Por su parte, en su clasificación de los magos náhuatl, López Austin sigue la descripción de Sahagún para calificar a los nahualli como especialistas dotados de una personalidad sobrenatural que pueden emplear en beneficio o en contra de la comunidad. Sin embargo, a esas características le añade el poder de metamorfosearse en otros seres vivos: «El nahualli, el que tiene poder para transformarse en otro ser, y cuya labor en la comunidad puede ser tanto benéfica como maléfica» (López Austin, 1967a, p. 95).[7] Así, si bien el nagual podía ser un maléfico hombre-búho (tlacatecólotl), podía igualmente ayudar a la comunidad ejerciendo, por ejemplo, como médico: «Un nahualli podía ser tlacatecólotl si utilizaba sus poderes en perjuicio de sus semejantes, o un lector de libros sagrados, o un dominador de las nubes de granizo, o un curandero, o todo esto al mismo tiempo» (López Austin, 1967a, p. 87).
Ya en el siglo XVII, Ruiz de Alarcón (1999, [29]) destaca la habilidad de los brujos o brujas nahualles para vincular su destino a ciertos animales guardianes, a la vez que les otorga una singularidad que los distingue de las brujas de España: «De todos los casos que he tenido noticia deste genero de brujos nahualles que son differentes de lo que son las brujas de España». Así, por medio de un vínculo diabólico entre el hechicero y un animal guardián, la suerte de ambos queda entrelazada hasta el punto de que si uno es herido o muerto, el otro recibe esos mismos daños sin causa aparente. Ruiz de Alarcón (1999, [31]) cree que esta es la verdadera razón para un fenómeno que los indígenas (y más de algún español de la colonia) interpretan como la capacidad del brujo para transformarse en animal: «[…] Y desta manera se escusan las impossibles pensadas transformaciones y otras difficultades».[8]
Jiménez Cordero (2017, pp. 128-129) establece precisamente en el siglo xvii la operación por la que la figura del nagual pasa a ser considerada la de un brujo en virtud de un presunto pacto con el diablo: «Durante el siglo XVII, al conocer los sacerdotes católicos la figura del nahual, con su carácter mágico y zoomorfo, realizaron una correspondencia con Satán». Además, esta académica nos recuerda que existía una larga tradición a la hora de representar la apariencia del diablo con atributos de animal: «Desde el medievo, con la elaboración de los bestiarios y la simbolización de los conceptos, la apariencia del maligno se evidenciaba por un cuerpo constituido con partes de animales» (Jiménez Cordero, 2017, p. 129). Si para los cristianos el diablo era un ser antropomorfo pero repleto de rasgos animales –tales como garras, cuernos, cola, patas de cabra o extremidades inferiores en forma de cuerpo de serpiente–, el hecho de que hubiera especialistas rituales indígenas a los que se les atribuía la capacidad de convertirse en animales acabó siendo considerado por los representantes de la Iglesia como una evidencia más del carácter demoníaco de dichos hechiceros.
Una última conexión entre las brujas europeas y los hechiceros y hechiceras indígenas que nos gustaría poner aquí de manifiesto tiene que ver con sus actividades curativas. López-Muñoz (2018, p. 51) subraya en su artículo que en España, y en Europa en general, las hechiceras eran normalmente las únicas que ofrecían servicios médicos a una extensa parte de la población sin recursos. El autor menciona en particular los servicios de partería de estas mujeres, aunque también es probable que emplearan sus amplios conocimientos en remedios naturales para otros tipos de asistencia médica:
Las mujeres dedicadas al curanderismo y la hechicería, a menudo, eran las únicas personas que prestaban asistencia sanitaria a una población desprotegida que carecía de otros medios para afrontar sus dolencias. Y esta asociación era especialmente clara en el caso de la partería, que era la ocupación médica fundamental de la mujer, al punto de que muchas de ellas se convirtieron en auténticas expertas en el uso de toda clase fármacos naturales para combatir los dolores del parto.
