POR ÁLVARO VALVERDE
Mientras preparaba un libro que reuniría las reseñas que uno ha venido escribiendo a lo largo de los últimos años sobre libros de poetas extremeños o vinculados a Extremadura, caí en la cuenta de que en ese listado había una ausencia inexcusable: la de un autor fundamental tanto para, digamos, la poesía extremeña de entresiglos como para la española, de la que aquella no deja de ser una pequeña parte. Faltaba el nombre de Ángel Campos Pámpano.
En 2004, un año antes del que marca el inicio de mi recopilación, este publicó su último libro de poemas, La semilla en la nieve. El de su muerte, 2008, reunió en La vida de otro modo su poesía completa. Veinticinco años de labor poética. Apenas si pudo ver el volumen editado en Madrid por Calambur, con un dibujo en la cubierta de su íntimo amigo Javier Fernández de Molina. Data en Lisboa la nota final, de septiembre, y muere dos meses más tarde. Este hecho triste y devastador debió forzar mi silencio. A pesar de que había reseñado casi todos sus libros, ese se quedó sin comentario.
Cuando me invitaron a colaborar en la revista con motivo de la jubilación de Juan Malpartida, su director, lo vi claro: volvería a leer los versos del rayano y escribiría por fin la reseña que me debía. Solo esa lectura –ajena, por tanto, al escrutinio crítico y a la minuciosa consulta bibliográfica– es lo que viene a continuación, no sin antes recordar brevemente su intensa vida.
Que este texto aparezca aquí es significativo. En el número doble de Cuadernos Hispanoamericanos 539-540 (1995), se publicó mi reseña «La idea de la rosa», sobre el libro que he elegido para titularlo: Siquiera este refugio. Coincidencias al margen, nunca es necesario buscar excusas para leer buena poesía.
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Ángel Campos Pámpano nació en San Vicente de Alcántara, Badajoz, en 1957, muy cerca de Portugal, en La Raya, la frontera más antigua del mundo.
Hay un hecho decisivo en su infancia: la prematura muerte de su padre, Fernando Campos, cuando él contaba cuatro años de edad. La educación corrió a cargo de su madre, Paula Pámpano, una figura capital en su vida, con la ayuda de la abuela Damiana.
En San Vicente va a la escuela e inicia el Bachillerato, que culmina en Valencia de Alcántara. Marcha después a Salamanca, donde inicia sus estudios universitarios y se licencia en Filología Hispánica. Allí tienen lugar sus primeros escarceos literarios –en revistas como Zurguén y El Callejón del Gato– y conoce a poetas ya hechos, como Aníbal Núñez, o en proyecto, como sus compañeros de estudios Tomás Sánchez Santiago, Ezequías Blanco y Luis Javier Moreno. En esa ciudad fija su vocación por el portugués, el amor por una lengua de la que no llegó a desprenderse nunca.
De regreso a Extremadura –como otros escritores y artistas de su generación, empeñados en sacarla, desde dentro, de su secular incuria–, trabajó como profesor en distintos institutos de enseñanza media y se consolidó como un agitador cultural de primer orden. Desde la Asociación de Escritores Extremeños, de la que fue presidente, fundó las Aulas Literarias e impulsó los Talleres de Relato y Poesía, a partir de una idea del editor Fernando T. Pérez. Además, coeditó la antología consultada de poetas extremeños Abierto al aire, fue uno de los fundadores de la revista Espacio / Espaço Escrito y de Del Oeste Ediciones, así como promotor del periódico de poesía hispano-portugués Hablar / Falar de Poesia.
Se casó en 1988 con la salmantina Carmen Fernández y fue padre de dos hijas, Paula y Ángela.
Durante seis años ejerció como profesor del Instituto Español Giner de los Ríos de Lisboa. Volvió a Badajoz en 2008, ciudad en la que murió, con 51, a finales de ese mismo año.
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Campos Pámpano no creía en las generaciones literarias –lo dejó escrito en el prólogo de Los nombres del mar–, pero, a fuer de pecar de didácticos, podemos indicar que pertenece a la «generación de los ochenta», como la denominó José Luis García Martín, o «de la democracia», según Ángel Luis Prieto de Paula, con quien coincidió en sus años estudiantiles salmantinos.
No se prodigaron su versos por las antologías (generacionales o no), aunque sí fue incluido en Las moradas del verbo. Poetas españoles de la democracia, editada precisamente por Prieto de Paula. Antes, en Campo Abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005), de Marta Agudo y Carlos Jiménez Arribas. También en Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000), el hispanoamericano, polémico y selecto florilegio de Milán, Robayna, Valente y Varela.
Tampoco fue un poeta laureado. Encontró editor pronto –la ejemplar Pre-Textos– y no tuvo que someterse a esa enojosa dependencia, por más que alguna vez lo intentara y hasta lo consiguiera: uno de sus primeros poemas, «Las palabras», ganó el Premio Residencia de Cáceres en 1981. Por un libro, solo obtuvo el Premio Extremadura a la Creación de 2005, al que ni siquiera se presentó, ya que se trataba de un galardón institucional y a una obra publicada el año anterior al de la convocatoria; en su caso, La semilla en la nieve.
