Esas identificaciones no son exclusivas de la flora y de la fauna, puesto que también se vinculan lugares nuevos con otros míticos, como cuando el propio Colón (2002, p. 184), en su tercer viaje al continente americano, asocia las fuentes del río Orinoco con el paraíso terrenal.[4] Los navegantes, exploradores y aventureros que posteriormente seguirán sus pasos se aprestarán a asociar, a su vez, las nuevas tierras con leyendas tales como la de El Dorado o la de las siete ciudades de Cíbola, entre otras tantas.[5]
Tales transposiciones también se producen en el ámbito de las costumbres, los ritos y las prácticas religiosas de los indígenas, que serán entendidos y juzgados por los españoles sobre la base de los marcos mentales europeos de la época y, de forma especial, en función de sus creencias cristianas. Tal como apunta Gerardo Lara Cisneros (2012) en «El discurso antisupersticioso y contra la adivinación indígena en Hispanoamérica colonial, siglos XVI-XVII», fue la interpretación de las prácticas religiosas de los indios americanos basada en la cosmovisión cristiana lo que condujo en gran medida a la condena de aquellas: «Para los cristianos, la forma de entender las prácticas religiosas de los indios americanos era traducirlas a un lenguaje compatible con su propia cosmovisión; así el proceso de identificación al que fueron reducidas las religiones americanas fue la demonización».
Al devaluar y convertir las creencias religiosas indígenas en un mero conjunto de idolatrías y supersticiones, se estaba aplicando un procedimiento ya ensayado con éxito en la península ibérica contra el judaísmo y el islam (y empleado, a su vez, en tiempos pretéritos por el cristianismo primitivo contra las prácticas religiosas grecorromanas).
Tal como expone Enrique Dussel (1994, p. 57) en su libro 1492, el encubrimiento del Otro, la consideración por parte de los españoles de que su religión era la verdadera implicaba automáticamente calificar a la indígena de demoníaca y, sobre la base de ello, articularon un sistema represivo destinado a erradicar la cosmovisión del otro:
Todo el «mundo» imaginario del indígena era «demoniaco» y como tal debía ser destruido. Ese mundo del Otro era interpretado como lo negativo, pagano, satánico e intrínsecamente perverso. El método de la tabula rasa era el resultado coherente, la conclusión de un argumento: como la religión indígena es demoniaca y la europea divina, debe negarse totalmente la primera, y, simplemente, comenzarse de nuevo y radicalmente desde la segunda enseñanza religiosa.
En su artículo «Los enredos del diablo, o de cómo los nahuales se hicieron brujos», Roberto Martínez González (2007, p. 191) añade que los dioses prehispánicos pasaron a considerarse demonios, las imágenes religiosas devinieron ídolos y los especialistas rituales fueron clasificados como brujos. Sin embargo, tanto la noción de demonio como la de brujo o hechicero eran conceptos foráneos para los indígenas americanos. En lo que se refiere al demonio, Marcel de Lima M. Santos advierte que Sahagún se ve obligado, en el texto en náhuatl de su monumental obra bilingüe Historia general de las cosas de Nueva España, a referirse al diablo empleando el vocablo en español, dado que la lengua azteca no posee un término equivalente. Y, al respecto de las nociones de hechicero y brujo, Martínez González (2007, p. 198) observa que en cualquier crónica temprana de la conquista se emplean indistintamente «los términos brujo, hechicero y nigromántico para designar a una amplia variedad de personajes –como dioses, adivinos, usuarios de alucinógenos y productores de enfermedades».
En el caso concreto de la hechicería, Claudia Brosseder (2014, p. 1) sostiene en su artículo «El alcance de los poderes de huacas y de camascas en los Andes» que este concepto tiene un incuestionable origen español. Y, si bien ella se centra específicamente en la realidad andina, creemos que lo apuntado por la autora resultaría igualmente aplicable al ámbito mesoamericano:
En el Perú colonial la llamada hechicería fue una invención española. Los españoles nombraron por hechicero a todo tipo de especialista ritual andino –ya sea porque estos especialistas religiosos servían como sacerdotes de huacas, como curanderos o como adivinadores; o porque fueran especialistas que cumplían todas esas funciones a la vez–.
Tal como indica la palabra, el hechicero es aquel capaz de lanzar hechizos, un acto que se realiza con la finalidad de modificar la realidad por medios sobrenaturales. Así, los hechizos son considerados una forma de magia y el hechicero, a diferencia del brujo o la bruja, inicialmente no tiene como objetivo prioritario hacer el mal ni ha hecho tampoco un pacto explícito con el diablo. Pese a todo, con el tiempo la Iglesia considerará que no se pueden sortear las leyes naturales si no es con ayuda divina o diabólica y, dado que solo los verdaderos cristianos pueden contar con la gracia de Dios, el hechicero, al igual que el brujo, únicamente podrá alcanzar sus fines si es asistido por el demonio.
Al respecto del brujo o, más específicamente de la bruja, Josep Maria Fericgla (1998, p. 28) sostiene que, a pesar de sus orígenes etimológicos desconocidos, el término podría haber surgido en los pueblos prerromanos que se ubicaban en los Pirineos y que su significado podría estar relacionado con la habilidad psíquica de esas personas para «volar alto» y visitar otras realidades. Dicho autor continúa explicando que la Inquisición, en su afán demonizador, acabará asociando con el término bruja toda una serie de actividades y funciones relacionadas con el mundo de los espíritus. Entre las actividades y profesiones hasta entonces distintas y diferenciadas que pasarán a considerarse brujería se encuentran las de adivina, voladora, curandera (ya fuera por medios esotéricos o a través de plantas), pitonisa o mística no cristiana (Fericgla, 1998, p. 29).
La observación de Fericgla es interesante porque la Iglesia católica adoptará la misma estrategia con las prácticas espirituales mesoamericanas. Los términos hechicero y hechicera y brujo y bruja serán términos jurídicos que los españoles emplearán para señalar y perseguir a una amplia lista de especialistas rituales indígenas, tal como ponen en evidencia las numerosas y variadas actividades que son tildadas de hechicería en los tratados de extirpación de idolatrías.
Hay que tener en cuenta, tal como explica Erika Buenaflor (2018, p. 42) en su libro Cleansing Rites of Curanderismo: Limpias Espirituales of Ancient, que, hasta la llegada de los españoles, lo sobrenatural siempre modeló el día a día de los indígenas mesoamericanos: «Typically, the supernatural was always present in the daily lives of the Mexica. Rain would come if the rain deity was properly honored and appeased. Wind would come and blow strongly or too weakly if a rite dedicated to the rain god had not been done correctly. Spirits could inhabit or embody inanimate objects, such as houses, altars, and statues, as well as natural creatures and wild animals. Auguries and oracles could predict the success or failure of any activity».
Pero es precisamente la supuesta relación de poder con lo sobrenatural la que permitirá a los españoles asociar las prácticas rituales indígenas con un concepto tan ajeno a la cultura náhuatl prehispánica como era el de la brujería. Martínez González (2007, p. 197) destaca que es justamente esta relación de poder con lo sobrenatural, y no ciertas capacidades concretas, lo que lleva a la identificación del brujo con un especialista en magia, como, por ejemplo, el nahualli: «En resumen, lo que habría permitido a los españoles reconocer a los brujos no es una actividad particular, como la transformación o el vuelo mágico, sino la simple manifestación de un poder sobrenatural fuera de la esfera del catolicismo. Y es este poder el que habría permitido la identificación del nahualli con el brujo, ya que tales poderes eran la prueba misma de la existencia de toda una serie de características propias de los adeptos del demonio».