Habiéndose ya asociado en el Viejo Mundo la medicina natural con la brujería, no es difícil imaginar que la medicina indígena acabaría siendo interpretada por los colonizadores europeos en los mismos términos. Así, para Motolinía (2014, p. 139), lanzar unos granos de maíz y mirar en un librillo o en una vasija de agua era una forma de hechicería tanto si se hacía para valorar la gravedad de una enfermedad como si era para encontrar objetos perdidos o para saber el destino de una persona ausente: «Para saber si los enfermos eran de vida tomaban un puñado de maíz de lo más grueso que podían haber y echábanlo como quien echa unos dados, y si algún grano quedaba enhiesto, tenían por cierta la muerte del enfermo». Eso sí, el cronista admite que la medicina nativa era en ocasiones más efectiva que la europea: «Tienen sus médicos, de los naturales espirimentados, que saben aplicar muchas hierbas y medicinas, que para ellos basta. Y hay algunos de ellos de tanta expiriencia, que muchas enfermedades viejas y graves que han padecido españoles largos días sin hallar remedio, estos indios las han sanado» (2014, 140).
Fray Bernardino de Sahagún (1830, p. 22), por su parte, en el libro décimo de su Historia general de las cosas de la Nueva España (1560), no solo califica de hechicero al nigromántico que busca lastimar o matar a los demás, sino también al mal médico que, por ser incompetente, recurre a hechizos: «El mal médico es burlador, y por ser inhábil, en lugar de sanar empeora á los enfermos con el brebage que les dá, y aun á veces usa hechicerías y supersticiones, para dar á entender que hace buenas curas». En contraste, el buen médico es «entendido, buen conocedor de las propiedades de las yerbas, piedras, árboles y raíces, experimentado en las curas» (Sahagún, 1830, p. 22). En definitiva, el cronista parece distinguir entre buenos y malos médicos indígenas en función de si estos emplean o no métodos mágicos para sus curaciones.
El criterio empleado por los indígenas a la hora de distinguir entre hechiceros y curanderos buenos o malos era, en cambio, más pragmático y se basaba en una cuestión de efectividad. Tal como nos recuerda María Teresa Sepúlveda (1995, p. 12) en su comentario crítico al artículo de Eduard Seler «La brujería en el México antiguo», el pueblo nahua diferenciaba claramente los hechiceros y curanderos reputados, a los que denominaba tlamatini (sabios), de aquellos otros que recurrían al teixcuepaliztli, un término que significa engaño y sugestión, y que era utilizado por los náhuatl «para calificar a los médicos y curanderos charlatanes, a los falsos agoreros y a los engañadores». También Alfredo López Austin (1967, p. 87) remarca que la cultura náhuatl distinguía entre magos verdaderos y pseudomagos, incluyendo en esta última categoría a toda una suerte de profesiones que no realizaba actividad mágica alguna y entre las que se contarían prestidigitadores e ilusionistas consagrados a entretener a la población.
Un siglo después de la toma de Tenochtitlán, Hernando Ruiz de Alarcón (1999, [370]), en el sexto libro de su Tratado de las supersticiones, ya da por descontado que todos los médicos son hechiceros: «Pues dando prinçipio a este tratado con la explicaçion del nombre tiçitl, comunmente se usurpa por lo que en castellano suena medico, pero entrando mas adentro, está reçibido entre los naturales en significacion de sabio, medico, adiuino y hechiçero, o tal vez que tiene pacto con el demonio». De forma similar a lo que hacen los médicos malos de Sahagún, los médicos inhábiles referidos por Ruiz de Alarcón (1999, [119]) atribuyen la causa de las enfermedades de sus pacientes a algún tipo de hechizo: «[…] El dicho medico por acreditar sus embustes y tambien por no confesar que no saben curar aquella enfermedad, luego la atribuye a hechizo». Pero, a diferencia de Sahagún, Ruiz de Alarcón ya no distingue entre médicos buenos y malos, sino que introduce la sospecha de que todos los médicos indígenas (tiçitl) están, de una forma u otra, involucrados con la hechicería o la brujería. Nótese, por ejemplo, cuán taxativo resulta el empleo del adverbio de tiempo siempre en la siguiente entrada que, además, se ubica al poco de comenzar el capítulo I del primer tratado:
Toda esta obra del fuego y agua la encomendaban al sabio que lo tenia por officio, que de ordinario entre ellos tienen nombre. Y officio, de medicos, los quales siempre son embusteros, ceremoniaticos, y que pretenden persuadir que son consumados en el saber, pues dan a entender que conoscen lo ausente, y preuienen lo de venidero, lo qual podra ser se lo reuele el demonio, que puede por ciencia, y conjetura preuenir muchos futuros (Ruiz de Alarcón, 1999, [9]).