Reunió su obra poética, como dijimos, en La vida de otro modo (Poesía, 1983-2008), que recoge poemas de sus libros La ciudad blanca, Cal i grafías, Siquiera este refugio, La voz en espiral, El cielo casi, Jola, La semilla en la nieve y Por aprender del aire, así como un puñado de inéditos. «Partes de un todo», según Miguel Ángel Lama. Summa.
Conviene señalar que hubo un antes y un después de estos libros. Quiero decir que sus primeros poemas, además de publicarse en las revistas salmantinas que contribuyó a fundar y en otras extremeñas de la época, formaron parte de la «Muestra de poesía extremeña» que se publicó en el número 7 de la revista Jugar con Fuego (1979), dirigida por José Luis García Martín. Eran tres y en la nota sobre el autor se indicaba: «Su primer libro, todavía inédito, se titula Lucidez del sonido». Más tarde, en 1985, y dentro de la «caja verde» de la colección Arco Iris de Mérida –del poeta visual Antonio Gómez–, vio la luz Materia del olvido, un conjunto de siete dísticos que luego incluyó en la quinta parte de Siquiera este refugio.
De forma póstuma aparecieron Cercano a lo que importa. Antología poética (2012), con prólogo de Lama, que incorpora cinco poemas «inéditos» escritos entre los años 1977 y 1978 (uno de ellos, «Advertencia», ya estaba en la citada muestra); No podré con su ausencia (2006), una breve selección de versos con pinturas de Hilario Bravo, y Blanco comienzo. La luz en «Sarteneja» (2013), con edición facsimilar del poema autógrafo, viñeta de Javier Fernández de Molina y nota de Lama.
Su ópera prima, La ciudad blanca, es un libro de largo recorrido, escrito entre 1983 y 1987. El título está tomado de la película homónima de Alain Tanner, mencionado en una de las citas que lo abre. Las otras son de Cesário Verde y de Teixeira de Pascoaes. Lo portugués no puede estar más presente y así va a ser desde el principio y siempre en esta obra, centrada aquí en la ciudad de Lisboa.
Su primera parte lleva ese rótulo y un epígrafe del pessoano Álvaro de Campos: «Lisboa e Tejo e tudo». Consta de once fragmentos escritos en prosa –poética, claro–, una forma ambigua que utilizó en muchas ocasiones. «Buscaba mi lugar», dice. «Perseguía un texto». El tono es el de un diario de viaje. El de un paseante que mira con atención cuanto le rodea y que está predispuesto a sorprenderse. No se distrae. Campos Pámpano, anotémoslo cuanto antes, es un poeta de la mirada. Y de la memoria, como ha puntualizado su máximo especialista, Miguel Ángel Lama, que considera esa «mirada» como una «especie de pasamanos que sirve para conducirse por la obra de este escritor». Visión y memoria eran, según Valente, los dos reinos en los que se constituye el poeta. «Ver: ahí está todo, y ver certeramente», dijo Guy de Maupassant –recuerda Landero–.
Delante, la luz, el río, las calles… Es otoño, la estación de la melancolía; un sentimiento occidental que, como a Cesário, le provoca «un deseo absurdo de sufrir». Sí, esta poesía es, en general, saudosa y en ella no faltan palabras como tristeza y nostalgia. No en vano estamos ante alguien con una alta «conciencia temporal» (Lama dixit). Machadiano, en ese sentido.
Va nombrando lugares. Los que prefiere. Los más vividos. Entre la descripción y el razonamiento. «Lectura de un viaje o de un exilio: ensueño familiar, cosmopolita».
Se encuentra con Reis en Martinho de Arcada y cita a Antero y a Nemésio. Lisboa es «casi un cuadro cubista tendido en la ladera». No es extraño que la segunda parte se titule «Guía de la ciudad». El libro es «una interpretación poética de Lisboa», según Gonzalo Hidalgo Bayal. Al frente, de nuevo Campos, el más intenso de los heterónimos de Pessoa, con quien compartía apellido. Al final de «O Cais» leemos: «Escribir es recuperar su ausencia / esta sabia costumbre de los ríos / de morir en el agua o en el aire».
Estamos ante poemas breves, impresionistas. En «Miradouro de Santa Luzia» se aprecia bien su formación clásica, de gran lector, cuando escribe: «Sobre el río que es luz / que no se nombra y arde / y pasa y ya es olvido». Ya que se menciona, la del río es una presencia, un tópico, primordial en la lírica pampiana –que analizó muy bien Serafín Portillo–, como la del agua. Más que metáforas. «El agua aquí se hizo arquitectura», se lee en el poema sobre el acueducto de Águas Livres. Y más lugares: Rossio, Praça de Figueira, Bairro Alto («Toda la noche antigua / sobre este barrio alto / y negro»), Alfama (al que dedica cinco poemas minimalistas: «Los niños del verano calle arriba», dice el primero). Allí, tabernas, laberintos, «la tibia arquitectura»… Al leer «Mosteiro dos Jerónimos» pensé que, al escribirlo, no pudo imaginar que acabaría viviendo al lado. El «Estuário». El mar. Ya fuera de la ciudad, «Costa de Caparica» o «Sintra» («En mitad de la fronda, / un jardín con estanque»).