POR PILAR MARTÍN GILA

Posiblemente en ninguna época antes de ahora, los artistas (música, poesía… y las llamadas artes quietas también) han sentido tan acuciante la pregunta sobre la utilidad de su dedicación y han tratado de restituir con tanta urgencia la conexión entre el arte y la sociedad sometiéndose a los ritmos y las demandas de las actividades consideradas útiles o apelando a la importancia de su función crítica. Sin embargo, hay buenas razones para pensar que lo que un poeta, pongo por caso, podría ofrecer en una hipotética llamada a la práctica literaria, seguramente se parecería bastante a lo de aquel famoso anuncio que el explorador Ernest Shackleton puso en los periódicos solicitando compañeros para su viaje al Polo Sur: «Busco voluntarios para un viaje peligroso. Se ofrece: sueldo exiguo, frío intenso y se garantizan largas horas en absoluta oscuridad. Un regreso incierto». Shakelton no se hizo célebre por llegar a apartados lugares inexplorados sino, sobre todo, por la forma en que no llegó a ellos y que le puso, al menos con el tiempo, en su verdadero viaje. Y si bien esto puede verse como fracaso, también se puede interpretar como la realización de algo en la forma de no estar acabado, un viaje que no se deja terminar porque ahí reside la condición de su posibilidad en el sentido que damos a lo utópico, en tanto que lo no cumplido no estaría en el pasado, sino en el futuro. Así que lo valioso aquí no es la meta, el fin del viaje, ni siquiera su finalidad, su destino, adonde se llega. Se trata de la danza no del caminar, como decía Paul Valéry sobre la poesía, un acto que tiene un fin intrínseco que, al igual que la propia vida, no va a ninguna parte, «un estado, un encantamiento, un fantasma de flor, un extremo de vida, una sonrisa, que se forma finalmente en el rostro de quien la solicitaba al espacio vacío»­. Visto de este modo, si con ese «no ir a ninguna parte» se asume que no es indispensable para el arte la utilidad ni es una condición el servir para algo práctico, posiblemente haya que admitir cierta contrariedad también a la hora de asignarle una función eminentemente crítica o de denuncia del sistema y sus prácticas en la medida en que en ese mismo «no ir a ninguna parte», como veía Sartre, estaría su imposibilidad para comprometerse. Es quizá esa inutilidad del arte, que vinculamos a su manifiesta dificultad para generar beneficios o para valerse en las economías modernas de la producción, el consumo, la conservación, y, además, a su falta de peso para transformar el mundo o actuar en él como doctrina o siquiera como alivio de sufrimientos, lo que hace que buena parte de los creadores y no pocos lectores o receptores carguen con la marca del parásito social. Por otro lado, y a pesar de esto, no sólo es innegable el hecho de que al menos una parte de lo que reconocemos como creación no es en absoluto ajena a las tensiones que se producen en los sistemas de poder, donde incide a veces con una actividad directa como pueden ser las ferias y mercados, sino también la voluntad crítica del arte, que en la propuesta estética parece empecinado en tener algo que decir desde un lugar un tanto arrinconado donde se reclama al menos el valor del límite.

De esta forma, oscilando entre la utilidad y la marginalidad, da la impresión de que el lugar del arte, su lugar específico en nuestro tiempo, está por dibujarse, me refiero al lugar político entendido en su sentido antiguo, como el que se da en la ciudad, el que le permite habitar entre sus muros y a la vez no ser reducida por ellos. Hay que pensar que la razón esencial por la que Platón rechaza la póiesis (en este caso la música y la métrica y la pintura) no es porque imite (al fin y al cabo, todo es imitación de lo verdadero) sino, como sostiene Massimo Cacciari, porque no lo hace, y al no hacerlo, al construir su propia mentira, constituye el «no» del logos que guardan los filósofos, el adversario, el «no» prohibido que terminaría expresándose en su interior, contradiciendo y a la vez constituyendo la buena ciudad. Quizá, entonces, se trataría de buscar ese lugar del arte en algo parecido a la tensión utópica, es decir, como un deseo, se podría decir, un sentimiento no útil de lo posible.

