indígena se revela como principal enemigo a batir. Y es que, en último término, era un líder que no solo estaría poniendo en jaque la divulgación del Evangelio sino que también podía constituir una amenaza política contra el sistema colonial.

 

NOTAS

[1] El ejemplo de la piña evidencia ambas estrategias, puesto que, en castellano, pasa a denominarse así al ser comparada con el fruto de los pinos, mientras que en otros idiomas, como el francés, prefirieron adoptar el vocablo indígena ananaá.

[2] La mención a las sirenas queda recogida en la entrada del cuaderno de bitácora correspondiente al miércoles, 9 de enero de 1493. El navegante, por cierto, se queja de lo poco agraciadas que le resultan dichas sirenas.

[3] El grifo era una criatura mitológica voladora, mitad águila (parte superior) y mitad león (parte inferior). Motolinía (2014, p. 198) escribe concretamente lo siguiente: «En esta tierra he tenido noticia de grifos, los cuales dicen que hay en unas sierras grandes que están a cuatro o cinco leguas de un pueblo que se dice Tehuacán, que es hacia el norte. Y de allí bajaban a un valle llamado Ahuacatlán, que es un valle que se hace entre dos sierras de muchos árboles, los cuales bajaban y se llevaban en las uñas los hombres hasta las sierras, adonde se los comían, y fue de tal manera que el valle se vino a despoblar por el temor que de los grifos tenían. Dicen los indios que tenían las uñas como de hierro, fortísimas».

[4] Dicha sugerencia aparece en la entrada del diario del tercer viaje correspondiente al 17 de agosto de 1498.

[5] Charlotte Rogers (2019, p. 6) argumenta en su libro Mourning El Dorado que el mito de El Dorado, en contraste con el del paraíso terrenal, «was often described as a place of fundamental strangeness and dubious morality, both because it had its origins in native accounts and because those who sought it were motivated by material rather than spiritual concerns».

[6] Otra similitud entre los ungüentos europeos y mesoamericanos era el empleo de sustancias psicotrópicas. Si el preparado de las brujas tenía como ingredientes principales plantas generalmente pertenecientes a la familia de las solanáceas (belladona, estramonio, beleño y mandrágora, entre otras), el betún de los sacerdotes descrito en esta ocasión por Durán contenía semillas de ololiuhqui (Rivea corymbosa). No en vano, las plantas rituales empleadas por los indígenas serán rápidamente condenadas por los españoles. Nos recuerda Wade Davis (1998, p. 84, en su libro One River: Science, Adventure and Hallucinogenics in the Amazon Basin, que Motolinía, uno de los primeros religiosos en llegar al Nuevo Mundo, ya calificó el hongo teonanacatl como la carne del diablo: «Motolinía, a member of this first contingent, wrote that mushrooms were the flesh of the “devil that they worshiped, and… with this bitter food they received their cruel god in communion”».

[7] Basándose en informaciones proporcionadas por Jacinto de la Serna, Diego Durán y Juan Bautista, López Austin (1967, p. 96) añade que los naguales «pueden convertirse en fieras –los tecuannahualtin de los que habla el Códice carolino– tales como leones, tigres, caimanes; en perros, comadrejas, zorrillos, murciélagos, búhos, lechuzas, pavos, serpientes; en fuego, como arriba se vio, y aun pueden desaparecer completamente para evitar el peligro. Un solo brujo puede convertirse en diversos animales, de lo que es ejemplo clarísimo el caso de Tzutzumatzin, tlatoani de Coyoacán, y una vez transfigurado puede seguir cambiando de formas».

[8] Sin embargo, el más escéptico de todos los cronistas aquí tratados respecto a las transformaciones animales de los brujos será Motolinía (2014, pp. 227-228), quien no duda en tildar de «bobos» a aquellos indígenas que creen que ciertas luciérnagas son hechiceros que viajan de noche con la boca o la cabeza iluminada: «Algunas veces van volando muchas en rencle, y algunos bobos piensan que son aquellos hechiceros, que andan de noche y echan lumbre por la cabeza o boca».

[9] Es interesante observar una paradoja en la valoración de esas prácticas rituales indígenas por parte de estos cronistas de idolatrías. Tal como hemos visto, Sahagún tacha de inhábil al médico que recurre a métodos mágicos o sobrenaturales e igual hace Ruiz de Alarcón, para quien el médico indígena evidencia su incapacidad para curar las enfermedades de sus pacientes acudiendo a los hechizos. En ambos casos, el uso de hechizos, adivinaciones y otras técnicas calificadas de supersticiosas es considerado un truco malabar propio de embaucadores, que en ningún caso parece tener efecto alguno, y, sin embargo, dichas prácticas son a la vez perseguidas con el ahínco reservado a una actividad capaz de poner en movimiento poderosas fuerzas demoníacas. La entrada titulada «Colonialism and Shamanism» del diccionario Shamanism, editado por Mariko Namba Walter y Eva Jane Neumann Fridman (2004, p. 45), se hace eco de esta paradójica actitud y la asocia con la colonización cristiana operada en diferentes áreas del planeta: «In this formula, shamans, who supposedly were empty of any real power, were paradoxically also full of demonic power as the primary obstacles to the advance of a colonizing Christian empire». En este sentido, el verdadero peligro de aquellas prácticas supuestamente demoníacas no tendría tanto que ver con su efectividad (o la falta de ella) como con el hecho de que estas comportaban la pervivencia de creencias autóctonas entre la población indígena, que debían ser suprimidas para que no compitieran con la doctrina cristiana. Es más, Martínez González (2007, p. 208) añade que el interés por demonizar a los expertos rituales indígenas residía en el peligro de que estos se convirtieran en líderes de alguna revuelta contra la colonia: «La verdadera persecución de los brujos indígenas no dio inicio sino hasta bien entrada la época colonial, momento en que la imagen demoníaca de la brujería se entremezclara con el verdadero peligro que representaban los especialistas rituales indígenas –la sublevación–».