Pero ¿en qué consisten exactamente las prácticas médicas indígenas que tanto demonizan los cronistas estudiados? Para responder a esta pregunta, primero resulta necesario remarcar que los indígenas mesoamericanos tienen una concepción holística de la salud, lo que otorga un rol esencial al plano espiritual tanto en la manifestación de la enfermedad como en la curación de la misma. Ya hemos mencionado la técnica de tirar granos de maíz y mirar el reflejo del paciente en el agua de una vasija, recogida por Motolinía en su tratado. A este respecto, cabe señalar que todos los especialistas rituales, incluidos los médicos, recurrían, en mayor o menor grado, a la adivinación. Ruiz de Alarcón evidencia en el capítulo I del tratado sexto esta ambivalencia afirmando que tiçitl significa en náhuatl tanto médico como adivino (1999). A su vez, en «Cuarenta clases de magos del mundo náhuatl», López Austin (1967a, p. 102) explica que ciertos tipos de tlaciuhque o adivinos también ejercían de curanderos y que tanto podían emplear la adivinación para encontrar objetos perdidos como para diagnosticar enfermedades.
Como explica Sepúlveda, la adivinación por medio de granos de maíz fue el método más popular y, probablemente, el más antiguo empleado por los pueblos mesoamericanos. Tenía muchas variantes y se utilizaba, entre otras muchas razones, para establecer la dolencia del paciente: «Unas veces los granos de maíz se arrojaban al aire y según la posición que tomaban al caer era el presagio. Otras veces, los granos se arrojaban sobre un lienzo blanco y, en otras, dentro de una escudilla con agua» (Sepúlveda, 1995). Sin embargo, no solo se utilizaban granos de maíz. Otros métodos posibles consistían, por ejemplo, en interpretar las burbujas que se formaban al poner el agua al fuego, medir el antebrazo del paciente con la palma de la mano derecha o hacer nudos en cordeles y estirarlos para ver si se desataban: «Si al estirarlos con fuerza se desataban los nudos, indicaba que el enfermo sanaría. Unos medían al enfermo con una paja desde la sangría al dedo cordial. Otros más lo hacían con la palma de la mano» (Sepúlveda, 1995). De las técnicas con cordeles, además de otras técnicas de diagnóstico, nos da noticia Sahagún (1830, p. 36) en el capítulo catorce al describir las hechicerías de una mala médica: «Así engaña á las gentes con su hechicería, soplando á los enfermos, atando y desatando sutilmente los cordeles, mirando en la agua, echando los granos gordos del maíz, que suele usar en su superstición; diciendo que por ello suele conocer las enfermedades y las entiende». E igualmente Durán (1880, p. 112) hace mención en el capítulo ochenta y tres del uso de los granos de maíz, de los cordeles («medillos de yllo») y de la adivinación por medio del agua: «Acudian los sortilegios que con maizes o con medillos de yllo echauan suertes y a los que adivinaban mirando en los lebrillos de agua a los cuales baya dios apocando poco a poco ya no creo ha quedado nenguno si alguno hauia».