La pregunta aquí, ya se ha dicho, es política más que poética, y se dirige a la forma en que el arte entiende su tarea en la sociedad. Como punto de apoyo para formular esta pregunta, he querido tomar algunas de las ideas que se extraen de aquel conocido trabajo de Marcel Mauss, «Ensayo sobre el don», que dio lugar a las más variadas interpretaciones y debates a lo largo del siglo xx. Por decirlo muy rápidamente, Mauss ve en la práctica social del don, ese principio que subyace en las sociedades humanas, desde las primeras hasta las modernas, el vínculo que mantiene unidos a los hombres, donde radica su pacto, su contrato y la base de toda acción y comprensión de la vida social. En este sentido, Marshall Sahlins afirma que «el símil primitivo del contrato social no es el Estado, sino el don». La práctica del regalo se remite a la obligación de dar y contiene las de recibir y devolver lo recibido mediante algo que sea similar o esté a la altura de lo regalado. Pero lo que obliga en el regalo no es el valor del objeto, que no tiene equivalencia, que carece de precio sino su poder para simbolizar, el hecho de que, como señala Mauss, «la cosa recibida no es algo inerte», conserva alguna esencia del influjo de quien la donó. A esto se refiere al utilizar el término maorí hau, el espíritu del regalo, el alma de las cosas, lo que las dota de dignidad, y que Mauss desplaza hacia algo parecido al alma o el espíritu de la colectividad (de evocación jungiana). Así, en este espíritu o valor de las cosas viven los lazos que vinculan a los hombres entre sí. El valor de las cosas se forma en su paso por la sociedad, en el movimiento que pone en juego el don dentro de la colectividad.

Qué puede quedar hoy, en nuestro mundo mercantilizado, de esta práctica del don aparte de aspectos aislados, retales adheridos a alguna costumbre que de hecho han sido incorporados ya al cálculo utilitario. Da la impresión de que esta disponibilidad contable del mundo ha ido empobreciendo todo lo que entendemos por humano, dejándolo sitiado por el cálculo utilitario, quizá ese empobrecimiento de la experiencia con que Walter Benjamin describía la vida contemporánea. Aunque no todos los actos de los hombres en nuestra sociedad tienen por objeto la utilidad, claro está, y, por otro lado, ya se ha dicho, hay prácticas artísticas con gran incidencia económica, podemos tomar la creación artística como la actividad por excelencia del desprecio por lo útil, que se ha sostenido, en una u otra forma, a lo largo de la historia, donde hace aguas la moral del máximo rendimiento que no consigue atrapar completamente la voluntad que la mueve. Así, cabe preguntarse por el lugar social de la creación artística indagando en la semejanza que pueda guardar con esta práctica del regalo, reteniendo algunas de sus características esenciales, que podemos determinar, por un lado, con la idea de la pérdida, el exceso, el sacrificio y, por otro, con la existencia de la propiedad, atendiendo, en todo caso, a la estructura que compone el don: el dar, el recibir y el devolver, de forma que, a través de estos componentes, se pueda renovar la razón de ser del arte en la sociedad en tanto que en él se contiene algún modo de pacto que sigue obligando, ligando a los hombres.

 

LA PÉRDIDA, EL EXCESO, EL SACRIFICIO

El don nada tiene de mercantil. El valor de la cosa recibida, en la práctica del regalo, como se ha dicho, no tiene un precio porque se trata, podemos decir, sobre todo, de una materia espiritual, es la entrega de algo con alma, con dignidad, que por ser imposible calcular, contabilizar, sólo puede verse como derroche, como pérdida siquiera pensando en el lucro cesante, o como sacrificio (incluso en su sentido etimológico de hacer sagradas las cosas, honrarlas). Entregado al gasto y al despilfarro, lejos de la acumulación productiva, en constante circulación de los bienes, el don carece de una verdadera naturaleza económica. En «La noción de gasto», basado en el «Ensayo sobre el don», Georges Bataille dice: «El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio». La poesía como pérdida se inscribe, junto con el resto de formas artísticas, en estos gastos improductivos, de los que habla el pensador francés, gastos inútiles y por tanto, incondicionales, contrarios a la economía de la contabilidad, vinculados a actividades que, al menos en su origen, encuentran su fin en sí mismas. El arte no tendría que ver con el acopio, sino con el derroche o la entrega, sólo se obtiene porque se da, eso es lo que aún lo dignifica, lo hace sagrado (en el sentido no eclesiástico). «El deseo ignora el intercambio, no conoce más que el robo y el regalo» (Deleuze-Guatari). La función creativa, añade Bataille, compromete, incluso, la vida misma del que la asume. «Es frecuente que el poeta no pueda disponer de las palabras más que para su propia perdición». Desde el momento en que la negación de la pérdida, del derroche sin objeto, sin finalidad rentable, está en el desarrollo de la mezquindad del hombre actual, el don visto como pérdida, como principio positivo de la pérdida, puede ser un hecho revolucionario. Hay un modo específico de poder: el despilfarro, el exceso, el poder de perder. Desde la interpretación de Bataille, el don tiene algo de antisistema, por decirlo de algún modo. Y, en este sentido, se podría añadir que, asumiendo su consideración como origen, origen del pacto, constituiría tanto el mismo sistema como el principio que lo niega, incluso, quizá, trayendo aquel rechazo de la poesía frente a la filosofía en Platón, se podría ver como su adversario, la negación prohibida, que se expresaría en el interior del sistema, contradiciéndolo tanto como constituyéndolo.

Total
2
Shares